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publicado el 2 de noviembre de 2007

Irreversible

Marcos Vieytes | Los ritmos del recuerdo, o algunas asociaciones ocasionadas por la proyección de una película en la moviola de la memoria.

A ustedes también les debe haber pasado lo mismo: sienten que el tiempo pasa, pero no así la memoriosa presencia de una película o un texto determinados que se aquerencian dentro de uno para proyectarse interminablemente a donde quiera que vayamos. Por nuestra vida pasan de largo mujeres, hombres e instituciones, pero hay obras que marcan un antes y un después; que nos llegan sin una mediación preponderantemente racional y se instalan para siempre casi diría que en el cuerpo, en la translúcida memoria de la piel. No amarás (Krótki film o milosci. Krzysztof Kieslowski, 1988) es una de ellas.

Claro que esto no significa que haya de gustarle a toda persona pues, felizmente, nada nos gusta a todos por igual, pero también porque es una película que solamente admite—igual que la poesía— a un espectador activo, uno que al saberse mirado por ella sea capaz de sostenerle la mirada, para así construir entre ambos una película distinta, una película nueva, una puente-película. Que es precisamente todo aquello que no se atreve a construir Tomek, muchacho que gusta de espiar desde la segura distancia de su dormitorio a una vecina treintañera con el teleobjetivo de la cámara —y así expiar impura y cíclicamente su acariciada impotencia—, atrapado como está en esa red de ausencias que pueblan el departamento solo habitado, además de él, por una mujer mayor que tanto puede ser su abuela como su madre, y ningún hombre. Ternura y rigurosidad no suelen ser vocablos que caminen de la mano por mi mente, pero sólo así puedo referirme al retrato que Kieslowski hace de esas vidas.

No sé exactamente por qué razón pero desde hace tiempo que vinculo esas imágenes con el texto de 1953 que lleva por título A un joven poeta. Allí, René Ménard dice que un lector activo puede llegar a ser él mismo un poeta, respetando un par de usos propios del artista, que serían básicamente dos: a) atender a la exactitud del vocabulario y b) el cuidado en la composición de los ritmos. A propósito de este último aspecto, cito textualmente sus palabras:

"Los timbres, y sobre todo los ritmos de tu poema, darán exacta cuenta de los movimientos de tu espíritu. Todo tu éxito consistirá en provocar en otros espíritus movimientos sincrónicos, según cuya calidad y originalidad serás apreciado. No forzar la voz es uno de los principios fundamentales del poeta. La Poesía no puede ser forzada jamás" [1].

Eso es lo que consigue Kieslowski —mientras que en vano lo intenta su protagonista— y de eso se trata la película toda: de las dificultades que solemos tener a la hora de comunicarnos, de la violencia inherente a todo diálogo, y del onanista círculo vicioso que hay que rasgar para lograrlo

Eso es lo que consigue Kieslowski —mientras que en vano lo intenta su protagonista— y de eso se trata la película toda: de las dificultades que solemos tener a la hora de comunicarnos, de la violencia inherente a todo diálogo, y del onanista círculo vicioso que hay que rasgar para lograrlo. Como le pasa a Tomek con Magda, se hace imprescindible abandonar el seguro refugio de la célibe contemplación, acortar las distancias que nos separen y protejan en exceso, desbaratar las estrategias de defensa cuidadosamente alzadas a nuestro alrededor, e introducir la mirada en la de la película para transformarnos, de una buena vez y para siempre, en activos participantes de ella.

Esa rítmica y compleja relación que se establece entre el espectador y el esquivo objeto de su mirada es vivida por cada uno de nosotros desde el mismísimo comienzo de la película. Kieslowski escoge el punto de vista de Tomek, con toda su carga de iniciática pero culposa inocencia, y nos obliga a ser el que espía, embelesado y anhelante pero inseguro de dar el paso que nos transforme en actores expuestos a la mirada del otro. Ese cambio de rol al que le teme Tomek, ese intercambio de (con)tactos que vislumbra y evade a la vez, me hace recordar unos endecasílabos de Borges a propósito de la luna, y del inasible vínculo que solemos entablar con ese icono hipnótico y eternamente expuesto:

"La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.

