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publicado el 8 de diciembre de 2006

El Bond más expeditivo

Lluís Rueda | Muchos son los que dan por finiquitadas las aventuras de James Bond desde hace múltiples entregas. Estas voces señalan que el agente secreto al servicio de Su Majestad creado por Ian Fleming para la literatura Pulp es un héroe demodé, su conducta machista no encaja con los nuevos tiempos y su carácter de bon vivant a base de smokings, cócteles, vehículos como el mítico Austin Martin y mujeres de bandera no interesa a las nuevas generaciones de espectadores. Estamos ante un icono de la Guerra Fría al que han tomado el relevo personajes como Ethan Hunt (Misión Imposible), Jason Bourne (El caso Bourne) o Vin Diesel (Triple X), pero al que ninguno de estos espías modernos ha podido desplazar en popularidad. La pregunta es: ¿por qué Bond ha sobrevivido a todos estos cachorros de modales hiperbólicos y estética posmoderna? La respuesta es que 007 es un género en sí mismo, un universo impermeable que se estructura sobre una fuerte carga iconográfica y un patrón repetitivo, es un modelo tan esquemático como Star Wars o Indiana Jones.

La franquicia de James Bond cuenta con la ventaja de que sus argumentos se reestructuran con la solidez que dan los cambios políticos y los acontecimientos mundiales. Recordemos que Muere otro día (Die Another Day, 2002) de Lee Tamahori, aunque recibió críticas duras por su giro hacia el fantastique, fue la última y más taquillera película de la saga hasta la fecha. Por suerte para los más puristas, los guionistas de esta entrega (entre los que se encuentra el oscarizado Paul Haggis), han parecido saber interpretar bien esta premisa: el objetivo de 007 no debe ser competir con un superhéroe vestido de látex o con pseudoarcángeles con levita de cuero, sus poderes deben ser la seducción y la arrogancia. Bond no quiere salvar el mundo por una deuda moral o un congénito altruismo, sólo aspira a ser el mejor en su trabajo mientras disfruta colocándose una máscara de cínico gentleman. No anda tan lejos su perfil psicótico del de Bruce Wayne (Batman) e incluso desprende cierto paralelismo, por circense, con el lerrouxiano (por Gastón, se entiende) terrorista de V de Vendeta, pero en este caso, a diferencia de estos personajes, el origen de su motivación justiciera tiene más que ver con el narcisismo que con lo panfletario o visionario.

007 es un género en sí mismo, un universo impermeable que se estructura sobre una fuerte carga iconográfica y un patrón repetitivo, es una saga tan esquemática como Star Wars o Indiana Jones. La franquicia de James Bond cuenta con la ventaja de que sus argumentos se reestructuran con la solidez que dan los cambios políticos y los acontecimientos mundiales

Martin Campbell y su equipo parecen haber dado, después de muchos años, con el perfil del Bond ideal. Daniel Craig está más cerca de un Sean Connery working class metido a nuevo rico que de un Roger Moore
nacido para ponerse camisas de seda (al igual que su alumno aventajado Pierce Brosnan). Este nuevo Bond, que de momento no precisa de los gadgets de Q y los tonteos con Moneypenny (ya veremos en el futuro), es retratado con inteligencia desde la perspectiva de una precuela que construye un personaje cargado de autenticidad.

Desde el prólogo rodado en blanco y negro y sin alardes hipertecnificados, encontramos la presentación ideal para catar la dimensión del nuevo, aunque viejo en nuestro imaginario, James Bond, la de un asesino sin escrúpulos, un sicario brutal que sólo encuentra un atisbo de humanidad en brazos de Vesper Lynd (una espléndida Eva Green). La única pero nada desdeñable novedad de esta entrega se halla en la radiografía anímica de 007, un sustancial retrato sobre el pasado amoroso del personaje que pone de manifiesto el origen de su misoginia y su seminal frialdad. Por lo demás se han mantenido las constantes habituales; persecuciones, envenenamientos, hoteles de lujo, casinos y la presencia omnipresente de M (Judi Dench) única mujer del universo Bond capaz de amedrentar al agente británico. Como apuntes interesantes cabe citar una sadiana escena de tortura que golpeará donde más duele a nuestro licencioso espía y la presencia de un villano (Le Chieffre), interpretado por el actor Mads Mikkelsen, de un histrión que deja sin argumentos al mismísimo Dr. Maligno de la saga Austin Powers, refrito camp y libérrimo divertimento en clave descacharrante del universo bondiano.

La única, pero nada desdeñable, novedad de esta entrega se halla en la radiografía anímica de Bond, un sustancial retrato sobre el pasado amoroso del personaje que pone de manifiesto el origen de su misoginia y su seminal frialdad. Casino Royale es una muy entretenida película de acción con aires de thriller sofisticado a la que por poner un pero, y por no ser quisquillosos, le iría de perlas un recorte de metraje.

Casino Royale es un filme que sortea con inteligencia los tópicos salvaguardando el esquematismo que le da su condición. A señalar el chispeante reguero de bromas y guiños para iniciados, de agradecer, y para ser críticos, la incapacidad para desplegar un savoir faire fílmico lo suficientemente arriesgado como para dar al traste con la carpetovetónica, pero eficaz, fórmula. Martin Campbell, realizador de Golden Eye (1989), la primera entrega encabezada por Pierce Brosnan, no luce más en su realización que sus operadores de segunda unidad. Estamos ante un ejercicio de producción en toda regla y, en él, no hay más autoría que la que la major de turno tiene a bien aplicar para reactivar la fórmula.

Sin rubor, esta vez podemos decir que se ha dado en el clavo con la incorporación de Daniel Craig (hipnótico Bond) y con la solidez de un retrato tan humano para un personaje tan ferozmente estereotipado. Casino Royale es una muy entretenida película de acción con aires de thriller sofisticado a la que por poner un pero, y por no ser quisquillosos en demasía, le iría de perlas un recorte de metraje. Mantener el esquema básico e insertar un desarrollo tan preciosista del personaje principal ha hecho que la broma se vaya a dos horas y media.


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