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publicado el 9 de junio de 2008

Imágenes hipnóticas

Pau Roig | Muy raras veces, por no decir nunca, llegan a las pantallas españolas propuestas tan radicales como La antena, producción argentina (casi) muda rodada en blanco y negro que basa toda su fuerza en una estética a la vez antigua y en principio anacrónica (los filmes de la corriente expresionista alemana de la década de los veinte, los seriales norteamericanos de misterio de los años treinta y cuarenta, los carteles publicitarios y la propaganda bélica de la Segunda Guerra Mundial) y en una utilización libre e imaginativa de los últimos avances en efectos y post-producción digital. El resultado es una experiencia fascinante por su confianza radical en el carácter hipnótico y ensoñador de las imágenes cinematográficas, plagada de planos y escenas de exuberante belleza y notable poder de sugestión, que trasciende en los mejores momentos –que son muchos– el nivel de previsibilidad de un guión esquemático y su vocación de (ingenua) parábola social.

Segunda película de publicista Esteban Sapir (nacido en Buenos Aires en 1967), La antena es una producción financiada íntegramente por la productora publicitaria La Doble A casi a modo de divertimento pero con un inequívoco y a veces demasiado previsible trasfondo crítico-social, lo que por desgracia se traduce en un desarrollo argumental que no carece de buenas ideas, al contrario, pero que se ve a venir mucho antes del final y que en algunas ocasiones resulta demasiado maniqueo. La trama se ambienta en el año XX del crudo invierno de un pasado-futuro indeterminado y transcurre en una urbe gris y deshumanizada –claramente inspirada en la ciudad futurista de Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927)– que se ha quedado sin voz: sus habitantes hablan pero ningún sonido sale de sus bocas, las palabras que pronuncian aparecen sobreimpresionadas en la imagen a modo de rótulos mientras gesticulan exageradamente intentando hacerse entender. El responsable de la situación es el Sr. TV (Alejandro Urdapilleta), un malvado hombre de negocios sin escrúpulos, dueño del único canal de televisión de la ciudad y propietario también de una extensa cadena productos alimentarios –Productos TV–, que ahora, con la ayuda de un pérfido mad doctor, el Dr. Y (Carlos Piñeiro), pretende robar a los habitantes lo único que les queda: las palabras. Se valdrá para ello de la única voz que queda en la ciudad, la de una cantante convertida en la principal estrella de la televisión (Florencia Raggi), una mujer que cubre su no-rostro con una gran capucha; conectada a un extraño artilugio diseñada por el Dr. Y, la emisión hipnótica de su voz provocará un estado de trance en los habitantes de la ciudad, momento que el Sr. TV aprovechará para robarles las palabras a través de una antena situada en las montañas, “invitándoles” al mismo tiempo a consumir compulsivamente sus productos.

Pero no todo está perdido: un inventor especializado en la reparación de televisores y su hija (Rafael Ferro y Sol Moreno) conocen al hijo de “La Voz”, Tomás (Jonathan Sandor), un niño ciego pero dotado del don del habla como su madre que vive justo en la casa situada frente a la suya. Su única esperanza es poder llegar a la antena y retransmitir a través de ella su voz a la ciudad, que de esta manera despertará del letargo y podrá recuperar la normalidad. Les ayudará en su misión el hijo del Sr. TV (la actriz Valeria Bertuccelli), el personaje peor descrito, meramente anecdótico, y la madre de la niña y exmujer del inventor, la enfermera (Julieta Cardinali) que antes del final de la aventura se entregará de nuevo al que fuera su marido.

