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publicado el 22 de julio de 2007

El súcubo despechado

Si bien siempre se cita a Mario Bava o a Riccardo Freda como máximos exponentes del horror gótico all´italiana –especialmente si nos situamos en la edad de oro del género, la década de 1960)-, no menos importantes, dada la complejidad y magnitud de su legado cinematográfico, son realizadores como Georgio Ferroni, Renato Polselli, Sergio Corbucci, Mario Caiano o Antonio Margheriti [1]. Este último resulta particularmente interesante, además de por el sorprendente eclecticismo de su obra, en particular, por la elegancia de algunos de sus primeros trabajos: frescos de sobria maestría en los que el claroscuro se adivina imprescindible acicate psicológico.

Lluís Rueda | La puesta en escena en el ideario margheritiano (particularmente en aquel que asiste a su maravilloso tríptico conformado por El justiciero Rojo (La vergine di Norimberga, 1963), Danza macabra (1964) e I lunghi capelli della morte (1965) se compone de una inteligente mezcla de efectismo y sensual evocación; efectismo por una milimétrica planificación del encuadre que nos remite al primer plano o la composición comedida cuando el set no permite grandes alardes técnicos, y sensual evocación por la capacidad para dibujar complejos estadios anímicos a partir de la luz (y la oscuridad) y la profundidad de campo. El ritmo elegante, sujeto a un intuitivo montaje de indiscutible pedigrí clasicista [2], que el cine de Antonio Margheriti aportó en la década de 1960 se revela en el espectador como un paradigmático catalizador del deseo, la culpa y la debilidad del ser humano. Si a ello sumamos su innegable talento para subrayar los aspectos más libidinosos del relato de horror fílmico, esos diálogos tan desaforados que preceden a situaciones de lo más grotescas, hallamos una perfecta combinación entre la paroxística opereta macabra con la que nos seduce el más carnal Mario Bava y los postulados más "asépticos" y ortodoxos del horror británico (Terence Fisher, John Gilling o Seth Holt).

La influencia anglosajona en la carrera de Antonio Margheriti (1930-2002), que trabajó en sus inicios en muchos filmes para la televisión norteamericana (concretamente en westerns y cintas de ciencia ficción) fue capital, hecho que le llevó a firmar durante casi toda su carrera bajo el seudónimo Anthony M. Dawson. Debido a su desvergonzada tendencia a el reciclaje y a su enorme capacidad de trabajo algunos han llegado a compararle con Roger Corman (caso del crítico Juan Antonio Molina Foix) y, sin duda, sus carreras tienen un cierto paralelismo, ya que el simpar realizador y productor norteamericano también daría lo mejor de sí mismo como realizador en las texturas bien particulares del cine de horror gótico de los años sesenta (asistido por la aportación inestimable de Richard Matheson en los guiones) para más tarde alinearse con los más decadentes y psicotrónicos postulados cinematográficos que en el cine de serie B se recuerdan. Desde luego cabe apuntar que en esos míticos filmes que Corman relizó inspirándose en la imaginería de Edgar Allan Poe los guiones del escritor Richard Matheson, de nuevo, son de capital importancia.

Huelga decir que al menos, en el caso de las cintas de Margheriti, siempre se perfiló un buen ritmo cinematográfico y un sentido de la dignidad en la puesta en escena muy de agradecer, tanto en filmes de aventuras fantásticas como Yor, el cazador que vino del futuro, como en producciones modestísimas como Alien degli abisi (exploit de Leviatán, a su vez exploit inconfeso de Abyss).

En el currículum de Margheriti hallamos peplums como Ursus contra el terror de los Kirghisi (Ursus, il terrore dei kirghisi, 1964), giallos estimables como Crimen en la residencia (Nude si moure, 1968), reformulaciones de filmes catastrofistas norteamericanos del orden de Tornado (1983), road movies bastardas de la talla de Car Crash (1980), terroríficas space operas como I diafanoidi vengono da Marte (1966) –valga decir que el romano fue el primer realizador en realizar una pieza de ciencia ficción en el territorio Italiano, SpaceMen- o spaghetti westerns metagenéricos como la singular Blood Money, aquí bautizada con el sorprendente nombre de El kárate, el colt y el inocente (Là dove non batte il sole, 1974), co-producción italo- hongkonesa en la que participó la mítica productora de cine de artes marciales 'Shaw Brothers' que, a su vez, impuso a su estrella Lio Lieh en un reparto en el que también cabe destacar la presencia del gran Lee Van Cleef. Eso por no citar mosaicos filmes de caníbales como Apocalipsis caníbal (Apocalypse domani, 1980) o incursiones en la parcela del cine erótico tales como Las mil y una noche eróticas de Ali Manum (Finalmente… le mille i una notte, 1972). Acaso, dejando a un lado sus tres elegantes filmes de horror gótico de la década de 1960, donde más brilló el talento de Margheriti fue en el western, género en el que destacan Joko invoca a Dio… e muori (1968) y Hijos de Caín (E Dio disse a Caino, 1969), filmes fronterizos cargados de una interesante atmósfera expresionista.


