publicado el 26 de diciembre de 2007
En plena decadencia de su ciclo terrorífico, la compañía Universal se propuso relanzar sus finanzas con un remake de uno de los mayores éxitos de su historia, El fantasma de la ópera (The phantom of the opera, Rupert Julian, 1925) y adaptó de nuevo la novela homónima de Gaston Leroux, depurándola escrupulosamente tanto de su atmósfera fantasmagórica, nunca mejor dicho, como de sus elementos más terroríficos. Pese a obtener una notable repercusión comercial, la nueva versión se saldó con unos muy pobres resultados artísticos y puede analizarse –como la práctica totalidad de las adaptaciones de la obra de Leroux– como una triste sombra del filme que pudo ser y no fue, poca cosa más que un insípido y torpe (pseudo)musical con abundantes dosis de humor almibarado disfrazado de producción terrorífica de primera línea.
Pau Roig | Ecos del pasado
El fantasma de la ópera (The phantom of the opera, Rupert Julian, 1925) supuso, junto con El jorobado de Nuestra Señora de París (The hunchback of Notre Dame, Wallace Worsley, 1923), el mayor éxito de la producción muda de la compañía Universal. Su máximo dirigente, Carl Laemmle Jr., decidió incluso reestrenarla en 1930 en una versión sonora para la cuál se llegó a rodar de nuevo hasta el cuarenta por ciento de su metraje con sonido sincronizado pero en la que su principal estrella, Lon Chaney, ni siquiera llegó a participar [1]. Menos de cinco años después, en 1935, empezaron a circular los primeros rumores sobre el rodaje de un remake ambientado en la ciudad de París en la época contemporánea que sería interpretado por César Romero y la cantante húngara Martha Eggerth, pero tras el relevo de la cúpula directiva de la compañía el proyecto fue aparcado, si bien nunca olvidado del todo. Aunque se llegó a especular con la posibilidad de que el fantasma fuera interpretado por Boris Karloff, a mediados de 1941 la Universal renovó sus derechos sobre la novela original de Gaston Leroux (publicada en 1911) y puso en marcha un nuevo proyecto que pretendía unir los dos géneros de más éxito de la compañía, el terror y el musical (en esos años las películas musicales de Deanna Durbin, en principio estrella indiscutible de la nueva función, eran una apuesta segura en taquilla), bajo la dirección de Henry Koster y con guión de John Jacoby, reescrito después por Eric Taylor. Charles Laughton, quién poco antes había ofrecido una brillante caracterización del jorobado Quasimodo en Esmeralda la zíngara (The hunchback of Notre Dame, William Dieterle, 1939), fue el elegido para interpretar al fantasma, pero el rodaje fue abortado de nuevo. A principios de 1943 Samuel Hoffenstein (1890–1947), responsable del excepcional libreto de El hombre y el monstruo (Dr. Jeckyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), rescribió el guión de Taylor, recortándolo sensiblemente (el original tenía 149 páginas, por lo que la película hubiera durado dos horas y media) y la realización de la nueva versión, producida por el también director George Waggner (1894–1984), fue encomendada a Arthur Lubin (1898–1995), responsable poco tiempo antes de un estimable filme de terror protagonizado por Boris Karloff y Bela Lugosi, Black friday (1940). Lubin había salvado a la Universal de la bancarrota gracias principalmente al enorme éxito de tres películas protagonizadas por los cómicos Bud Abbott y Lou Costello, Reclutas (Buck privates, 1941), Agárrame ese fantasma (Hold that ghost, 1941) y Galopa, muchacho (Ride’em cowboy, 1942), de manera que su elección, más que como un encargo –que también–, puede contemplarse como una muestra de agradecimiento hacia el director por parte de los máximos dirigentes de la compañía en esos años, Cliff Work y Nate Blumberg.
