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publicado el 1 de junio de 2005

El final de una época

Juan Carlos Matilla | Tras dos años de demora desde la primera fecha anunciada de estreno, por fin ha llegado a la gran pantalla la última obra del director estadounidense Wes Craven, La maldición (Cursed, 2005), filme de horror licantrópico en el que de nuevo ha contado con la colaboración de su guionista habitual de los últimos años Kevin Williamson. Considerado por algunos como un maestro del cine de terror, Craven es un cineasta peculiar, cuya figura resulta del todo paradójica: intelectual culto y dotado de cierta intención artística, lo cierto es que su cine siempre se ha sumergido en la insuficiencia creativa y en la servidumbre a los imperativos de la industria. Cineasta impersonal y falto de imaginación (con la única excepción de la estupenda Pesadilla en Elm Street), regresa ahora a nuestra cartelera con este triste fast-food que, sin duda, es una de las obras más insatisfactorias de su irregular trayectoria.

La mediocridad e insignificancia de un filme como La maldición supone el final de un modo de encarar el cine de terror que malogró la producción estadounidense de horror de la década de 1990. Instaurado por Williamson y Craven a partir del éxito de Scream (1996), esta molesta tendencia insistía en el pastiche irónico, en el distanciamiento desdeñoso y en la infantilización como principales herramientas narrativas para levantar auténticos despropósitos fílmicos como, por ejemplo, toda la saga de la ya citada Scream o de Sé lo que hiciste el último verano (I Know What You Did Last Summer, 1997), de Jim Gillespie; así como otros filmes similares como Comportamiento perturbado (Disturbing Behavior, 1998), de David Nutre; Leyenda urbana (Urban Legen, 1998), de Jaime Blanks; Secuestrando a la señora Tingle (Teaching Mrs. Tingle, 1999), debut en la realización de Williamson; Cherry Falls (2000), de Geoffrey Wright; Un San Valentín de muerte (Valentine, 2000), de J. Blanks; y un largo etcétera, todos ellos estériles y anoréxicos slashers que se dedicaban a banalizar el arrojo de los cineastas que pretendidamente reverenciaban: de John Carpenter a Don Siegel pasando por Tobe Hooper. Por fortuna, en los últimos años esta absurda corriente postmoderna ha sido engullida por un nuevo cine de horror, de igual cariz revivalista pero de mayor ambición formal y valentía conceptual, como podemos observar en las obras de Zach Snyder, Victor Salva, Rob Zombie o Marcus Nispel.

La mediocridad e insignificancia de un filme como La maldición supone el final de un modo de encarar el cine de terror que malogró la producción estadounidense de horror de la década de 1990. (...) En la actual coyuntura cinematográfica, un filme como La maldición no tiene ningún sentido. Su anacronismo resulta tan evidente que sólo puede abocarlo al fracaso más absoluto.

En la actual coyuntura cinematográfica, un filme como La maldición no tiene ningún sentido. Su anacronismo resulta tan evidente que sólo puede abocarlo al fracaso más absoluto. Puede ser que haya espectadores que disfruten de su ligereza y sentido del humor pero en comparación con los filmes de terror actuales, la nueva propuesta de Craven empalidece, incapaz de presentar un nuevo estímulo a una forma de tratar el género ya caduca (aunque, sinceramente, nunca tuvo ningún interés).

Así, La maldición recoge todos los errores habituales del tándem Williamson-Craven: el refrito de guiños sólo aptos para connaisseurs (en el que cabe prácticamente de todo: Orson Welles, Lon Chaney, John Landis, Stuart Walter y un largo etcétera), los vacuos juegos metalingüísticos, el tono sardónico a gusto del público adolescente, la suma de actores fotogénicos y mediocres, ambientes sofisticados y alejados de cualquier atisbo de inquietud, desarrollo narrativo débil, acumulación de efectos y líneas argumentales, poca densidad en el perfil psicológico de los personajes (que son meros clichés), la puesta en escena monótona y rutinaria (en la línea del Craven habitual) o el abuso de subrayados (que van desde el tópico efecto sonoro estridente a los ángulos enfatizados). Y si, además, a todo esto le sumamos uno de los peores trabajos de maquillaje y efectos visuales de los últimos años (atención a la primera transformación completa en licántropo), un penoso y epiléptico trabajo de montaje y un guión completamente absurdo, tenemos delante una de las primeras películas trash de la temporada.

A todo lo dicho, habría que sumar la incapacidad del guionista por extraer algún detalle interesante de un mito tan atractivo como el de la licantropía. A pesar de algunos breves apuntes acerca de la relación entre inadaptación social y zoantropía (rasgos que ya aparecían en otros filmes de licántropos mucho mejores como Ginger Snaps o Aullidos), el resto de la aproximación a la figura del hombre lobo se limita a explotar los lugares comunes añadiéndole un desarrollo demencial de sus motivos criminales y una total ausencia de fatalismo (rasgo inevitable en toda buena narración licantrópica).

En cuanto a la puesta en escena habitual del creador de Pesadilla en Elm Street, no se puede negar que Craven es un cineasta capaz de rodar y montar alguna secuencia de impacto (más por oficio que por talento) y, de hecho, La maldición presenta algunos momentos del todo reseñables (como por ejemplo el ataque del hombre lobo en el garaje y el ascensor, espléndidamente planificado y montado), pero, en general, todo el filme muestra un enorme desaliño visual, producto de la desgana y falta de inventiva visual de un director como Craven, cuyos principales (y escasos) logros artísticos hace años que fueron engullidos por la desidia más recriminable.


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