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especial

publicado el 15 de marzo de 2009

Luces y sombras (Primera parte)

Un intento de aproximación al cine de terror de Jesús Franco

Pau Roig |

La carrera de Jesús Franco, probablemente el director europeo más prolífico de todos los todos los tiempos, justamente reconocida hace poco –aunque tarde y mal– con un Goya honorífico, es una de las más estrambóticas y delirantes de la historia del séptimo arte, inalcanzable por su ingente volumen de títulos (muchos de ellos estrenados, reestrenados e incluso remontados con títulos distintos en diferentes países) y con la misma –o parecida– cantidad de defensores y detractores. Si bien es cierto que el interés, la inventiva y la capacidad de provocación y de sorpresa de su filmografía ha ido decreciendo a pasos agigantados a lo largo de los años, muy pocos cineastas pueden vanagloriarse de haber trabajado en (casi) todos los países del mundo y con estrellas tan rutilantes como Christopher Lee, Herbert Lom o Klaus Kinski, y de haber colaborado, más de una vez, con uno de los cineastas más importantes del siglo XX, Orson Welles.

Nacido en Madrid en 1930, Jesús Franco ha ejercido todas las facetas técnicas y artísticas posibles en la industria del cine, desde director a actor, pasando por la dirección de fotografía y la composición de bandas sonoras, llegando en ocasiones a encargarse de la práctica totalidad de los apartados técnicos de muchas de sus películas, si bien –Welles a parte– nunca ha trabajado al servicio de otros directores, con una extraordinaria excepción: su papel casi protagonista al lado de la genial Rafaela Aparicio en El extraño viaje (1964), la nunca suficientemente reivindicada obra maestra de Fernando Fernán-Gómez. Franco tiene el honor, indiscutible, de haber firmado cuatro títulos absolutamente fundamentales de la historia del cine de terror español: Gritos en la noche (aka L’horrible Dr. Orloff, 1961), La mano de un hombre muerto (aka Le sadique baron Von Klaus, 1962), El secreto del Dr. Orloff (aka Les maitresses du Dr. Jekyll, 1964) y Miss Muerte (aka Dans les griffes du manique, 1965), ninguno de ellos disponible todavía en dvd en nuestro país. Aunque ha renegado a menudo de él, Gritos en la noche es el más (re)conocido, no necesariamente el mejor de los cuatro: se trata, ni más ni menos, de la primera producción genuinamente terrorífica de la historia de la cinematografía de nuestro país, a pesar de que las similitudes con posteriores filmes del género de producción española –el llamado “fantaterror”, cuyo punto de partida es La marca del hombre lobo (Enrique L. Eguiluz, 1968), escrita y protagonizada por Jacinto Molina / Paul Naschy– brillen prácticamente por su ausencia. A diferencia del filme de Eguiluz (y de otros muchos cineastas que hasta cierto punto se especializarán en el género, como León Klimovsky, Amando de Ossorio, Jorge Grau, Carlos Aured, Eugenio Martín o José Luis Merino), la película de Franco no es una mera explotación de temas e ideas ya tratados en otros filmes anteriores, ni tampoco un simple y sentido homenaje a los mitos clásicos del cine de terror.

1.De la reelaboración a la autofagia

Más allá de modas pasajeras y a partir de la reelaboración de influencias y elementos de la más diversa procedencia (el cine expresionista alemán, el cine de terror norteamericano de los años treinta, el cine negro y los seriales de aventuras de serie B de los años cuarenta, los melodramas folletinescos, etc.), el director español construye con Gritos en la noche un vigoroso y personalísimo ejercicio de estilo a medio camino entre la intriga policial y el terror que narra la investigación de una serie de desapariciones de mujeres jóvenes por parte del inspector de policía Tanner (Conrado San Martín). Todas las pistas del caso relacionan los secuestros / muertes con las siniestras actividades de un tal Doctor Orloff, un médico retirado que vive en un castillo viejo y solitario: con la ayuda de Morpho (Ricardo Valle), suerte de esclavo / criado con el rostro desfigurado, Orloff asesina a las mujeres para poder reconstruir con su piel el rostro de su hija, terriblemente deformado tras un accidente en su laboratorio. La película se desmarca con numerosas dosis de ironía y humor negro de su principal influencia –la obra maestra de Georges Franju Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1959), aunque cuenta también con una referencia muy explícita a Los ojos misteriosos de Londres (Dark eyes of London, Walter Summers, 1940)– y supone el nacimiento de uno de los personajes más recurrentes de la filmografía del director español, el Doctor Orloff, interpretado generalmente por el actor alemán Howard Vernon (1914–1996), a partir de entonces uno de los rostros más habituales de su filmografía. Orloff sería posteriormente protagonista de títulos como El secreto del Doctor Orloff, Los ojos del Doctor Orloff (1972), con William Berger en el papel del médico, y El siniestro Doctor Orloff (editada en vídeo con el título Experimentos macabros, 1982), sin contar la breve aparición del personaje en Los depredadores de la noche (Les predateurs de la nuit, 1988), una de las más ambiciosas producciones terroríficas de Franco.

Los depredadores de la noche

Rodada en Francia meses después de una bochornosa serie de filmes erótico-pornográficos con títulos tan indicativos como Falo crest (Id.) y Phollastía (Id.), estrenados en 1987, Los depredadores de la noche ejemplifica a la perfección, si es que esto es posible hablando de Franco, su voluntad –o mejor, su obsesión– de volver una y otra vez sobre los mismos temas, historias y personajes en una suerte de autofagia no siempre bien asumida y generalmente no del todo bien resuelta.

