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publicado el 14 de agosto de 2008

El milagro de Pixar

Marta Torres | Que la animación no es un género menor no es ninguna novedad. Lo han demostrado con creces obras de culto futurista como Akira (Id, 1988) de Katsuhiro Ôtomo, maravillas poéticas como El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) de Hayao Miyazaki o las indagaciones surrealistas de autores como Satoshi Kon en Paprika (Id, 2006), por citar solamente algunos de los ejemplos más conocidos. En esta línea debemos situar a la última producción de Pixar, más cerca de los filmes de animación japoneses para adultos que de entretenimientos familiares del estilo de Kung Fu Panda, si bien hay que apuntar que, en lo que a aspectos técnicos se refiere, Wall-E (Batallón de limpieza) supera con creces tanto a los unos como a los otros. No obstante, en el contexto de una industria estadounidense que navega entre los estudios de mercado y una oferta cada vez más plana y tontorrona, Wall-E no es sólo una gran película o una maravilla de la animación, es casi un milagro.

Wall-E es un filme que funciona a muchos niveles. Es una película de animación con una historia sencilla que sigue, más o menos, los clichés del género, es una emocionante historia de amor imposible con catarsis incluida y es un filme francamente entretenido, con elementos humorísticos entresacados de la mejor tradición del slapstick. Sin embargo, una lectura más adulta nos revela a Wall-E como a un espejo deformado de la sociedad occidental actual, sobretodo del modelo del usar y tirar que exporta Estados Unidos al mundo.

Citábamos a los clásicos japoneses aunque Wall-E bebe directamente de los filmes de ciencia ficción y de las distopias futuristas tan queridas por el género. En la primera parte del filme, el robot protagonista, un montón de chatarra pasada de moda, recorre las calles de una ciudad en una tierra abandonada desde hace siglos en una imagen que tiene algo de la melancolía poética de Naves misteriosas (Silent Running, 1972) de Douglas Trumbull y de la desesperada soledad de Soy Leyenda [1]. En estos primeros 45 minutos memorables, la película regresa a las esencias del cine mudo y del primer cine de animación, otra de las referencias del filme, y se recrea en el slapstick y la mímica de Buster Keaton o de Charles Chaplin en un alarde de narrativa visual en la que sobran las palabras. La mímica, además, actúa como el vehículo más apropiado para trasladar a la pantalla la sutilidad de las emociones del robot protagonista, siempre mínimas, como pidiendo permiso para animar un montón de chatarra que se ha hecho humana a fuerza de rebuscar entre nuestros desperdicios. Wall-E, acrónimo de 'Waste Allocation Load Lifter-Earth-Class', es un robot programado para compactar y clasificar los residuos humanos en una tierra en la que ya no vive nadie. Como los buenos recolectores, el robot se crea un mundo propio a través de los deshechos ajenos: una cuchara, un cubo de Rubik, una película musical de los años 50, una bombilla… Wall-E, como antes hizo Charlot en Tiempos Modernos (Modern Times, 1936), es un outsider entrañable que nos pone frente a una realidad nada acomodaticia con los estándares del cine comercial made in Hollywood: el futuro es un mundo anegado por la basura y la humanidad, una masa infantilizada y enajenada por la tecnología que navega por el espacio como un grupo de bebes obesos en naves guardería. Una caricatura de nuestra sociedad devoradora de recursos y ferozmente consumista.

Pero Wall-E es cine, no una crítica sesuda e intelectualizada de un mundo en decadencia. Su principal virtud es convertir este retrato en material sensible y hasta en una historia de amor. En esta capacidad apabullante para mover sentimientos, el filme ronda la órbita de Spielberg (¿quién no ha pensado en ET, el extraterrestre al ver la película?). Ejemplos de ello son los galanteos, frustrados, de Wall-E para conquistar a EVA, el robot que envían desde el espacio para comprobar si aún hay vida en la tierra, o su final catártico y esperanzador, casi obligatorio en un filme, que al fin y al cabo, también es para niños. En todo caso, un diez para Andrew Stanton, el equipo de Pixar liderado por John Lasseter y todo su equipo. Han superado a Ratatouille, cosa que parecía casi imposible, y han creado una hermosa e hiriente parábola sobre el futuro.

  • [1]. En este caso me refiero al libro escrito por Richard Matheson en 1958. Ninguna de las adaptaciones de la obra está a la altura del original.

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