Pocas ideas claras, demasiados problemas
Lubin quería hacer un verdadero filme de terror, hecho que propició la rápida retirada de Deanna Durbin del proyecto, pero los máximos responsables de la Universal querían hacer un musical apto para todos los públicos: éste fue el primero de un sinfín de condicionantes y problemas que marcarían decisivamente, para mal, la producción del filme. En primer lugar, las condiciones impuestas por el actor finalmente elegido para interpretar al personaje del fantasma, Claude Rains (1889–1967), quién ya había destacado en las filas de la Universal en El hombre invisible (The invisible man, James Whale, 1933) y El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941) pero que había rechazado el papel del hijo de Frankenstein luego interpretado por Basil Rathbone en La sombra de Frankenstein (The son of Frankenstein, Rowland V. Lee, 1939) [2]. A diferencia de los directivos de la compañía, Rains no quería que el rostro del fantasma estuviera completamente deformado como el de Lon Chaney en la versión de 1925 por miedo a quedar encasillado para siempre en el género, y el maquillador Jack Pierce (1889–1968) se vio obligado a ir rebajando / simplificando su diseño inicial, mucho más contundente, hasta conseguir el visto bueno del actor. Hasta poco antes del inicio del rodaje la joven cantante de la Universal Gloria Jean (nacida en 1926) tenía el papel de Christine, la soprano que es ayudada por el fantasma a conseguir el éxito, finalmente interpretada por Susanna Foster (nacida en 1924) y el guión definitivo de Hoffenstein fue reescrito sobre la marcha incluso durante el rodaje: la principal duda tanto de Lubin y Waggner como de los máximos responsables de la Universal residía en la naturaleza de la relación entre el violinista Erique Claudin (luego el fantasma) y Christine. En la novela de Leroux, el personaje –Erik– nacía ya con la cara deformada; ante la repulsa de sus padres, escapaba pronto de casa, viajaba por Europa y Asia en compañía de gitanos, perfeccionando sus habilidades acrobáticas y musicales y frecuentando ferias, en las cuáles era presentado como "el cadáver humano". Después de llegar a ser incluso ingeniero (y asesino de la corte) del Cha de Persia, trabajaba con los arquitectos de la Ópera de París, construyendo en sus sótanos un sinfín de túneles y habitaciones dónde acabaría viviendo sin que nadie se percatase de su presencia. Tiempo después se enamoraría perdida y obsesivamente de Christine Daeé, una joven cantante a la que ayudaba a triunfar y a ocupar el lugar de la "Prima Donna" de la ópera, Carlotta. Numerosos guionistas participaron en la adaptación de la obra de Leroux de 1925, pero el guión definitivo sufrió numerosos cambios a lo largo del rodaje: a pesar de que el filme fue firmado sólo por Rupert Julian, Edward Sedgwick, director especializado en westerns, volvió a rodar más de la mitad del metraje original y la directora Lois Weber supervisó el montaje final con el material filmado por ambos cineastas. En la película, el personaje del fantasma es un sanguinario delincuente que estuvo encerrado en los sótanos de la ópera tiempo atrás y que se enamora perdidamente de Christine, ya que cree que es la única persona que puede liberarlo de la maldad que anida en su interior. Para la nueva adaptación de la novela, el guionista John Jacoby convirtió a Enrique y a Christine en padre e hija: Christine no conocía a su padre, que había abandonado a su esposa años atrás para dedicarse por completo a la música, y había sido criada por su tía tras la muerte de su madre. Ambos personajes, sin embargo, más que por una relación de amor paterno-filial parecían estar unidos, como en la novela y en la adaptación de Julian, por una suerte de relación de amor imposible, por una extraña e incluso ambigua mezcla de atracción y repulsión. Aunque se especuló incluso con la posibilidad de que la criada que atiende a Christine fuese su tía, la extraña obsesión que Erique siente hacia Christine, que le lleva a pagar íntegramente su formación a costa de no poder pagar ni siquiera el alquiler del ático cochambroso dónde vive sin que ella sospeche nada (uno de los muchos recursos absurdos y totalmente increíbles de la trama), acaba sin tener ninguna explicación verdaderamente satisfactoria. Para evitar cualquier posible insinuación incestuosa, los máximos dirigentes de la compañía convirtieron finalmente al personaje imaginado por Gaston Leroux en un violinista que es despedido de la ópera a causa de la artritis tras tocar veinte años en su orquesta, un pobre desgraciado presuntamente enamorado de Christine, una joven cantante de ópera mucho más joven que él y que es pretendida también tanto por el barítono Anatole Garrón (Nelson Eddy, 1901–1967), como por el inspector de policía después responsable de perseguir al fantasma, Raoul D’Aubert (Edgar Barrier, 1907–1964), pero ni siquiera así la relación entre ambos personajes llega a resultar satisfactoria.
