publicado el 9 de junio de 2008
Pau Roig | Rápidamente situada en el nº 1 de la taquilla norteamericana y con una recaudación nada desdeñable en España, donde se ha estrenado envuelta en un notable aparato publicitario, Una noche para morir pretende ser el 'remake' de un mediocre filme de terror canadiense de idéntico título original dirigido por Paul Lynch en 1980. A diferencia de muchas de las nuevas versiones que han llegado hasta nosotros en los últimos años, sin embargo, no se trata de una fotocopia descafeinada ni de una variación grosera del filme original: el director Nelson McCormick y el guionista J. S. Cardone desnaturalizan hasta tal punto la estructura y las características del título precedente –y con ellos también los estilemas del llamado “cine de terror adolescente”– que convierten la propuesta en un telefilme de intriga de envoltorio impecable pero sin fondo ni sustancia.
Construida como una vulgar explotación de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) –contaba incluso con su misma protagonista, Jaime Lee Curtis–, la película original de Paul Lynch era una mezcla imposible de las constantes del cine de terror adolescente de principios de los ochenta (un psicópata con el rostro cubierto con un pasamontañas negro perseguía a cuatro estudiantes relacionados con la muerte de una niña de diez años tiempo atrás) con repetitivas canciones de música disco y escenas de baile (mal) copiadas de Fiebre del sábado noche (Saturday night fever, John Badham, 1979), el gran éxito de la temporada anterior (el “baile de graduación” del título), y daría lugar a una de las series pseudo-terroríficas más impresentables de la época [1]. La historia de Una noche para morir tiene lugar durante la noche del baile de graduación de un típico y tópico instituto de secundaria de Estados Unidos, pero más allá de la ambientación nada tiene que ver con el argumento ni con los protagonistas de Prom night, ni siquiera lo pretende: por si quedaba alguna duda, la fiebre de los 'remakes' de películas de terror, buenas o malas, conocidas o inéditas, ya sólo puede contemplarse como una excusa, una coartada de la industria de Hollywood para mantener las cuotas de producción / exhibición genérica, imponiendo al mercado mundial de la distribución cinematográfica el estreno de títulos que en otro contexto y en otras circunstancias a duras penas habrían llegado a las estanterías de los videoclubs. En un arrebato de originalidad sin precedentes, la trama se estructura a partir de un montaje paralelo harto previsible: por un lado, las evoluciones de un grupo de amigas y amigos que han acudido al baile y, por el otro, las andanzas de un peligroso psicópata que se ha escapado de un hospital psiquiátrico cercano, Richard Fenton (Johnathon Schaech), encerrado años atrás por el asesinato de la familia de Donna Keppel (Brittany Snow), una adolescente con la que está totalmente obsesionado y que quiere poseer por todos los medios a su alcance. Nada mejor que la noche de la graduación para conseguir sus propósitos, asesinando a sangre fría a cualquier adolescente descerebrado que se cruce en su camino y esquivando con una facilidad pasmosa los férreos controles de seguridad impuestos por el detective de la policía encargado de su búsqueda y captura, el mismo que ya lo capturó años atrás.
Hasta el desenlace, la acción transcurre en un hotel de lujo convenientemente “arreglado” para la gran fiesta, en un ambiente absurdamente glamouroso y de diseño repleto de actrices y actores populares gracias a su participación en diversas series televisivas de gran éxito pero que no sólo tienen más años de los que aparentan y se comportan como intachables yuppies adinerados, sino que parecen directamente sacados de un desfile de modelos (los protagonistas llegan al baile en una limousine, como si hubieran sido invitados a la ceremonia de los Oscar). El asesino de turno, en cambio, es un monigote feo que se pasea por los pasillos y las habitaciones del hotel como si fuera un fantasma, la sombra de un ser humano (problemas psicológicos aparte), sin el menor poder de fascinación, carente de ambigüedad e incluso también de la indispensable presencia / amenaza física, un recurso obviamente destinado a evitar cualquier identificación de los espectadores con su causa (absurda y ridícula) y con sus actos (puramente instintivos y salvajes, aunque la sangre prácticamente no haga acto de presencia en sus asesinatos), dejando entrever de paso las maneras más reaccionarias y manipuladoras del actual cine comercial de Estados Unidos. El director Nelson McCormick, uno de los más reclamados directores televisivos de la actualidad, pretende convertir el baile de la graduación en una suerte de representación simbólica de la llegada a la edad adulta de los protagonistas, pero al cargar tanto las tintas en una dirección artística deliberadamente fashion y en el comportamiento políticamente correcto de la mayoría de los personajes (los tiempos han cambiado: los adolescentes norteamericanos ya no fuman, no se drogan y no se emborrachan) parece estar (re)creando un interminable anuncio publicitario de colonia o un repetitivo videoclip posmoderno vacío de contenido. Lo mismo puede decirse del guión torpe y mecánico firmado por J. S. Cardone, mediocre realizador reciclado en peor guionista [ver nota][2]: Cardone prescinde voluntariamente de las habituales explosiones de efectos especiales sangrientos –un hecho que en sí mismo no es ni tiene porque ser malo– y trata de jugar la carta de la sugerencia y del suspense pero confunde sutilidad con insipidez, y sobriedad con asepsia. El desarrollo de los acontecimientos se ve a venir ya desde los títulos de crédito y mientras tanto Una noche para morir, uno de los títulos más aburridos de la temporada, se limita a dar vueltas sobre sí mismo sin sentido ni rumbo fijo, incapaz de trascender un molde previamente establecido por multitud de filmes anteriores pero ya agotado desde todos los puntos de vista.