publicado el 5 de febrero de 2013
El cine británico de 1940, aún poco y mal conocido, apenas mostró interés por el horror, aunque la alargada sombra de una de sus escasas e imprescindibles aportaciones al género –Al morir la noche (Dead of night, AA.VV., 1945)– ha acabado relegando a un segundo o tercer plano producciones independientes que merecían mejor suerte. Es el caso quizá no de la (demasiado) modesta The night comes too soon (estrenada en Estados Unidos como The ghost of Rashmon hall, Denis Kavanagh, 1947) pero sí de The monkey’s paw (Norman Lee, 1948), basada en el conocido cuento de W. W. Jacobs, y, sobretodo de The fall of the house of Usher, virulenta adaptación del relato “La caída de la casa Usher” de Edgar Allan Poe. El filme de Ivan Barnett, por ni no fuera poco, se ha visto lastrado en exceso por el peso tanto de su versión inmediatamente anterior –El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928)– como de su principal adaptación posterior, La caída de la casa Usher (House of Usher, Roger Corman, 1960).
Pau Roig |
Ópera prima de un cineasta ignoto del que prácticamente nunca se volvería a saber nada más [1], la película adapta muy libremente durante la primera mitad el original literario de Poe para después ceñirse esforzadamente no tanto a su desarrollo como, sobretodo, a su arrebatada, alucinada atmósfera de decadencia, horror y muerte. Los notables cambios introducidos en el original literario, en todo caso, resultan menos decisivos e incluso menos exagerados que los realizados por Jean Epstein –preludio de una disputa con el guionista y ayudante de dirección de su filme, Luis Buñuel, que motivaría su salida del proyecto– y por Corman a partir del guión del escritor Richard Matheson. El narrador de “La caída de la casa Usher” es un amigo de la infancia del último varón de la familia del título, que llega a su ancestral mansión respondiendo a una carta que “por su tono exasperadamente apremiante no admitía otra respuesta que la presencia personal”. Hay referencias vagas a una enfermedad física aguda y también a cierto desorden mental aunque, más que en el propio Roderick Usher, el protagonismo del relato recae en la propia casa, que provoca en el narrador una catarata de negros sentimientos y oscuras premoniciones: “Miré el escenario que tenía delante –la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados– con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime” [2]. Poe en ningún momento explicita la naturaleza de la aflicción, trasunto de un Mal innombrable / irrepresentable, que se cierne sobre la casa Usher y sus dos últimos habitantes –Roderick y su hermana Madeleine, cuya presencia en el texto es meramente anecdótica hasta el desenlace–, corrompidos por un entorno fatal y destinados a perecer tristemente entre sus viejas paredes; el escritor de Boston deja que los espectadores saquen sus propias conclusiones y, más allá, que imaginen lo sucedido, que visualicen en su mente aquello que el narrador, quizá por desconocimiento, no explica en las poco más de veinte páginas del relato. Esta ambigüedad de alguna forma irresoluble es visualizada de forma brillante por Barnett en un breve prólogo y un epílogo más breve todavía que transcurren en la época contemporánea: están protagonizados por un grupo de hombres de acomodada posición social que regentan el selecto club Gresham; en plena discusión acerca del miedo y el horror, y defendiendo a Poe como su principal maestro literario, uno de ellos leerá en voz alta “La caída de la casa Usher” al resto: el universo tétrico del escritor irrumpe así de forma violenta en la confortable realidad de los presentes y también en la de los espectadores de la ficción; el epílogo juega en cambio el papel contrario, de retorno a un presente (mucho más) afable y luminoso, poniendo de manifiesto, además, la imposibilidad de conocer más detalles –y en el fondo de obtener respuestas definitivas, inequívocas– acerca los horrores que acabamos de presenciar.