Otro problema insalvable, derivado de la Segunda Guerra Mundial, fue la imposibilidad de poder negociar y comprar los derechos de las óperas que debían representarse a lo largo de la historia: el gabinete jurídico de la Universal precisaba de autorizaciones en todo el mundo para poder grabar y representar las óperas y, una tras otra, las piezas inicialmente elegidas –que incluían tanto la famosa aria del “Fausto” de Gounod, decisiva tanto en la novela como en la versión cinematográfica de 1925, como la obertura de “Romeo y Julieta” de Tchaikovsky, canciones de Grieg y Häendel y el "Scheherezade" de Rimsky-Korsakov– al final no pudieron ser utilizadas. La solución adoptada a la fuerza, pero igualmente desafortunada, fue la de adaptar en clave operística piezas clásicas de dominio público [3], tarea que fue encomendada al compositor Edward Ward (1900–1971), responsable igualmente del concierto modernista compuesto por el desdichado protagonista que se acaba convirtiendo prácticamente en el motor de la trama. La utilización del technicolor, por otro lado, complicó aún más las cosas, aunque la desdicha de Lubin tampoco terminó con el final del rodaje, realizado en su mayor parte en los enormes decorados construidos para la versión de 1925 [4]: la junta de censura estadounidense, que ya había examinado con lupa las escenas más virulentas del guión –había obligado a la productora a elidir el estrangulamiento de la diva Biancarolli (Jane Farrar) a manos del fantasma y había puesto muchos reparos a la escena de la caída de la enorme lámpara de la ópera–, obligó a Lubin a remontar algunas escenas e incluso a repetir determinados planos porque el escote de algunos de los vestidos de Susanna Foster (diseñados por Vera West, 1898–1947) se consideró altamente ofensivo.
Desdibujando al fantasma
El fantasma de la ópera costó más de un millón de dólares pero se saldó con un notable éxito comercial e incluso crítico –fue galardonado incluso con dos Oscars de los cuatro a los que estaba nominado (fotografía en color y dirección artística)–, constituyéndose en uno de los filmes de evasión preferidos por los espectadores de una época especialmente convulsa de la historia de los Estados Unidos, marcada por el conflicto bélico mundial; incluso tendría una (falsa) continuación, Misterio en la ópera (The climax, George Waggner, 1944). La película de Arthur Lubin, por ello, quizá debería ser analizada en términos sociológicos como un producto de su tiempo y no como un peldaño más del ciclo terrorífico de la Universal, con el que no guarda prácticamente ninguna relación: vista hoy, es una película que ha envejecido muy mal con el paso del tiempo y que a diferencia la mayoría de títulos fundacionales del cine de terror Universal –quizá con la excepción de Drácula (Drácula, Tod Browning, 1931)– resulta terriblemente desfasada. Hablar incluso de remake del filme de 1925 parece disparatado por las insalvables distancias existentes entre ambas versiones: muy influenciado por la estética del mal llamado expresionismo alemán, el filme de Rupert Julian jugaba astutamente con el choque de luces y sombras, a la vez que la caracterización del fantasma –y también su actitud– se erigía en muchos momentos en una verdadera representación del Mal, como una especie de vampiro (el personaje interpretado por Lon Chaney dormía en un ataúd) o de demonio (el barco que utilizaba para llegar a sus aposentos secretos era una brillante transposición del mito de Caronte, barquero del río Estigia y guardián de los avernos en la mitología clásica). Estos y otros elementos decisivos fueron deliberadamente obviados de entrada en la nueva producción parece ser que por recomendación expresa del guionista John Jacoby, quién sugirió eliminar la atmósfera quizá no sobrenatural pero sí fantasmagórica e inquietante tanto de la novela de Leroux como del filme de Julian, un hecho que repercute, y muy negativamente, tanto en la caracterización como en el poder de fascinación del personaje del fantasma.
