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publicado el 21 de enero de 2007

Mad Max y el horror de Yucatán

Lluís Rueda |


El actor australiano Mel Gibson se está forjando una carrera como realizador que a grandes trazos combina una capacidad envidiable para construir grandes edificios cinematográficos y, por otro lado, procura un retrato del individuo (bien sea Jesucristo o el revolucionario William Wallace) enfrentado al sistema. Las propuestas cinematográficas del realizador de El hombre sin rostro han sido a menudo tachadas de conservadoras con motivo de su exaltación de los valores familiares y un subrayado del martirio de inquietante naturalismo.

Aunque resulte exagerado tachar su cine de reaccionario (algo que han sufrido realizadores como John Ford o más recientemente Paul Verhoeven), cabe señalar que el discurso cinematográfico de Gibson tiende a caer en ademanes místicos, lícitos, aunque empleados con fruición.

Apocalypto, su último largometraje ambientado en las postrimerías de la civilización Maya encuentra un espacio virgen (el de las culturas precolombinas) para volcar todas esa obsesiones tan marianas que azuzan el cerebro del magnífico actor australiano. Para Gibson más es más, y su filme se erige desde los primeros instantes en un mosaico de viva intensidad aunque cargado de planos artificiosos. La injustificada celeridad y un adrenalítico montaje, cortesía del técnico Joh Wrigth (Speed, La caza del Octubre Rojo), se diría inspirada en cierto cine de acción de lo década de 1990, hiperbólico estilo que, por cierto, no vive sus instantes más halagüeños (pero eso sería otro tipo de debate). Dejando a un lado ese impronta cinematográfica, cuanto menos innecesariamente histérica, Gibson procura al filme cierta voluntad documental que en ocasiones entra en contradicción con el tono elegíaco y la profundidad grandilocuente de lo expuesto en los títulos de crédito: “Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a si misma desde dentro” (W. Durant dixit). La indefinición nos lleva de una cinta de aventuras solvente a otra acerca del ocaso de una civilización que apenas si asoma. Se hace evidente, bien entrado el filme, que al realizador solo le interesa el retrato del individuo capaz de sufrir un calvario para preservar la supervivencia del clan, todo lo demás es accesorio.

El mural esforzado y, francamente, espectacular de la urbe Maya, instante que ocupa una parte poco generosa del metraje, deviene en manos de Gibson un interesante fresco sospechosamente inspirado en Mad Max 2: El Guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981) del realizador George Miller, algo loable si nos atenemos a los paralelismos existentes y al prurito apocalíptico de ambas historias.

Si el equipo de producción parece haber rastreado el pasado Maya, asesorado por el experto Richard D. Hansen, Gibson solo ha utilizado al respecto todos aquellos elementos que lucen en su lujoso diseño de producción pero ha desestimado otros elementos más interesantes para la trama. La coartada pseudodocumental en el filme no es más que un reclamo de exotismo, Gibson ha buscado actores no profesionales nativos y les ha hecho comunicarse en Maya Yucatec en un alarde de pintoresca genialidad que oculta que su guión no necesita comunicación verbal (funciona a un nivel parecido al del filme de Jean Jacques Arnaud en En Busca del Fuego (La Guerre du feu, 1981)).

El mural esforzado y, francamente, espectacular de la urbe Maya, instante que ocupa una parte poco generosa del metraje, deviene en manos de Gibson un interesante fresco sospechosamente inspirado en Mad Max 2: El Guerrero de la carretera (Mad Max 2,1981) del realizador George Miller, algo loable si nos atenemos a los paralelismos existentes y al prurito apocalíptico de ambas historias. En Apocalypto rastreamos ideas de la citada saga de Mad Max pero también de otros filmes como Deliverance (1972) de John Boorman o Depredador (Predator, 1987) de John McTiernan, todos ellos thrillers o filmes de aventuras más o menos fantásticas que huyen de retratos globales y se centran en la supervivencia del individuo.

Así, escudriñando ciertos detalles de su última obra, observamos que Mel Gibson es un realizador tan veleidoso e intuitivo que logra que sus filmes, pese a resultar espectaculares, lastren en exceso una planificación caótica. Apocalypto nunca renuncia a un plano ostentoso, a una fotografía feísta, a un giro postrer, a dos, tres, cuatro elementos de tensión al unísono, por ello su estilo podría interpretarse como una bastarda revisión del cine de horror de la década de 1970 bajo coartada intelectual: de resultas de enmascarar la verdadera naturaleza bizarre del divertimento nos creamos unas expectativas muy poco acertadas. El retrato de esa sociedad Maya es, pues, en Apocalypto parte de un lujoso decorado plagado de detalles hipnóticos pero de dudosa fidelidad antropológica. Pese a la franca decadencia de la etapa de la que se nos habla se obvian matices de un modo deliberado que nos harían recomponer de una manera más fidedigna su esforzada coartada documentalista.

La bestialidad, con apuntes dignos del más gamberro realizador de serie B, de que hacen gala ciertas secuencias de Apocalypto resultan tan poco estilizadas que restan credibilidad al pretendido tono elegíaco. El director de La pasión de Cristo obvia, deliberadamente, las violaciones a mujeres y los sacrificios de niños pero no escatima en decapitaciones y extirpaciones de corazón (su sadismo es pío). Esas son solo algunas de las contradicciones de un discurso dominado por cierto determinismo moral y una tendencia a la grandilocuencia digna del mismísimo Samuel Broston. De Apocalypto, pasado un tiempo prudencial, puede que solo recordemos la inquina inquisitorial para con sus héroes y su diseño de vestuario apabullante (sorprendentemente de actualidad entre la chavalada adicta a las escarificaciones y el piercing tribal).

El retrato de la sociedad Maya es en Apocalypto parte de un lujoso decorado plagado de detalles hipnóticos pero de dudosa fidelidad antropológica. Pese a la franca decadencia de la etapa de la que se nos habla se obvian matices de un modo deliberado que nos harían recomponer de una manera más fidedigna su esforzada coartada documentalista.

Apocalypto, como entretenido filme de aventuras, no oculta elementos de crítica al politeísmo y, en ese sentido, Gibson es un perfecto verdugo teológico que coloca clavos ardiendo aquí y allá para dejar constancia de la importancia de ciertos valores en un filme pensado al milímetro para encandilar a los jóvenes espectadores. ¿Qué hay de la corruptela política en una cinta que hace gala de retratar el ocaso de una civilización? Pues francamente, poca cosa más que un altar sangriento y un difuso retrato de clases. Gibson ansía salir lo antes posible de ese inmejorable terreno, por sus posibilidades cinematográficas, que es la urbe Maya con la intención de llevar la acción a la selva virgen y jugar a reinventar un filme tan extraordinario como el antes citado Deliverance; eso sí, renunciando a su insalubre retrato moral y disfrazándolo de vitriólico exploit. Dejando a un lado el filme de Boorman, y por poner otro ejemplo, hay mil veces más mala saña en otra cinta tan pretérita como El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack (filme que comparte idéntica idea del cazador y la presa) que en este hiperbólico salmo gibsoniano.

En resumen, Apocalypto es un filme que entretiene por su inmediatez pero que lastra una indefinición conceptual preocupante y, lo más importante, porfía a una inexistente mirada documentalista acerca de la civilización Maya la coartada intelectual con objeto de vender un filme con más tópicos de los necesarios. Lo mejor que le puede pasar a Apocalypto es que se recuerde únicamente por su condición de filme de entretenimiento, para otro tipo lecturas más complejas ya existen cintas como El Nuevo Mundo (The New World, 2006) de Terrence Malick.


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