publicado el 16 de junio de 2007
La carrera de Terry Gilliam representa mejor que cualquier otra el llamado "cine de autor". Sus problemas para llevar a cabo sus proyectos, sus batallas campales con los productores, su renuncia deliberada y incluso violenta a los patrones más conservadores del cine comercial, y especialmente su particular concepción del medio cinematográfico, totalmente libre y sin ataduras sociales ni morales de ninguna clase, le han llevado a sufrir tanto las iras del público como de la crítica. 'Tideland', su última y más radical propuesta, adapta una novela de Mitch Cullin que parece escrita expresamente para él y supone una nueva vuelta de tuerca a su universo personal, de una contundencia inédita hasta ahora en su obra. Es una película muy difícil, llena de recovecos oscuros, de una incorrección política que hiela la sangre y ataca al espectador, pero al mismo tiempo es –como también lo es buena parte de su filmografía– un canto a la esperanza y al poder de la fantasía y la imaginación.
Pau Roig |
Gilliam no se ha cansado de repetir, desde el polémico estreno mundial del filme en el Festival de Cine de San Sebastián del 2005, que Tideland es una película para gente inteligente; incluso, después de un primer pase de prensa en el qué la sala de proyección quedó poco menos que desierta, no tuvo reparos en calificar a la mayor parte de los críticos asistentes de "estúpidos". No hay que indignarse ni hecharse las manos a la cabeza, Gilliam tiene motivos de sobra para quejarse: su carrera siempre se ha movido por terrenos pantanosos, en una especie de tierra de nadie. Nunca ha alcanzado el estatus de autor imprescindible que ostentan, en mayor o menor medida, cineastas con los que mantiene cierta relación –los casos de David Cronenberg y sobretodo de David Lynch son los más recurrentes– y ha tenido que luchar en mil y una batallas para hacerse un hueco en las pantallas (Tideland se estrena con dos años de retraso), al mismo tiempo que ha que ha aguantado, generalmente con buen humor e ironía, las críticas más furibundas y la incomprensión generalizada.
Gilliam tiene motivos de sobra para quejarse: su carrera siempre se ha movido por terrenos pantanosos, en una especie de tierra de nadie. Nunca ha alcanzado el estatus de autor imprescindible que ostentan, en mayor o menor medida, cineastas con los que mantiene cierta relación y ha tenido que luchar en mil y una batallas para hacerse un hueco en las pantallas
Igual que en el caso de Lynch, sus películas raramente pueden contemplarse con objetividad, situándose en esa borrosa frontera que separa lo sublime de lo ridículo, lo fascinante de lo indignante: o se aman o se detestan, pero no dejan indiferente a nadie. Pero allí donde Lynch fracasaba estrepitosamente con su última realización, Inland empire (Id., 2006), un remedo absurdo de los elementos recurrentes de su filmografía rodado con sus amigos a la manera de interminable vídeo casero, Gilliam sale claramente victorioso. Él sí cree en la verdadera naturaleza fantástica del medio cinematográfico y en el poder de las imágenes para hacernos refexionar, reir, llorar, incluso sufrir, pero sobre todo para pensar, para intuir, para imaginar mundos desconocidos, para mostrar perspectivas inéditas de la realidad. En este punto, la comparación con Lynch resulta mucho menos gratuita de lo que parece a simple vista: si Inland empire se perdía en sí misma con una sucesión de guiños a su creador, incapaz de ir más allá de su condición de refrito petulante y sin sentido, Tideland es un triple salto mortal sin red hacia terrenos muy poco o nada explorados por el cine, tampoco por el cine de su autor, un ejercicio de estilo que propone una auténtica reinvención visual y también moral del universo infantil –nunca antes mostrado con tanta libertad como aquí– y que rechaza de manera brutal cualquier imposición, cualquier norma, cualquier convención.
