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publicado el 27 de febrero de 2007

Totémico carnaval de almas

Lluís Rueda | El arte de la reiteración y la propensión a la desmesura siempre ha acompañado al hombre en su intento por descifrar el inconsciente colectivo e individual, desde las piezas de cámara que especiaban de diamantinas volutas sonoras en los salones del barroco a los loops febriles de los clips ideados por Chris Cunningham para el músico Aphex Twin, se ha demostrado que existe una manera de llegar a la medular de nuestra psique partiendo de un maximalismo rotundo y desmedido. Recientemente la obra de la pintora Margaret Keane, de un feísmo estremecedor, o las fotografías de David LaChapelle nos han mostrado como captar atmósferas malsanas a partir de un 'kitsch' desmedido. Son ejemplos al azar que ponen de manifiesto una opción estilística que porfía a la acumulación -y en cierto modo a la impostación- una vía de trabajo cuya evocación conceptual persigue una naturaleza turbia.

Con Inland Empire, en mi opinión, Lynch cierra una extraordinaria trilogía que nos habla acerca del desgaste de la fama y el reverso que de ella nos puede devolver nuestra condición de espejo deformante.

El cine es acaso una de las herramientas más pertinentes para garantizar que esos lugares comunes que se repiten en nuestro inconsciente onírico puedan ser transitables en la vigilia de una platea. Podríamos citar decenas de ejemplos de filmes que parten de una arquitectura determinada para imitar los laberínticos recovecos de nuestro cerebro, cintas que estructuran su discurso porfiando a su mastodóntica densidad narrativa y/o escenográfico un mapa de ruta que nos guía por nuestras fobias y anhelos. El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1965) de Wojciech Has, Orfeo (Orpheé, 1950) de Jean Cocteau, Lisa e il Diavolo (1973) de Mario Bava o Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, 1983) de Wes Craven pertenecen a ese género de filmes que parten del barroquismo febril con la última intención de indagar en los claroscuros freudianos del individuo.

Uno de los máximos exponentes de esta reivindicación del cine maximalista, de lisérgica poética interna es David Lynch. El creador de Twin Peaks anhela en sus obras la intensidad y belleza acumulativas de un arte que fusione diversas disciplinas y, por ello, cuestiona las fórmulas narrativas imperantes, insuficientes para plasmar las sombras amenazadoras y las grotescas criaturas que habitan en él. Como los buhoneros y feriantes de su magnífica El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) se servían del cegador colorido del enclave de sus barracas para atraer a los visitantes [1], en pleno siglo XXI, Lynch, se sirve del Hollywood “fábrica de sueños” para sugerir los miedos de nuestra sociedad. El realizador busca retratar el miedo al fracaso, a la mofa ajena, a nuestra propia inseguridad.

El último filme de David Lynch es una libérrima oda faustiana. Sus personajes protagonistas transitan en tramas paralelas que suturan el espacio-tiempo mediante el simbolismo arquetípico que procuran pasadizos, puertas y callejones.

Cabe precisar que la tendencia al exceso del universo Lynch queda determinada por la intención de captar la mirada inocente a través de un diseño de producción henchido de reclamos; así en Inland Empire, su último trabajo, el personaje interpretado por Laura Dern (Nikki Grace) siempre evoca a la Dorothy de El mago de Oz de la misma manera que Sailor y Lula (Nicolas Cage y la misma Laura Dern) eran unos particulares Hansel y Gretel en Corazón Salvaje (Wild at Heart, 1990). La destreza, por el sentido de la oportunidad, con que David Lynch decide incorporar a la bruja, al duende, al diablillo o a cualquier otro ser arquetípico en su sofocante universo cinéfago es una de las improntas que mejor definen su talento.

Su imaginería se abastece de recursos pretéritos como el cuento infantil y su moraleja perversa pero también de un depurado trabajo estilístico que, como ya hemos apuntado, se asiste en el retruécano y en una planificación indisimuladamente recargada. En Inland Empire, Lynch, ha apostado por nuevos recursos como la lente digital, un elemento socializador para el nuevo cine del que el realizador ha sacado una optimización extraordinaria. El portento formal del filme es insultante, no solo jubila físicamente dentro de la ficción a la aparatosa cámara de 35 mm y la substituye por una Sony PD-150, si no que con ella logra captar un cromatismo desmoralizador para los nuevos adalides del cine pseudo documental. La magia del artista plástico se impone como puntilla de gracia a la vanagloria del cine digital, de bochornoso encuadre y contenido ramplón. El soporte digital ha entrado de la mano de Lynch en una dimensión formal que dispara sus posibilidades de un modo -como no podría ser de otro manera- evocador y fantástico.