Siempre se pierde lo esencial. Es una
Ley de toda palabra sobre el numen.
No la sabrá eludir este resumen
De mi largo comercio con la luna" [2].

Todavía conservo el sabor de las contradictorias sensaciones que el vocablo comercio, aplicado a la intangible relación del hombre con las interminables lunas subjetivas que componen La Luna, me causara en el instante de su descubrimiento. Y también sigo pensando que el verdadero hallazgo formal de tales versos se encuentra en la vecindad de esa palabra con la que denomina al astro. Porque el pareado numen / resumen no deja de ser fruto del ingenio o, como el mismo Borges alguna vez dijera, es uno de esos ripios molestos, insalvables al oído, que entorpecen la aprehensión emocional del poema. Pero las connotaciones financieramente voluptuosas del vocablo —por esa idea casi prostibularia de contaminación que conlleva— por un momento recuperan para la luna toda esa carga carnal que su blancura y distancia, sumada a la flaccidez lírica de tanto lugar común poético perpetrado a través de los siglos, le habían diluido.

Tampoco me extraña esta asociación establecida entre los versos publicados en El hacedor y la película polaca, porque en el personaje de Tomek hay mucho de la reprimida sexualidad que recorre buena parte de la obra de Borges. Pero también por la quebradiza voluntad de corromperla que late en ambos, representada por el adverbio en el poema precedente y por la cámara que el personaje de Kieslowski utiliza para intentar el único intercambio del que se supone capaz. En este caso, la luna de Tomek es Magda, y su angustia deviene de saber que la órbita de ese vecino satélite gira a una distancia lo suficientemente cercana como para habitarlo si contara con los valores necesarios para establecer algún tipo de comercio con ella. Un contacto más profundo que ese proceloso saludo en la vereda, esa tímida atención que le dispensa cuando ella acude a la oficina de correos donde pasa sus horas subalternas, ese mirarla cada noche con ojos ajenos y desorbitados a través del teleobjetivo: torpe ripio amoroso de Tomek, precoz poeta de prepucio herido de soledad.

La consistencia de las imágenes, o algunas evidencias de una película justa.

Doménec Font señala que "la credibilidad ficcional de un film depende en buena medida de la consistencia documental de sus imágenes" [3] y ello se corresponde con la integridad que Ménard recomienda a su joven poeta a la hora de usar las palabras. En el artículo ya citado, el escritor francés recordaba la necesidad de que los términos de un texto sean "concretamente justos", de modo que el lector (espectador, dado el caso) los pueda tomar en su realidad objetiva como elementos que, vinculando al texto (escrito o fílmico) con sus propias circunstancias, le faciliten su aprehensión. Así decía:

"Ante todo, cuida la exactitud de tu vocabulario. En una lengua, una palabra es un bien común a una multitud de hombres a los cuales se trata de no engañar. Si escribes 'avena' o 'piedra', es preciso que tu lector pueda, para comprenderte, confiar en la representación que se hace de la avena o de la piedra. Lo que quiere decir que entre los términos de esas imágenes debe poder establecerse un vínculo de representación que las justifique, siendo tanto más fácil el paso de la corriente poética por ese nexo cuanto que él utiliza todos los medios de comprensión del lector" [4].