En una brillante traducción de la primera persona literaria –la película adapta bastante fielmente la novela del mismo título que Mitch Cullin publicó en el año 2000–, Tideland se desarrolla exclusivamente a través de los ojos de la niña que protagoniza la historia, Jeliza-Rose (impresionante Jodelle Ferland), cuya única compañía durante más de la mitad de metraje son cuatro cabezas de Barbie con las que mantiene todo tipo de conversaciones, así como el cadáver de su padre drogadicto, Noah (espléndido Jeff Bridges), que se va descomponiendo poco a poco. Instalada en una destartalada casa en medio del campo y a la manera de una Alicia en el país de las maravillas esquizofrénica y pasada de vueltas, Jeliza-Rose combate su soledad y lo desesperado de su situación –aunque ella no parece sentirse desamparada ni triste– escapando a un mundo de fantasía: el campo de trigo que rodea la casa es un inmenso océano, las luciérnagas tienen nombre, las ardillas hablan, los hombres de barro despiertan al anochecer, las madrigueras de los conejos esconden fascinantes secretos y tesoros ocultos...
En uno de sus paseos conocerá a Dickens (Brendan Flecther), un joven disminuido psíquico con la mente de un niño pequeño que va vestido con un traje de natación y pasa el día escondido en una improvisada cabaña que cree un submarino, mientras sueña con cazar al monstruoso tiburón metálico que surca las cercanas vías del tren. Dickens tiene una hermana, Dell (Janet McTeer), aficionada a la taxidermia y que siempre viste de negro y se oculta tras una malla de apicultor después de que años atrás una abeja le destrozara un ojo. Con un convencimiento absoluto, Gilliam nos sumerge en un mundo que a la vez es mágico y tenebroso, triste y optimista, real y fantasmagórico, absorbente e insoportable, pero lo hace, y de ahí la radicalidad última de su propuesta, intentando en todo momento mantener quizá no una determinada objetividad (tarea imposible) pero sí la perspectiva distorsionada –por decirlo de alguna manera– de sus personajes, recurso que ya había explotado, aunque de manera más titubeante, en Miedo y asco en Las Vegas (Fear and loathing in Las Vegas, 1998). No hay, por lo tanto, en un sentido estricto, ningún elemento sobrenatural ni mágico: Jeliza-Rose no ha tenido una infancia y aún menos una educación normal, y su concepción de la realidad –igual que la de Dickens, nombre que manifiesta directamente otra de las destacadas influencias de la obra de Cullin, la novela Oliver Tiwst (1839) de Charles Dickens– se asemeja a la de un sueño, un sueño surrealista y ratos grotesco, pero nunca a la de una pesadilla. A su manera Jeliza-Rose y Dickens son felices y viven en absoluta libertad en un mundo que no los ha tratado nada bien pero hacia el que aparentemente no sienten ningún rencor, no son esclavos de los vicios y los prejuicios de los adultos, cuyo papel, como casi siempre en el mundo de Gilliam, es más que discutible: Dell, sin ir más lejos, vive presa de los recuerdos de un antiguo amor de adolescencia (precisamente Noah, el padre de Jeliza-Rose) así como por la sombra de su difunta madre, a quién mantiene disecada en la habitación de su casa, convertida a la vez en una suerte de santuario, un guiño irónico al clásico de Alfred Hitchcock Psicosis (Psycho, 1960). Más que cualquier otra cosa, los personajes de Tideland anhelan tener una familia, estar unidos contra la adversidad y ser felices, aunque el mundo –el mundo de los adultos, para ser más concretos– se obstina en impedirlo. La indiferencia de los mayores hacia los niños, también la insatisfacción de las relaciones entre padres e hijos, así cómo la visión trágica de la edad adulta como una pérdida de la capacidad de soñar son constantes ineludibles en la obra de Gilliam, y en este sentido el paralelismo con las dificultades que ha tenido y tiene para desarrollar la mayor parte de sus proyectos es más que evidente.
Con un convencimiento absoluto, Gilliam nos sumerge en un mundo que a la vez es mágico y tenebroso, triste y optimista, real y fantasmagórico, absorbente e insoportable, pero lo hace, y de ahí la radicalidad última de su propuesta, intentando en todo momento mantener quizá no una determinada objetividad (tarea imposible) pero sí la perspectiva distorsionada de sus personajes
El director, que se inspiró en la obra del pintor realista Andrew Wyeth (nacido en 1917) para visualizar determinados pasajes de la novela de Cullin, quizá abusa de recursos como los planos inclinados y las falsas perspectivas, pero la puesta en escena del director, tachada casi siempre de barroca y arbitraria, está en Tideland, quizá más que en ninguna de sus realizaciones, al servicio de la historia narrada y resulta indispensable para la consecución de la atmósfera entre alucinada y surrealista que tiene el filme en sus mejores momentos, con la contraposición brutal y constante, casi agobiante, entre los cargados y opresivos interiores tanto de la casa de Jeliza-Rose como de la mansión dónde viven Dickens y Dell y los exteriores luminosos y abiertos, como esos prados amarillentos, otoñales, que parecen no tener fin.