Volviendo a la parcela del terror transalpino marcadamente gótico o goticista, inspirado en la esencia misma de la edad de oro de la literatura de horror (Bran Stoker, Sheridan Le Fanu , Edgar Allan Poe...), cabe recordar que como fenómeno cinematográfico la explosión del horror sugerido se produjo al unísono en Italia y en el territorio anglosajón: en Gran Bretaña de la mano de Hammer Films y en Norteamérica de UIP (toda una fiebre transoceánica que dejaría para el cine un buen puñado de obras maestras). En esa tesitura, la aportación de Margheriti se situó en unas cuotas de trasgresión y amoralidad que influirían notablemente en la reformulación del horror modalidad ‘salto de cama’, también denominado goticismo de ‘escote y tocador’ que en el caso del Reino Unido se implantaría con desvergüenza casi una década más tarde. Sería la productora británica Hammer Films la que más réditos sacaría de esa tendencia al destape en un postrer intento por revivir de sus cenizas a principios la década de 1970 (son ejemplos The Vampire Lovers o Twins of Evil), piezas de vampirismo soft que guardan gran paralelismo con las aportaciones libidinosas de Danza Macabra o su secuela en color y formato wide screen La horrible noche del baile de los muertos (Nella stretta morsa del ragno, 1971) [3].

Antonio Margheriti es, sin duda, conocido por los amantes del horror sofisticado y los arquetipos más iconográficos del fantástico ambientado en centrouropa (aquel que hacen hincapié en los castillos, aparecidos y venganzas de ultratumba) especialmente gracias al ya citado tríptico conformado por Danza macabra, El justiciero rojo e I lunghi capelli della morte –filme que nos asiste y que a continuación comentaremos-, pero lejos de su perfil más folletinesco y grandilocuente, el realizador atesora una carrera que en ocasiones parece diseñada a trompicones: se hace difícil establecer en su obra una unidad de estilo propia, un denominador común que le conceda un continuidad discusiva, un carácter personal (algo que el crítico o el historiador ansía en su siempre obsesiva voluntad de conceder autorías). Su obra dilatada, ingente e irregular, engloba gran diversidad de géneros, subgéneros y piezas de reciclaje – no en vano algunas de sus famosas cintas exploit funcionaron incluso mejor que los originales norteamericanos-, en cambio, en oposición a la carrera cinematográfica de Mario Bava o de Riccardo Freda no se aprecia una evolución estilística, quizá cierto conformismo escudado en su condición de artesano, aspecto que le sitúa por deméritos a la altura de denostados realizadores como Joe D´Amato, Rugero Deodatto o Bruno Mattei. Por otro lado, en ese grueso de cine de consumo rápido uno halla pequeños oasis creativos, desde luego, aunque siempre a años luz de sus mejores logro cinematográficos,Danza Macabra e I lunghi capelli della morte.

Este último filme, rodado en un exquisito blanco y negro y protoganizado por la carismática Barbara Steele incide en un tema muy del gusto de Margheriti: el de las mujeres que regresan de la tumba para consumar una venganza contra uno o varios hombres que las han vilipendiado y/o asesinado en vida.

