publicado el 1 de febrero de 2004
Juan Carlos Matilla | Casa de arena y niebla (House of Sand and Fog, 2003), ópera prima del director estadounidense de origen ruso Vadim Perelman, es una excelente propuesta dramática que, contra todo pronóstico, supone una de las primeras sorpresas positivas del año. Filme sobrio, emotivo y sugerente, cuenta con las magníficas interpretaciones de Ben Kingsley, Jennifer Connelly y Shoreh Aghdashloo quienes protagonizan una terrible tragedia sobre un grupo de seres desasistidos que se disputan la posesión de una casa.
El melodrama y el cine de terror son géneros hermanos. Ambos analizan desde posturas quizás antagonistas pero siempre convergentes, los impulsos más básicos e íntimos del ser humano. Los dos son estilizados ejercicios narrativos que exploran la naturaleza conflictiva del individuo que se debate entre lo sublime y lo monstruoso. Numerosos filmes terroríficos contienen elementos genuinamente melodramáticos (como Psicosis, La máscara del demonio o Suspense), y un buen número de melodramas se nutren de motivos terroríficos y fantásticos (como las luces espectrales de los filmes de Douglas Sirk o las ambientaciones góticas de joyas como Rebeca o El jorobabo de Notre Dame). Casa de arena y niebla es una nueva muestra de la comunión entre ambos estilos ya que en ella confluyen pasiones al límite con un tratamiento visual cercano al trhiller más angustioso y claustrofóbico. Esta unión se revela con toda su intensidad en el hermoso y tétrico plano final, en el que el personaje encarnado por J. Connelly queda sumido en la oscuridad más absoluta, ya que tras la tragedia lo único que permanece es el abismo.
La cinta de Parelman resulta brillante desde el punto de vista formal (aunque se le puede acusar de cierto efectismo en algunas secuencias) y narrativo (aunque imagino que gran parte de los hallazgos en este ámbito se deben a la novela de Andre Dubus). La belleza de ciertas escenas es claramente sobrenatural como los inquietantes planos nocturnos de la casa, llenos de brumas y sombras, y la soberbia secuencia de la sala quirúrgica en la que se muestra el cadáver de uno de los personajes malogrados (cuya identidad no desvelaremos) tapado por una inmaculada sábana manchada con la sangre de la víctima. En resumen, una obra que ofrece una gran intensidad emotiva al servicio de una narración firme y equilibrada. No se la pierda.