publicado el 21 de febrero de 2008
El enorme éxito comercial de 'El fantasma de la ópera' ('Phantom of the opera', Arthur Lubin, 1943) no pasó desapercibido a los máximos dirigentes de la Universal: poco después de su estreno empezaron a circular numerosos rumores sobre el rodaje de una continuación con el mismo equipo técnico y artístico, pero el proyecto original cambió hasta convertirse en algo notablemente distinto. Basada en una obra teatral de Edward Locke, 'Misterio en la ópera' comparte únicamente con la novela original de Gaston Leroux su localización en los ambientes distinguidos de la Ópera de Paris y con el filme de Lubin sólo la presencia de Susanna Foster y Jane Farrar (así como buena parte del equipo técnico), y aunque supuso el retorno por la puerta grande de Boris Karloff (1887–1984) a la compañía –se trata también de su primera película en color– se saldó con un estrepitoso fracaso de taquilla. Su director, George Waggner (1894–1984), productor del filme de Lubin y responsable tiempo atrás de 'El hombre lobo' ('The wolf man', 1941), nunca más volvería a realizar ningún otro filme del género.
Pau Roig | Un oscuro secreto del pasado
La escena inicial de Misterio en la ópera es excepcional: visiblemente triste, el médico de la ópera de París Friedrich Hohner (Karloff) entra en el edificio cuando ya ha oscurecido y se sienta abatido en un camerino cerrado y oscuro –el número 22–, con los muebles tapados con sábanas y lleno de polvo, un lugar de atmósfera a la vez trágica y siniestra que parece estar irremisiblemente atrapado en el pasado. Dos trabajadores de la ópera que lo han observado al llegar explican su historia: diez años atrás, su amada, la soprano Marcelina (June Vincent, nacida en 1920), desapareció sin dejar ni rastro y su cuerpo nunca fue encontrado. Pocas veces antes en el transcurso del ciclo terrorífico de la Universal la presentación de un protagonista resultó tan enigmática y sugerente: ¿Qué ocurrió realmente? ¿Qué secretos esconde el personaje? ¿Qué misterio oculta el camerino cerrado? Por desgracia, la respuesta tarda menos de un minuto en llegar: un conciso flashback muestra cómo Hohner, en un ataque de celos, estranguló a Marcelina para impedir que ésta lo abandonara para siempre para dedicarse a su carrera operística. “No puedo soportar que todos los hombres tengan derecho a oírte cantar, que pongan tus ojos en ti con sólo pagar una entrada”, exclama enfurecido el personaje, “por fin estaremos juntos, tu voz no volverá a separarnos nunca”.
No existe, pues, ningún fantasma, y el director George Waggner (1894–1984) y los guionistas Curt Siodmak (1902–2000) y Lynn Starling (1888–1955) desvelan en menos de cinco minutos el misterio de una trama de inicio brillante pero que se diluye casi con la misma rapidez con la que había arrancado. Hohner se duerme en el camerino 22 y tras ser despertado por uno de los empleados se dirige a su despacho: en la oficina del director oye la audición de una joven cantante, Angela (Foster, nacida en 1924), cuya voz es idéntica a la de Marcelina. Entusiasmado, el máximo dirigente de la ópera, el Conde Seebruk (Thomas Gomez, 1905–1971), pretende hacer debutar a la soprano lo antes posible, una idea que Hohner no comparte pero que entusiasma al prometido de la cantante, el pianista Franz Munzer (Turhan Bey, nacido en 1922). Tras su fulgurante debut, el médico obliga a Angela a acompañarlo a su casa para examinar su garganta, aunque sus intenciones en realidad son mucho más siniestras: pretende hipnotizarla para que no vuelva a cantar nunca más. “Ya no cantará usted nunca jamás, su voz y su voluntad quedan para siempre en mi poder. Esa voz nunca fue tuya, perteneció a Marcelina” exclama el personaje interpretado por Karloff en el momento culminante del proceso de hipnosis, momento subrayado por Waggner por un majestuoso plano detalle de los ojos del actor. A partir de este momento, la trama de Misterio en la ópera, despojada de cualquier intriga, también del menor atisbo de ambigüedad, se centra en el (muy) previsible enfrentamiento entre Hohner, a su manera símbolo de una época pasada y oscura, y la joven pareja de enamorados, plausible representación de un futuro prometedor y feliz (pero a la vez terriblemente soso y desangelado). Totalmente alejada del espíritu folletinesco-terrorífico de la novela de Gaston Leroux, Misterio en la ópera se inspira libremente en la obra teatral de principios del siglo XX The climax de Edward Locke (1869–1945) [1] para acentuar sensiblemente los contenidos digamos más truculentos de la trama, aunque sin renunciar en ningún momento al tono entre humorístico y, por qué no decirlo, cursi presente en el filme de Lubin, de tal manera que el juego, la relación entre ambas líneas narrativas –el terror y la (pseudo)comedia musical– resulta descompensada y chirriante y nunca llega a casar de manera satisfactoria.