Obviando absurdamente las veladas referencias incestuosas del cuento, Epstein convirtió a los hermanos en marido y mujer, añadiendo a la acción ideas y elementos de otros relatos del escritor estadounidense –principalmente “El retrato oval”, pero también de “Morella” y “Ligeia”–, traicionando definitivamente su espíritu con un ridículo final feliz que, pese a todo, no empaña los logros visuales y de puesta en escena del conjunto. Corman y Matheson, por su parte, convertirían en protagonista a un personaje inexistente en el relato (y que ejerce a su vez de narrador de la ficción), Philip Winthrop (Mark Damon), un joven que viaja hasta la mansión para reclamar la mano de su prometida Madeleine (Myrna Fahey) ante la oposición de su hermano Roderick (genial Vincent Price), que alega que la joven padece una misteriosa y terrible enfermedad contra la que no se puede hacer nada. Otras versiones posteriores explicitarán de otras maneras el origen e incluso la naturaleza del Mal, en mayúsculas, que anida en lo más profundo de la casa Usher, de las prácticas satánicas de sus antiguos inquilinos de la acartonada versión televisiva firmada en 1982 por James L. Conway a la depravación del propio Roderick, interpretado por Oliver Reed y obsesionado en utilizar a la prometida de su sobrino para procrear su estirpe maldita en la penosa House of Usher (Alan Birkinshaw, 1989); incluso el director español Jesús Franco se aproximaría libremente a la historia en una producción de serie Z que convertía al patriarca de la familia en un médico enloquecido (Howard Vernon) que, en inane trasunto de uno de sus mejores filmes, Gritos en la noche (1961), asesina mujeres jóvenes para intentar salvar a su hija enferma. Sin traicionar en ningún momento el espíritu y la atmósfera del cuento de Poe y subrayando notablemente su nivel de truculencia, Barnett y los guionistas Dorothy Catt y Kenneth Thompson muestran de entrada la naturaleza sobrenatural que se cierne no tanto sobre la casa como sobre sus habitantes: se trata de una terrible maldición relacionada con el asesinato del amante de la madre de sus últimos descendientes a manos del marido, que disponía debajo de un templo cercano a la casa de una equipada sala de torturas en la que dar rienda suelta a sus más bajas pulsiones; la contraposición entre la belleza del pequeño edificio circular, situado en medio de una zona pantanosa de difícil acceso pero de apariencia hasta cierto punto bucólica, y la monstruosidad que se oculta(ba) debajo de sus paredes no puede ser más descarnada, más brutal. Todos los miembros de la familia nacidos con posterioridad a tan terribles hechos han fallecido antes de cumplir los treinta años, como explica casi al principio del metraje el Dr. Cordwall (Vernon Charles) a Roderick (Kay Tendeter); sólo hay una manera de poner fin a la maldición: debe quemarse la cabeza del asesino, depositada en la sala de torturas en una urna que más bien parece un altar maldito y custodiada por la matriarca de la familia, enloquecida por la muerte del amor de su vida. Convertida en una especie de alma en pena, en la cadavérica caricatura de un ser humano, la desgraciada anciana vaga por los espesos bosques que rodean la mansión y se mueve por el interior de la casa a través de pasadizos misteriosas y puertas secretas que sólo ella conoce con un solo objetivo: destruir de una vez por todas la estirpe maldita que provocó su desgracia. Pese a tan virulento, incluso delirante punto de partida, los principales ingredientes del cuento están presentes a lo largo de un metraje que apenas supera los sesenta minutos de duración: el miedo a la locura y a la muerte, las sombras pesadas de un pasado terrible que engullen un presente sin futuro, la decadencia y la corrupción, la debilidad humana… La primera parte de The fall of the house of Usher, la que menos relación mantiene con el texto en el que se basa, concluye con el intento fallido de Roderick y el médico para poner fin a la maldición, un fracaso poco menos que estrepitoso y visualizado de forma un tanto precipitada que provocará la muerte de un amigo de la familia (Richard: Tony Powell-Bristow), despertando de paso las sospechas de Madeleine (Gwen Watford). A partir de este