Es una lástima que Sapir, también autor en solitario del guión, no se haya atrevido a ir un poco más allá por lo que respecta a la historia y a sus personajes, aunque tampoco se le puede reprochar, dada la naturaleza de su propuesta, que haya buscado una identificación rápida y simple de los espectadores con los protagonistas, y que utilice la trama casi como una excusa para la construcción de un mundo alucinante y alucinado cuya visualización, (casi) nunca cargante ni repetitiva, va adquiriendo poco a poco a los ojos de los espectadores un fascinante hipnotismo, y cuyas imágenes permanecen en la retina mucho tiempo después de haber terminado la proyección. Antes incluso que al cine mudo europeo, La antena parece remitir así a los seriales y folletines de misterio e intriga de los años treinta y cuarenta, con sus personajes buenos entregados en una lucha desigual contra uno o más personajes malvados de una sola pieza que ponen en peligro el mundo conocido. Aunque el ritmo decaiga ligeramente en la parte central del metraje y el desenlace tarde demasiado en llegar, el director argentino trasciende la mayor parte de las veces la superficialidad de las situaciones planteadas y la plana descripción de los personajes con un tratamiento visual en verdad impresionante, fruto de dos años de intenso trabajo de post-producción: la película aglutina con inaudita coherencia y densidad formal referencias, citas, ideas y homenajes que abarcan desde los orígenes del cine –Viaje a la luna (Voyage dans la lune, Georges Méliès, 1902)– hasta el “montaje de atracciones” del genio ruso Serguei M. Eisenstein y el cine único de David Lynch –el surrealista cabaret en el que una mujer canta los temas de un viejo disco en playback simulando tener voz–, pasando por el cómic (no sólo los marcados contrastes entre luces y sombras entre fondos y figuras recortadas: la caracterización de Alejandro Urdapilleta recuerda inequívocamente al personaje de Big Boy del Dick Tracy de Chester Gould) y la literatura y el cine clásico de ciencia ficción –la tétrica visualización de los anuncios de Productos TV y las omnipresentes pantallas de televisión recuerdan al “Gran Hermano” de la novela 1984 de George Orwell, la atmósfera en muchos momentos kafkiana del conjunto parece rememorar los hallazgos de la obra maestra de Terry William Brazil (Id., 1985)–. Aunque tampoco puede evitar a veces caer en un cierto maniqueísmo (el artefacto en forma de cruz gamada en el que el Sr. TV mantiene prisionera a “La Voz” enfrentado a la máquina improvisada con la estrella de David incrustada en la que el inventor ha puesto a Tomás, la defensa de la familia tradicional), el mérito principal de Sapir radica en la adecuada integración en la trama de todos estos y muchos otros elementos escenográficos e iconográficos (parte de ellos es probable que pasen incluso desapercibidos en una primera visión del filme), alcanzado una coherencia formal y conceptual a la que no son nada ajenas la banda sonora compuesta por Leo Sujatovich, impecable desde todos los puntos de vista y que acompaña y puntúa rítmicamente la acción a la vez que la trasciende y la eleva a terrenos prácticamente metafísicos, la dirección de fotografía en Súper 16 mm. de Christian Cottet y el trabajo de dirección artística de Daniel Gimelberg.

Son tantos los hallazgos visuales de La antena que sus errores estructurales y las irregularidades del guión acaban prácticamente por olvidarse. Por ejemplo la genial secuencia de apertura: Sapir muestra unas manos sin cuerpo que teclean obsesivamente una máquina de escribir mientras suenas unas vivas notas de piano; aparece sobreimpresionado el título del filme y seguidamente aparece ante nuestros ojos un libro titulado “La antena” que se abre a la manera de la introducción en un cuento de hadas, pero en lugar de la típica visualización de la frase “Había una vez” aparece el recortable de una ciudad que en un oportuno fundido encadenado se convierte en “La ciudad sin voz”. O la escena en la que “La voz” dibuja el rostro que no tiene en el vaho de la habitación de su hijo, quedando perfectamente integrado en la oscuridad que hay bajo su capucha, el diseño a la vez siniestro y divertido del Hombre Ratón (interpretado por Raúl Hochman) que ejerce de secuaz implacable del Sr. TV, la muy imaginativa localización de la antena en una zona de escarpadas montañas fabricadas a partir de trozos arrugados de periódicos o, de manera muy especial, la visualización del “robo” de las palabras de la Ciudad sin voz: la transmisión del canto hipnótico de “La Voz” van surgiendo del interior de sus cuerpos inertes y se elevan hacia el cielo, conformando una suerte de intensa humareda de letras que –en el que posiblemente sea el mejor plano de todo el filme– es recogida por la misma antena desde la cuál los protagonistas intentan contrarrestar los efectos de “La voz” emitiendo precisamente la voz de su hijo. En una brillante asociación de imágenes, Sapir da a entender que primero la voz y luego las palabras son utilizadas por el Sr. TV para fabricar sus insípidos productos alimentarios, una especie de oscuras piruletas gigantes con una espiral grabada fabricadas en serie de la misma manera que las galletas “Soylent Green” de la imprescindible Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973).

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
    Argentina, 2007. 97 minutos. B/N. Dirección y guión: Esteban Sapir Producción: Gonzalo Agulla y José Arnal, para La Doble A Fotografia: Christian Cottet Música: Leo Sujatovich Dirección artística: Daniel Gimelberg Montaje: Pablo Barbieri Intérpretes: Valeria Bertucelli (Hijo del Sr. TV), Alejandro Urdapilleta (Sr. TV), Julieta Cardinali (La enfermera), Rafael Ferro (El inventor), Sol Moreno (Ana), Florencia Raggi (La voz), Ricardo Merkin (El abuelo), Jonathan Sandor (Tomás).


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