Este último filme, rodado en un exquisito blanco y negro y protoganizado por la carismática Barbara Steele incide en un tema muy del gusto de Margheriti: el de las mujeres que regresan de la tumba para consumar una venganza contra uno o varios hombres que las han vilipendiado y/o asesinado en vida. La cinta de enorme belleza plástica a pesar de su presupuesto escaso, aprovecha con determinación la arquitectura laberíntica del interior de un viejo castillo sirviéndose de una adecuada secuenciación de estancias (escenarios) en las que el realizador ramifica convenientemente falsa pistas, tramas y subtramas. De cualquier modo, hay una intención manifiesta de huir de la teatralización, del plano estático o del plano contraplano, los argumentos fílmicos de I lunghi capelli della morte se basan en un montaje ágil, unos encuadres preciosistas y una voluntad expresa por revestir el plano de cierta progresión en tanto unidad, bien sea a través de inteligentes picados o de composiciones en la que la opción puntual del travelling resulta a nuestros ojos tenue y casi inapreciable.

En otro orden de cosas, el director romano gusta de cierta trasgresión espacio-temporal y acostumbra a alumbrar escenas en que conviven fantasmas, vivos, o bien estos últimos convertidos en apariciones que retornan desde el futuro; estos entes de los que en ocasiones desconocemos la naturaleza se incorporan a la trama con sorprendente facilidad. Tal es el caso del personaje interpretado por la arrebatadora Barbara Steele [4] en un doble papel que conjuga la esencia misma de dos de sus más recordadas actuaciones, la de la manipuladora viuda de Lo spettro(1963) de Riccardo Freda y la dual encarnación bruja-bella dama victoriana en la portentosa La mascara del Demonio (La Maschera del demonio, 1960) de Mario Bava; su personaje en el filme de Margheriti es una descarnada hembra de larga melena negra que casa a la perfección con ese título tan poético y evocador.

El filme muestra un pulso envidiable desde sus primeros minutos, la secuencia de la quema de una bruja a manos del abad y el noble –los poderes fácticos- de un feudo de la Europa central del siglo XVII resulta espeluznante. El proceso de purificación de la inocente, aferrada a la cruz con doloroso ahínco, está planificado como un maquiavélico calvario en que la víctima ha de recorrer un laberinto de fuego hasta alcanzar la salvación de su alma. La cruz, el elemento simbólico sacro por naturaleza, tan poderoso e intimidatorio, sirve al realizador para componer un sugestivo encadenado en el que ese altar del dolor, ya ceniciento y desolado, es el escenario en que, a posteriori, la hija de la ajusticiada (Barbara Steele) jura venganza eterna. El colofón de la secuencia es portentoso gracias al poder sugestivo de la plástica del plano y al rostro desencajado de la actriz. Ese comienzo, que se diría gestado por el mejor Mario Bava, da paso a un folletinesco juego de apariencias ribeteado por ciertas secuencias ominosas como la de la tormenta agitándose rabiosa contra un sepulcro que se resquebraja. La acción, que acaso sufre un saturación de diálogos, toma su mejor pulso y adopta un ritmo menos teatral, más cinematográfico, cuando se traslada de escenario y recae en las catacumbas del sudario del castillo, en ese marco la narración se envenena de decadentismo y morbosidad para disfrute del espectador afín. No debemos pasar por alto que la cinta arrastra ciertas lagunas narrativas y una tendencia a la reiteración que pone ciertas trabas a la fluidez del conjunto pero, sin embargo, la imposición de la plástica de la atmósfera en el conjunto la convierte en toda una experiencia telúrica. En el apartado femenino cabe citar la presencia inquietante de la hipnótica Halina Zalewsda y de un sobreactuado George Ardisson en el papel de príncipe malcriado y altanero. En este último apartado, no deja de tener su enjundia, y esto es aplicable a otros títulos de la obra de Margheriti, que muchos de su protagonistas masculinos luzcan porte y modales de auténtico gañán y hagan uso exacerbado de cierto primitivismo; los hombres en sus filmes más representativos no presentan ni un ápice de ambigüedad sexual, si en cambio las hembras, heroínas malditas que nutren estas ghost stories, criaturas ‘fatales’ y carnales que no hacen ascos a un roce lésbico y soportan las violaciones con un estoicismo casi religioso.