Sin la menor sutileza, también sin el menor atisbo de ambigüedad, el fantasma de la ópera pasó de ser el sugerente "monstruo" a la vez físico y moral imaginado por Leroux a un pobre desgraciado cuya sed de venganza resulta incluso impostada. La conversión del violinista Erique Claudin en el fantasma, de hecho, deriva de un absurdo malentendido: Claudin cree equivocadamente que los editores musicales Pleyel y Desjardins han robado un concierto compuesto por él y en un injustificado ataque de ira estrangula a uno de ellos, instantes antes de que su secretaria le lance a la cara un recipiente lleno de ácido utilizado para la copia de grabados (otro dato a retener: Claudin recibe un auténtico baño de ácido, lo que da a entender que los dirigentes de la Universal querían una deformación total del rostro del fantasma). Este torpe malentendido actúa en todo momento en contra de la identificación de los espectadores con el fantasma y con su desesperada causa, ya que su venganza, y menos aún su odio, no tienen ningún tipo de justificación: alguien capaz de matar violentamente sin motivo alguno y de repente sólo puede ser un loco desequilibrado. Ésta es en todo momento la visión, sea por imposición de la compañía o no, que el guionista Samuel Hoffenstein y el director Arthur Lubin (man)tienen del personaje, una visión exageradamente esquemática y maniquea que llega a su momento álgido en el largo clímax final del filme, ambientado en su totalidad en los sótanos de la ópera de París y que copia de manera quizá demasiado descarada la escena del desenmascaramiento del filme de 1925. Pero aquí ya no nos encontramos con los lujosos y espaciosos aposentos de qué disponía el fantasma interpretado por Chaney; el personaje ahora ni siquiera parece disponer de una cama aunque cuenta, eso sí, con un piano de cola que es totalmente imposible que él sólo haya conseguido trasladar hasta allí. Más allá del excepcional trabajo del director artístico Alexander Golitzen (1908–2005), la morada de este nuevo fantasma es sucia, triste y deprimente, y ni siquiera cuenta con un barco para trasladar a Christine, objeto de su amor, a través de las aguas (en esta versión poco menos que cochambrosas) del inmenso lago subterráneo situado bajo la ópera. Mero secundario de relleno en una trama concebida para el exclusivo lucimiento de los cantantes Nelson Eddy y Susanna Foster y que cede todo el protagonismo al sonrojante triángulo amoroso que componen junto con el inspector de policía interpretado por Edgar Barrier, el fantasma es una sombra de lo que fue y de lo que pudo llegar a ser en la gran pantalla [ver nota][5].
La joven cantante de ópera, la desdichada Christine, sólo puede sentir compasión por él, nunca atracción y menos aún amor, ni siquiera amor paterno: las incomprensibles dudas de los diferentes guionistas que en un momento u otro participaron el la escritura del guión y también el miedo absurdo de los máximos responsables de la producción a la hora de enfocar la relación entre ambos personajes tuvo su justa translación en imágenes en los intolerables titubeos y en la ridícula falta de matices que los rodea: apenas se conocen, Claudin se ha limitado a pagar las clases de canto de Christine sin que ella lo sepa y nunca le ha enseñado personalmente a trabajar y a mejorar sus dotes para el cante. Lo único que el fantasma ha hecho por Christine es asesinar a la primera soprano de la ópera, Biancarolli, para que la joven ocupe su lugar y pueda triunfar, pero en cambio poco luego no dudará en secuestrarla después de asesinar a uno de los policías encargados de su captura: “He estado muy solo sin ti, pero por fin has venido a mí, ¿verdad? Ahora cantarás para mí y yo tocaré, y estaremos juntos para siempre” proclama emocionado el fantasma sin que venga a cuenta de nada. Pero la joven cantante y el fantasma apenas llegarán a estar juntos cinco minutos: Claudin enloquece al oír su concierto interpretado por la orquesta de la ópera (en realidad se trata de un plan urdido por Anatole para descubrirlo) y obliga a Christine a cantarlo mientras él toca el piano como un poseso, instante que ella aprovechará para quitarle la máscara en una escena desprovista de cualquier emoción y del menor atisbo de romanticismo. Aunque resulta todo un misterio cómo han llegado a descubrir la verdadera identidad del fantasma, los dos entregados pretendientes de la protagonista inmediatamente hacen acto de presencia en el lugar y un disparo de Raoul desviado en última instancia por Anatole acabará provocando el hundimiento de parte de los techos del sótano atrapando para siempre el fantasma bajo sus escombros.