publicado el 12 de abril de 2007
Lluís Rueda | El mundo literario de Ray Loriga, especialmente en sus inicios con obras como Héroes o Días extraños, giraba entorno a la figura del ‘rebelde sin causa’ y la lucha de este contra lo establecido a partir de un nihilismo muy propio de la generación denominada X. Con su segundo filme como realizador, Loriga, retoma su discurso dotándolo de un contenido más preciso, es decir, se fija en la figura de Doña Teresa de Cepeda y Ahumada como en un histórico paradigma de lo contracultural. Teresa: El cuerpo de Cristo es un biopic centrado en las primeras andanzas de la Santa en su Ávila natal, en como la joven somete su espíritu y su cuerpo a mil vejaciones en busca de una luz carnal que le permita gozar de Jesús. Esta osada premisa, que ya ha derivado en encendidos debates, es uno de los muchos aciertos del filme. Aquellos pasajes en que la Santa levita entre convulsiones o visita a Cristo en la cruz son expuestos con diáfano preciosismo, dignificando el proceso y relativizando lo grotesco. Loriga rebate el afán de notoriedad de Teresa, sus huelgas de hambre, sus mutilaciones, como lo haría con una adolescente anoréxica en nuestros días, proporcionándole una causa que finalmente justifique tanta impostura y determine una nueva identidad tras la resurrección: exactamente la misma hoja de ruta que la de su amado Jesús. Que diría un costalero, todo sufrimiento tiene su recompensa.
La joven Teresa, bajo la óptica del director de La pistola de mi hermano (1997), se erige en agitadora intelectual, teológica y en mujer de profundas convicciones feministas. Teresa, anteponone al poder de su don, esas visiones marianas, el de la palabra y la razón, necesarios requisitos para sobrevivir en una época de claroscuros.
El naturalismo al uso del retrato de época, propio de propuestas como la serie televisiva Santa Teresa de Jesús (1984) protagonizada por Concha Velasco, dirigida por Josefina Molina y escrita por Carmen Martín Gaite, da en manos de Loriga paso a una alegoría religiosa, de enorme calado, que iconográficamente resulta indisimuladamente sadomasoquista. Por tanto, se da un hilvanado distanciamiento con propuestas como Marcelino pan y vino(1955) de Ladislao Vadja o Teresa de Jesús (1961) de Juan de Orduña que busca componer un material más acorde a cierto ideal de misticismo global. En manos de Loriga, Teresa, sostiene un viaje iniciático que guarda similitudes con el de místicos o simplemente ideólogos de diferente pelaje, desde San Juan de la Cruz a un político como Gandhi o a un hombre comprometido a una causa justa como Vicente Ferrer. La joven Teresa, bajo la óptica del director de La pistola de mi hermano (1997), se erige en agitadora intelectual, teológica y en mujer de profundas convicciones feministas. Teresa, anteponone al poder de su don, esas visiones marianas, el de la palabra y la razón, necesarios requisitos para sobrevivir en una época de claroscuros. Paz Vega, encarna a una heroína sensual (y sexual) cuya relación con Dios resulta tan ambigua que apenas si resiste el análisis de un corazón puro. Ni el nido de cuervos que refleja ser la curia en la España del barroco ni las ostentosas mujeres de la iglesia (esas monjas con dote y señorío) son capaces de tolerar la proclama de pobreza y carnal expiación que persigue esta Teresa cinematográfica y por extensión histórica.
La Teresa de Jesús, gran literata y mujer sensual que ha moldeado el realizador, puede parecer muy alejada de cierto ideal de Santidad, pero nunca más lejos, ya que su relación con Cristo es la de una sierva priveligiada que imaginó que Dios era su prometido (tal y como expresan los votos). Para la ocasión, Loriga se ha empapado de un personaje que tanto puede equipararse a una revolucionaria de izquierdas como a una glamurosa diva de la escena.
En definitiva estamos ante un largometraje de seductora factura que nunca cae en el gigantismo acostumbrado por estos frescos de época y que mesura su retrato sociopolítico en acorde armonía con el conflicto anímico de la protagonista. Para esta ocasión el guión de Ray Loriga luce en ironía y vitriólico manierismo como no lo hizo, por ejemplo, el confeccionado para El Séptimo Día (2004) de Carlos Saura, errático retrato de una reciente España profunda con tendencia al esnobismo en los diálogos. El libreto para Teresa es enérgico, ácido y cargado de crítica, un ejemplo de ello es la frase puesta en boca del Provincial de Ávila: "Puede que el señor salvase a una ramera, pero las demás siguen sueltas".
Para la ocasión, el autor de Tokyo ya no nos quiere se ha empapado de un personaje que tanto puede equipararse a una revolucionaria de izquierdas como a una glamurosa diva de la escena. La Teresa de Jesús, gran literata y mujer sensual que ha moldeado el realizador, puede parecer muy alejada de cierto ideal de Santidad, pero nunca más lejos, ya que su relación con Cristo es la de una sierva priveligiada que imaginó que Dios era su prometido (tal y como expresan los votos). La mística del filme resulta una condición sin e quanum para revestir al personaje de un carisma que le aleje de las sombras demoníacas de otras mujeres eregidas en tormento del pecado universal, véase la Analisse Michele protagonista de Réquiem o incluso la psicotizada víctima de Stigmata interpretada por Patricia Arquette. El binomio entre el Demonio y Dios rondando la carne de la joven Teresa plantea el debate heregético y permite que Loriga ponga en solfa las incongruencias que ha tenido y que , aún hoy, hereda la iglesia católica.
Salvo algún exceso estético, de exagerada proporción kitsch, la cinta luce con una exquisita labor fotográfica inspirada en las obras de Velázquez, Murillo y otros grandes maestros de la pintura barroca española. Merece en el conjunto destacar el sólido trabajo de los actores de reparto encabezados por Leonor Waltling y una extraordinaria Geraldine Chaplin.
Polémica vaticana al margen, podemos decir que Ray Loriga ha dado en el clavo con su retrato de la Santa intelectual, y es que nada mejor que un realizador que abiertamente admira a Bresson o a Dreyer para meterse en arrozales místicos y hacer justicia a una figura tan irresistiblemente iconoclasta.