Para potenciar el valor poético de la imagen, la precisa identidad escenográfica dispuesta por el director polaco es medular. Anclada en el paisaje obrero de una Polonia parejamente empobrecida y gris, cada mueble que aparece en cuadro, cada automóvil, cada pared, cada prenda, cada plato o cada bicicleta son precisamente ese bien particular y concreto —determinado por una circunstancia geopolítica determinada— que funciona como opaco telón de fondo para que la posibilidad de lo extraordinario (el encuentro con lo Otro o con El otro) se agolpe fuera de campo con una claridad y nitidez meridianas, dolorosas de tan intensas. Casi tan intensa como la sensación de latencia que gana al poeta durante las vísperas de la parición de un verso. Y transcribo de nuevo a Ménard:

"El poema vale a menudo por el silencio previo que significa, y el sabor espiritual de aquel hacia quien conduce. La Poesía no está en el Mundo, si no puedes soportar permanecer sordo a él o encontrarlo absurdo. Por consiguiente, desconfía de lo poético. No hay situaciones, lugares, seres poéticos, sino solamente tú, y la eventualidad de tu poema" [5].

Este rechazo que postula Ménard hacia toda expresión oficializada a priori como poética —hacia el estereotipo de lo poético como fragmento, sea visual o alfabético, establecido— es el mismo que comparte Kieslowski, razón por la cual su cámara se afinca en un entorno cotidiano como cualquier otro —aparentemente más apropiado para el aséptico retrato naturalista, tan invulnerable a la aparición de la imagen verdaderamente poética como un quirófano—, hunde sus raíces en lo ordinario para hallar debajo lo distinto, lo otro, lo extraordinario, lo trascendente.

La iluminación de las secuencias diurnas es tan particular como la irradiada por ese sol neblinoso incapaz, incluso, de atravesar las nubes anémicas que suelen ensuciar las medias tardes de otoño. Esa luz tenue y filtrada —a distancia de años luz de aquella otra emitida por el héroe solar epopéyico— convierte todo exterior en ambiente doméstico que borra los horizontes, así como la represión del protagonista se agudiza por los filtros con los que Kieslowski oscurece —ensuciando de color los contornos del plano, técnica que en No matarás llevará hasta el paroxismo la expresión verdosa de la angustia del condenado a muerte— el ya de por sí acotado departamento de Tomek.

La árida superficie visual de No amarás elude, así, el clisé prefabricado de la imagen publicitaria sin relieve ni genealogía, a la vez que se corresponde con la impresión que tiene Tomek del exterior como espacio deslucido —y hasta hostil— si lo comparamos con aquello que el teleobjetivo de su cámara le acerca noche a noche: el cuerpo —sólo a veces desnudo, mayormente vestido, en algunas ocasiones acompañado, las más de las veces solo, pero siempre protagonista exclusivo del ojo imaginario de su vecino— maduro de Magda poderosamente entregado al movimiento del mundo que a ese muchacho le aturde tanto como le atrae.

Tomek no es un lector literal de la realidad y esa honda aunque tímida y encubierta lectura suya es mal interpretada por Magda cuando se descubre observada a la distancia por la mira(da) indiscreta de ese joven. A su vez, la secuencia sexual clave de la película nos permite realizar, también, un par de lecturas disímiles. Una de ellas, evidente y literal, señala al temor y la inexperiencia sexual de Tomek como responsable del conflicto que se suscita. La realidad del cuerpo táctil de esa mujer —o del cuerpo concreto y rotundo de la realidad que su aparición comporta para Tomek— ya no reducida a objeto visual inofensivo, y de su deseo —hecho de puro presente inmanejable, de un ahora gozante y abismal— se abre tan violentamente delante de ese muchacho, que no puede soportarlo y huye de esa presencia oceánica que desborda, incluso, las modestas previsiones de su fantasía.

La otra lectura —promovida por el plano final de Magda yendo al departamento de Tomek y asomándose a su cámara para ver la verdad que éste veía— hace de esa mujer una víctima del abandono —con todo el consecuente prejuicio defensivo a cuestas— que se toma revancha victimizando circunstancialmente a Tomek —y transformado una violación de la intimidad visual en un acto de violación emocional invertido— sin ver que tras el torpe e inarticulado deseo sexual de su vecino —reducción literal del conflicto a unos términos puramente fisiológicos, que ella leva a cabo por indignación y despecho— se ocultan una variedad de motivos, entre los cuales no sería improbable toparse con alguno de los rostros tan esquivos como innumerables del amor, sólo visibles para e1 lente de la cámara.