Los abismos de la locura
La principal diferencia respecto El fantasma de la ópera radica en qué el maniqueo enfrentamiento entre el Mal y el Bien, o si se prefiere entre la Perversión y la Pureza, está mucho más marcado, tan marcado, de hecho, que existe un cisma insalvable entre la refinada truculencia de Hohner, no exenta de un poso de tristeza y fatalidad, y el amor almibarado e inevitablemente ridículo que se profesan Franz y Angela, ejemplificado por escenas tan bochornosas como aquella en la qué el prometido de la cantante se come literalmente el programa de papel del debut de su amada a causa de los nervios. Si el fantasma interpretado por Claude Rains carecía casi por completo del poder de fascinación de alguna manera inherente en el personaje, constituyéndose en una pálida sombra de lo que pudo haber sido, el personaje que interpreta Karloff –en la que es su última gran intervención en el ciclo terrorífico de la Universal junto con el personaje del Dr. Niemann de La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944)– representa quizá no tanto la atracción del abismo pero sí una concepción casi diabólica del mal: su locura lo ha llevado incluso a guardar en una habitación acorazada de su casa el cuerpo embalsamado de Marcelina para poder estar siempre con ella, como si todavía estuviera viva. Hohner no pretende vengar la muerte de su amada ni tampoco vengarse del mundo, ya que sus celos y su egoísmo lo han llevado a intentar poseer en la muerte lo que no pudo poseer en la vida, a callar para siempre la voz preciosa que impidió la consumación de su amor. De ahí su obsesión por impedir que Angela pueda cantar “La voz mágica”, la aria operística con la qué años antes Marcelina triunfó en el escenario de la ópera y que desde su desaparición nadie se ha atrevido a cantar dada su enorme dificultad: la voz de la soprano pertenece ahora a Hohner y nunca más puede ser escuchada por nadie.
La imponente presencia de Karloff, en una interpretación a la vez intensa y contenida, furiosa y melancólica, es sin lugar a dudas el principal elemento de interés de una función fallida pero que puede contemplarse perfectamente como un referente, un precursor de lo que más tarde se llamaría “terror psicológico”. El filme, es justo reconocerlo, anticipa en casi veinte años la fiebre de locuras y demencias, delirios y oscuros secretos, siniestros complots y cuerpos embalsamados que, radicalmente alejada de los clichés del terror sobrenatural, hará fortuna en el género a partir de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y que será explotada en todo su esplendor por directores como Robert Aldrich –¿Qué fue de Baby Jane? (What ever happened to Baby Jane?, 1962) y Canción de cuna para un cadáver (Hush... Hush Sweet Charlotte, 1964)– o, más especialmente, por el principal guionista de la época dorada de la productora británica Hammer Film, Jimmy Sangster [2]. Misterio en la ópera, todo hay que decirlo, cuenta también con escenas e ideas brillantemente resueltas por Waggner; junto con la brillante escena inicial y la modélica presentación de los principales protagonistas, vale la pena mencionar la inquietante visualización del misterioso pulverizador que Hohner a regalado a Angela tras la sesión de hipnosis: no se trata de ninguna medicina, como averiguará Franz más adelante, sino simplemente de agua corriente, pero el objeto representa y simboliza con inusitada fuerza el poder que el médico tiene sobre la cantante, su sumisión a él, ya que la soprano se muestra en un principio totalmente incapaz de deshacerse de él.
Las pérfidas artes de Hohner no tardan en surtir efecto: en los primeros ensayos de la nueva obra Angela se queda sin voz, mental y psicológicamente bloqueada, y el médico, no sin despertar las suspicacias de su prometido, consigue que el director autorice la estancia de la cantante en su casa para su recuperación. Pero Hohner no cuenta con qué Franz conseguirá el mejor aliado posible en la figura de la propia criada del médico, Luisa (Gale Sondergaard, 1899–1985) –personaje determinante en el desarrollo de la acción pero bastante mal dibujado–, quién, tras años de sospechas, descubrirá que el personaje interpretado por Karloff tiene en sus manos el collar de perlas que llevaba puesto Marcelina el día de su desaparición. El tono grata y progresivamente tétrico de qué hace gala el filme en su trepidante tramo final, sin embargo, se rompe bruscamente con un giro argumental tan imprevisible como ridículo. Siguiendo las indicaciones de Hohner, el director de la ópera no permite que Angela cante “La voz mágica”, que va a ser interpretada por la segunda soprano, Jarmila (Jane Farrar, en un papel similar pero bastante más anecdótico al que interpretaba en El fantasma de la ópera), aunque sus limitadas dotes vocales hacen temer lo peor al Conde Seebruk y son motivo de burla por parte del barítono de la ópera, Amato Roselli (George Dolenz, 1908–1963). Con la ayuda de su tío Carl (Ludwig Stössel, 1883–1973), Franz recurre al mismísimo rey de Francia –¡un niño de siete u ocho años de edad! (interpretado por Scotty Beckett)–, quién tras recibirlos en audiencia ordenará la celebración de la función con orquesta y público y Angela en el papel principal. Con la ayuda de Luisa, Franz conseguirá sacar a la soprano de la casa del médico y llevarla hasta la ópera: encerrado en la cámara acorazada junto con el cuerpo de su amada Marcelina, Höhner morirá entre las llamas de un incendio provocado por una vela mientras oye por uno de los conductos de ventilación –su casa está tan cerca de la ópera que puede oír las obras que allí se representan, un recurso argumental tan inverosímil como imaginativo– el triunfal (re)estreno de “La voz mágica”.