El director no juzga en ningún momento ninguna de las actitudes ni de las situaciones planteadas, se limita a ilustrarlas con vehemencia y sentido del riesgo, es decir, se sumerge por completo, casi a ciegas, en lo que está narrando guiado sólo por su intuición: en este contexto, que algunas escenas de Tideland hayan sido calificadas de moralmente reprobables (como el momento en qué Jeliza-Rose prepara la jeringuilla con el chute que acabará con la vida de su padre), no deja de resultar absurdo, incluso hipócrita. La escena, como muchas otras del filme, obedece perfectamente a la concepción distorsionada del mundo que tienen los personajes –es este caso concreto, Jeliza-Rose se limita a hacer lo que sus enloquecidos padres le han enseñado– y sin ellas la película no sería la misma. Otra escena clave es la del embalsamamiento de Noah que realiza Dell, totalmente alejada de cualquier tentación escatológica o truculenta: el personaje que interpreta Jeff Bridges es el padre, el marido, pieza angular y decisiva para conformar una familia, la familia que Jeliza-Rose, Dickens y Dell nunca han tenido.
Las imágenes de Tideland resultan perturbadoras e incómodas porque eso es lo que pretenden, pero nunca se revelan efectistas o vacías. A sus casi setenta años de edad, Gilliam sigue destruyendo convenciones e ideas preconcebidas, explorando nuevos caminos narrativos y dramáticos: a diferencia de otras películas suyas, por ejemplo Las aventuras del Barón Munchausen (The adventures of Baron Munchausen, 1988), el tono es esta vez más oscuro, igual que más oscura es cada vez la realidad que nos rodea, pero en ningún momento pesimista. El explosivo final, cuando Dickens consigue finalmente derrotar al tiburón de acero con una carga de dinamita que ha robado de una explotación minera cercana, es uno de los más contundentes alegatos a favor de la ilusión y del poder y la fuerza de la fantasía y la imaginación, a la vez que un brutal alegato en contra del gris y casi siempre perturbado mundo adulto del cuál Gilliam, con más o menos fortuna, siempre ha intentado escapar.
El explosivo final es uno de los más contundentes alegatos a favor de la ilusión y del poder y la fuerza de la fantasía y la imaginación, a la vez que un brutal alegato en contra del gris y casi siempre perturbado mundo adulto del cuál Gilliam, con más o menos fortuna, siempre ha intentado escapar.
Quizá los más acérrimos seguidores del cineasta, como ocurre con los fans de Lynch, preferirían que el autor de Brazil (Brazil, 1985) o Doce monos (Twelve monkeys, 1995) siguiera haciendo lo de siempre, aunque sea a medias o a trompicones, como ocurrió con su película inmediatamente anterior, El secreto de los hermanos Grimm (Brothers Grimm, 2005), que fue montada (y amputada) por sus productores, los temibles Harvey y Bob Weinstein. Gilliam aprovechó precisamente un paro de seis meses en el rodaje de este filme, parece ser que provocado por sus continuas peleas con los hermanos Weinstein, para rodar Tideland, y este hecho se nota, y mucho, en los resultados finales. Tideland es la primera película totalmente personal del antiguo miembro de los Monty-Phyton desde Miedo y asco en Las Vegas, el primer proyecto –en este caso de bajo presupuesto y sin prácticamente efectos especiales ni visuales de ninguna clase– que el director ha podido controlar en su integridad en prácticamente diez años.
Gilliam bromeaba en la rueda de prensa de Barcelona que lo mejor de la película era que había servido para que dejara de pegar a su mujer, al mismo tiempo que defendía Tideland como una de sus mejores y más personales realizaciones. Y no le faltan razones: el tiempo dirá ahora qué rumbo toma su filmografía, pero esta película permanecerá, más allá de su irregularidad y de un metraje quizá excesivamente dilatado, como un triunfal acto de superación personal, como una bofetada en la cara de una industria cada vez más idiotizada y políticamente correcta.