Sobre la (im)potencia constitucional de la mirada

Esta imposible reunión de miradas —por la literalmente física de uno y la sublimada del otro— termina por ocurrir en un ámbito que sólo la técnica registra, aunque más no sea en una forma postiza y espectral con la que Kieslowski cifraría la validez melancólica del cine mismo. Un tipo de cine que podría caracterizarse con el concepto de la palabra portuguesa 'saudade', esa nostalgia por lo que pudo haber sido. Ese registro final de lo que no fue — pudiendo y hasta debiendo haber sido— nos habla de la concepción moral con que el cineasta polaco —eslabón, a su vez, de una cadena de autores que incluye a gente como Rossellini y Bazin— encara su oficio y hace de cada película una probable versión de lo irreversible o, si nos atenemos a la fe religiosa del autor, una evidencia de Lo invisible, que no es otra cosa que uno de los nombres de Dios. Esta evidencia, por supuesto, no será nunca explícita: las mismísimas escrituras —mientras se entregan a sembrar huellas de Su presencia— lo dicen. Pero ello no impide, sino que alienta, la búsqueda de mayores evidencias por parte del hombre de fe que, similar a la del poeta siempre en pos de La Palabra, le permite hallarle sentido al mundo, justificarse y crecer yendo y viniendo de la paradoja a sí mismo, y viceversa. Paradoja que es, justamente, el lugar donde sucede la más honda comunicación religiosa y, si nos atenemos al texto bíblico, frontera última para nuestra comprensión del ser de Dios.

Tomek, sin embargo, es incapaz —en tanto impotente— de recorrer ese trayecto, aunque sepamos que lo intuye por su entrenamiento en el arte de mirar durante largo tiempo los mismos paisajes hasta descifrar su dibujo secreto y prever sus evoluciones, mientras que Magda directamente lo ignora hasta la revelación final, y por ello sobrevive. Entre ambos, el inconsciente de la cámara oficia de mediador imperfecto y tardío pero mediador al fin. Supongo que esa impotencia no carente de belleza es la que, desde que comenzara a escribir el texto, trae a mi cabeza estas palabras de Camus leídas en una vereda del barrio de Caballito hace un par de años:

"El sol corría a grandes pasos helados en mi garganta. Ese día hube de reconocer el mundo por lo que era; decidí que su bien fuera al propio tiempo pernicioso y que sus crímenes fueran saludables. Ese día comprendí que había dos verdades de las cuales una no debía decirse nunca " [6].

Tomek también ha tomado conciencia de ese carácter binario y hasta múltiple de la realidad pero no alcanza a soportarlo. Kieslowski, por su parte, se decide a pronunciar esa verdad inefable en el último plano de la película sólo para confirmar que, efectivamente, de nada sirve hacerlo. De hecho, nadie puede hacerlo o, como sentenciara Borges en el soneto ya citado, siempre se pierde lo esencial a la hora de traducir el mundo en palabras o pretender la captura de sus imágenes fundamentales. Pero la aceptación de esa impotencia es, también, la garantía de nuestra libertad. Porque esa imposibilidad de ver y decirlo todo es la que nos recuerda el humano deber de escoger qué decir y desde dónde mirar.

  • [1]. René Ménard, "A un joven poeta", en El movimiento Poesía Buenos Aires, Buenos Aires, Fraterna, 1979, pág. 127.

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  • [2]. Jorge Luis Borges, “El Hacedor”, en Obras completas (vol. II), Buenos Aires, Emecé, 1990, pág. 196.

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  • [3]. Doménec Font, “Jean-Luc Godard y el documental. Navegando entre dos aguas”, en Análisi. Quaderns de comunicació i cultura Nro. 27, 2001, pág. 94.

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  • [4]. René Ménard, pág. 126.

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  • [5]. Ibid, pág. 126.

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  • [6]. Albert Camus, “En el mar”, en El verano / Bodas, Buenos Aires, Sur, 1975, pág. 58.

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