Con Inland Empire, en mi opinión, Lynch cierra una extraordinaria trilogía que nos habla acerca del desgaste de la fama y el reverso que de ella nos puede devolver nuestra condición de espejo deformante. Carretera perdida (Lost Highway, 1997) es el punto de partida de un itinerario en el que ya todo es posible por que Lynch decide hacer estallar por los aires la lógica narrativa y tomarse su discurso como un tour de force, una aventura salvaje en la que cada trazo, cada boceto, es tan orgánico que provoca un estado alterado de conciencia. Mulholland drive (2001) incide en la trasformación de la cotidianidad a partir de cierto metalenguaje que obliga al filme a escindirse como un enfermo terminal que deriva, a su vez, hacia un de profundis posibilitado por la sugestión que procura el medio. Si convenimos que el universo Lynch resucita los postulados fantasmagóricos que Jean Epstein atribuía al cinematógrafo, es particularmente en una obra como Inland Empire donde sus proporciones apocalípticas resultan más rotundamente inquietantes.

El último filme de David Lynch es una libérrima oda faustiana. Sus personajes protagonistas transitan en tramas paralelas que suturan el espacio-tiempo mediante el simbolismo arquetípico que procuran pasadizos, puertas y callejones; como en Millenium Actress (Sennen joyû, 2001) de Shatoshi Kon no existe más coartada argumental que la veleidad del metalenguaje cinematográfico y una surrealista planificación que imita el efecto de un espejo hecho añicos. Con esta premisa bien interiorizada, el espectador ha de enfrentarse a la totémica Inland Empire con la humildad del instruido y la permeabilidad del curioso. David Lynch construye desde la plástica, no desde la pauta literaria y, por ello, la linealidad de sus últimos filmes resulta tan esporádica y ocasional.

El espectador ha de enfrentarse a la totémica Inland Empire con la humildad del instruido y la permeabilidad del curioso. David Lynch construye desde la plástica, no desde la pauta literaria y, por ello, la linealidad de sus últimos filmes resulta tan esporádica y ocasional.

En ese tránsito malsano que nos propone el realizador norteamericano, se nos regala la presencia de una Laura Dern en estado de gracia, capaz de unos registros insospechados que fluctúan entre el decadentismo de Gloria Swanson y la integridad de la más extraordinaria Gena Rowlands. El reparto, con presencias tan destacables como la de Harry Dean Stanton -sublime-, Jeremy Irons, Justin Theroux o Julia Ormond, también deriva en un particular ballo in maschera, que en su tramo final coquetea con cameos de lo más sugestivos.

No pierdan detalle de cada uno de los elementos que enriquecen este carnaval de almas en pena, auténtico festín fantastique poblado de criaturas tan grotescas como esos conejitos protagonistas de una sitcom de ultratumba que Lynch recupera de su página web personal. Inland Empire es un filme que se sabe maldito como la cinta inconclusa (o no) que alberga en su ventrudo inconsciente, me refiero a On high in blue tomorrows, el intuido remake de un aborto fílmico que, a la sazón, resultará tan tóxico como una irresponsable ingestión de LSD. Inland Empire resulta la pesadilla más lúcida de la obra de Lynch, la más terrorífica y asfixiante, y una firme candidata a erigirse como el artefacto de suspense cinematográfico más interactivo creado por el hombre: recemos por que en un futuro utópico nadie le proponga diseñar un filme virtual, eso supondría tanto como reformular el “Necronomicón”.

Acaso la mejor manera de resumir el sentido último de esta extraordinaria película lo hallamos en las sabias palabras del crítico cinematográfico Jordi Costa, que remata su impecable crítica para el diario 'El País' con la siguiente reflexión:


"Lynch cumple, finalmente el sueño de los surrealistas: lograr que el inconsciente doblegue de una vez por todas a la narrativa convencional. Aquí está la primera obra maestra del poscine."

  • [1] La cita al fenómeno de feria encarnado en El hombre elefante nos conduce a un término muy en uso en los tiempos que corren: “Freak”. La palabra freak que originariamente significaba capricho o antojo, ha estado presente de una manera conceptual en la filmografía de David Lynch en casi todas sus acepciones; la que hace referencia a la veleidad exótica, a la fenomenología de feria, a los consumidores de LSD de la década de 1960 o, y tal como hoy nos llega, a los aspirantes a entrar en el mundo de la fama vía showbisness bizarro.

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