momento, el filme rara vez se aleja del interior y los alrededores de la mansión, dejando de forma un tanto abrupta el seguimiento de los acontecimientos narrados hasta entonces para ahondar primero en los intentos de Madeleine para poner fin a la maldición a escondidas de su hermano (su única incursión en solitario en el templo durante una noche estará a punto de costarle la vida) y, después, de forma más vehemente, en el descenso de Roderick hacia la locura [3]. Las sombras y la oscuridad inherentes al relato se acentúan mediante una fotografía contrastada y construida a partir de la violenta lucha de luces y sombras –incluso hay una cita textual de Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922) en el plano de la sombra de la madre proyectado en la pared una escalera– y con una utilización expresiva, que no expresionista, de los primeros planos y de unos escenarios sumidos de forma permanente en una penumbra incierta. Barnett no renuncia a los movimientos de cámara ni a efectos ópticos, aunque despoja la puesta en escena de cualquier ornamento estilístico en busca de una desnudez visual que beneficia la consecución del clima asfixiante y opresivo que requería la historia; a diferencia de Epstein, además, recurre a puntuales golpes de efecto de gran eficacia terrorífica (el plano de la cabeza del asesino, sobreimpresionada sobre los árboles contiguos al templo durante la huida de Madeleine de las garras de su madre).
La relación si no incestuosa sí enfermiza entre los dos hermanos se sustituye “por el pánico atroz que siente Roderick hacia su condenación” [4], una idea original e incluso bastante radical pero absurdamente menospreciada en adaptaciones posteriores: el último barón Usher ya no encuentra la paz entre sus libros ni en la música, ni siquiera en la compañía de un viejo amigo de la infancia que se ha instalado en la mansión para tratar de aliviar el dolor de su alma –Jonathan (Irving Steen)–; presa de un miedo irrefrenable que no le deja vivir, no dudará en envenenar a su hermana con un vaso de leche en una escena inspirada en uno de los momentos más recordados de Sospecha (Suspicion, Alfred Hitchcock, 1941) Dada la fragilidad de Madeleine y el tormento de los cada vez más acuciantes “desórdenes mentales” de Roderick, la idea del asesinato como una suerte de liberación otorga al cuento original un plus de perversión que probablemente no hubiera desagradado al genio bostoniano. Tras la muerte de Madeleine, visualizada a través de un tenso flashback narrado por Roderick, los días del último descendiente de la familia Usher están contados. Igual que había hecho durante la primera mitad del metraje al explicitar la maldición que pesa sobre la él, Barnett prescinde aquí también de la menor ambigüedad: la hermana desaparecida no regresará del más allá ni, como ocurría en el cuento, conseguirá salir de su ataúd días después de su entierro al haber sido dada por muerta tras sufrir un ataque cataléptico (aquí no hay ninguna duda respecto a su muerte). Madeleine resucitará sólo en la mente de su atormentado hermano, una “resurrección” mostrada y subrayada por bruscos pero sugerentes montajes paralelos y de inquietantes sobreimpresiones durante la recreación del momento culminante del cuento, la lectura en voz alta que hace Jonathan de la obra “Mad Trist” de sir Launcelot Canning –invención del propio Poe– durante una noche de fuerte tormenta. Armado con la pistola con la que ha puesto fin a la vida del Dr. Cordwall en un ataque de pánico (el personaje del médico, más o menos molesto dependiendo del momento, aparece y desaparece del relato de forma descuidada), Roderick intentará escapar de las garras de su culpa y de sus remordimientos, de la atroz proyección de su propia alma atormentada. Atrapado finalmente en la azotea y bajo una intensa lluvia, el último de los Usher caerá al vacío, justo en el instante en el que la imagen de Madeleine se desvanece; mudo testigo de toda la escena, la madre, la muerta viviente, reaparece por última vez: la estirpe condenada ha desaparecido para siempre de la faz de la Tierra. Segundos después, un oportuno rayo incendiará la mansión, que se derrumbará inexorablemente ante la mirada aterrorizada de Jonathan.