En el recetario margheritiano para la mujer, no hay lugar para la dicha o la felicidad, su sitio en el mundo es tan etéreo en vida como más allá de ella y siempre se nos presenta como un alma condenada en busca de redención

La cotidianidad en el marco histórico –algo difuso pues podría remitirnos tranquilamente al medioevo- que dibuja el realizador romano en su tétrica fábula nos muestra un enclave duro y peligroso para la dama virginal. En el recetario margheritiano para la mujer, no hay lugar para la dicha o la felicidad, su sitio en el mundo es tan etéreo en vida como más allá de ella y siempre se nos presenta como un alma condenada en busca de redención. Diluido el pertinente entramado thrillesco, y con ya los roles claros de quien es el fantasma, quién el condenado y quien la beneficiaria del entuerto, el filme se adentra en un tramo final brillante y sorprendente en que el realizador utiliza la imagen de un demonio de madera y paja para apuntillar su historia. Excelente golpe de efecto en el que como espectadores participamos a una suerte de deificación del solsticio de verano. El máximo exponente simbólico del pecado y la enfermedad, el diablo, arde en el filme purificando los hechos expuestos en armonía con la eradicación de la peste negra que asediaba a los habitantes del siniestro feudo durante un buen tramo de la cinta.

Sin querer entrar en agravios comparativos, cabe pensar que uno de los filmes que se asoman de rondón por Il lunghi capelli della morte, acaso como indisimulada influencia, es La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, 1964), aspecto que refuerza los paralelismos del autor de Danza Macabra y el realizador Roger Corman expuestos al inicio de este texto. La similitud es asombrosamente reveladora en las circunstancias de la trama, con un puñado de nobles encerrados a cal y canto tras las almenas de piedra mientras la enfermedad va diezmando un número sustancial de campesinos; detalle diegético bien resuelto por el realizador a través del espeluznante plano de un moribundo aferrándose como un gusano a las escalinatas del fortín. Sin embargo, mi impresión es que esta fábula con tintes medievales anda más cerca en propósitos narrativos y estilísticos de la seminal La máscara del demonio que de cualquier otro filme de culto de ese rico legado cinematográfico que nos dejó el arrebatado cine de horror de la década de 1960.

Sin duda Il lunghi capelli della morte, es un buen filme para acercarse por vez primera a Antonio Margheriti y, desde luego, muy representativo de la finezza con que estos pioneros del horror revolucionaron el género. La frescura de la reescritura all´italiana posee un innegable atractivo para el espectador vivaz, por otro lado, si nos atenemos al discurso amoral, desinhibido, que recorre la medular de estas modestas obras cinematográficas el estímulo es, si cabe, aún mayor.

  • [1]. Es obvio que en la enumeración de estos ilustres del horror transalpino se hecha a faltar el nombre Lucio Fulci (aunque habrían más ausencias), pero en mi opinión su aportación al horror gótico entendido como un subgénero que se atiene a unas pautas estilísticas y narrativas muy determinadas no es un terreno afín al grueso de la obra del maestro del horror vitriólico. Su aportación al giallo, al cine de zombis, incluso al western i al terror no marcadamente gótico (por su ambientación contemporánea y, desde luego, por sus geniales estridencias narrativas y visuales) a mi entender son más determinantes. Con todo el realizador cuenta en su obra con pasajes de época tan estimables como el flash back del emparedamiento en El más allá (E tu vivrai nel terrore - L'aldilà, 1981).

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  • [2]. Antonio Margheriti es un realizador de formación clásica que comenzó su carrera como ayudante de trucajes y efectos especiales en 1950: Años más tarde escribiría sus primeros guiones para Classe di ferro (1957) de Turi Vasile y Solitudine (1960) de Renato Polselli. En su formación siempre cita como uno de sus referentes a Sergi M. Eisenstein, director del cual aseguró haber visto Acorazado Potemkin (1925) en un centenar de ocasiones. Margheriti fue un consumidor compulsivo de películas, un auténtico cinéfilo.

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  • [3]. Secuela rodada por el mismo Margheriti que cuenta en su reparto con Klaus Kinski interpretando a Edgar Allan Poe. El filme, a pesar de mostrar aspectos interesantes, acaba resultando ramplón y reiterativo, acaso por que su misma esencia, de indudable elegancia, no casa con la gratuita utilización del zoom in o la fijación por los grandes angulares. Sin duda el viejo palacete de Providence (en la ficción) no era el mejor escenario para sostener una plasmación del terror psíquico tan agresiva y marcial en su composición artística.

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  • [4]. En contra de lo que nos gusta pensar a aquellos que nos reconocemos como legiones de seguidores del mito, Antonio Margheriti sostiene en una entrevista publicada en el libro “Spaghetti Nightmares” que Barbara Steele todo y ser una actriz de talento carecía de naturalidad. Según el realizador, para sacar lo mejor de sí misma necesitaba constantes indicaciones.

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