El argumento de la película, más que trillado, es sospechosamente similar al de Gritos en la noche (o al de Los ojos sin rostro: algunas fuentes sostienen, sin mucho criterio, que se trata de un remake de la cinta de Franju), aunque su principal elemento de interés, extensible en cierta medida a toda la filmografía del director, radica en la heterogeneidad de un reparto impensable en una producción de estas características. En él conviven sin demasiados problemas viejas glorias como Telly Savalas y Stephane Audran, actores europeos caídos en desgracia (Helmut Berger, Anton Driffing, el segundo en su última aparición cinematográfica) o injustamente olvidados (el propio Vernon, Caroline Munro), así como mediocres figuras de la serie Z norteamericana (Chris Mitchum), con un destacado papel, además, de la actriz porno Brigitte Lahaie.

La única novedad del conjunto respecto a otros títulos del director radica en el exagerado protagonismo de unos efectos especiales sangrientos que intentan sin éxito emparentar el filme con producciones estadounidenses de serie B en boga en esos años, pero siempre con el toque irónico característico de su autor: el médico encargado de operar la hermana del Dr. Flamand, Karl Heinz Moser (magníficamente interpretado por Driffing), es un antiguo científico nazi buscado por la policía por experimentar con seres humanos en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial.

Notable evolución, pero a la vez superación, de los presupuestos estéticos y narrativos de Gritos en la noche, Miss Muerte, onceava película de Franco –y probablemente su obra maestra–, revela de manera más diáfana el recurso del cineasta a la reelaboración personal de ideas, argumentos y recursos de otros filmes anteriores e incluso de su propia obra. Sin embargo, como indica el propio director, el filme nació de una frustración: “No tenía que existir Miss Muerte. Ocurre que la censura me ponía reparos a un guión que pensaba hacer en coproducción con Francia, para Serge Silbermann, y que se llamaba Al otro lado del espejo. No me lo prohibían del todo, pero imponían retoques por todas partes. Así que me planté y les dije que me negaba a introducir aquellos cambios (...) En vez de ésta voy a hacer otra de terror. Como a vosotros eso os parece una gilipollez, y os meáis de risa cuando se os habla de castillos misteriosos y gatos negros, y ahí sí que no os metéis con nada mientras no se vea ni una teta, pues voy a hacer otra de esas y ya está” [1].



Rodada con el presupuesto más elevado hasta entonces manejado por el director, diez millones de las antiguas pesetas, Miss Muerte se revela como uno de los puntos de inflexión más importantes de la primera etapa de su filmografía, no sólo porque a partir de este momento su carrera se desarrollará en su mayor parte fuera de España, sino porque su personalísima revisitación / recreación de géneros, recursos y argumentos propios del cine clásico europeo y norteamericano, con ecos de la novela La novia iba de negro (1940) de William Irish y un sentido homenaje a Robert Bresson, llega a su punto culminante. La película, filtrada por el particular humor (negro) del director y tamizada por una erotismo enfermizo de ribetes fetichistas / sadomasoquistas, invierte, o mejor, pervierte, el esquema tradicional de las películas sobre científicos enloquecidos: el mad doctor de turno es aquí una perversa científica de personalidad inequívocamente lésbica, Irma Zimmer (Mabel Karr), y el monstruo, es decir, el resultado de sus experimentos, una bailarina de night club, Nadia / Miss Muerte (Estella Blain), con los centros nerviosos manipulados. A través de ella, Irma podrá vengar la muerte de su progenitor y al mismo tiempo demostrar la validez de sus teórias (el Dr. Zimmer estaba convencido de la posibilidad de dominar la voluntad humana mediante la intervención con electrodos en los centros nerviosos), convirtiendo a la bailarina en un autómata a sus órdenes que seducirá y asesinará uno por uno a los tres científicos responsables de la desgracia de su padre. Como será cada vez más habitual en su carrera posterior, Franco se reserva un papel pequeño pero muy significativo, el del inspector de policía Tanner, curiosamente, o no, nombre del personaje protagonista de Gritos en la noche.

II. Huida a ninguna parte

Poco después del estreno de Miss Muerte, los interminables problemas con la censura, y en relación más o menos directa con este punto, la escasa repercusión de sus películas en España llevarán a Franco a emprender una especie de exilio voluntario, más bien una huida hacia ninguna parte, un periplo delirante, en el sentido más amplio del término, por numerosos países europeos, trabajando a destajo en condiciones generalmente paupérrimas en los géneros más comerciales del momento en busca de una libertad creativa y expresiva imposible de encontrar en la España de la época.

A partir de este momento, Franco se convierte en un cineasta compulsivo: rueda sin parar cualquier cosa, a veces incluso sin un guión establecido, y la gran cantidad de películas que es capaz de firmar en muy poco tiempo lleva no tanto al cineasta como a algunos de sus productores y / o distribuidores a ocultar su autoría bajo seudónimo(s). Es el principio de una de las principales leyendas relacionadas con la obra de Franco, prácticamente imposible de desligar de la aureóla mitómana que la ha acabado rodeando: la lista de seudónimos relacionados con sus películas es teóricamente una de las más largas de la historia, y aunque el más conocido probablemente sea el de Jess Frank, el mismo cineasta ha asegurado en varias ocasiones no estar al corriente de muchos de los (falsos) nombres que le han atribuido. Algo parecido puede decirse de los títulos alternativos, o no, que han recibido muchas de sus películas dependiendo del país dónde se han estrenado, con el agravante que muchas de ellas han sido financiadas en régimen de coproducción entre dos o más países distintos. El propio director ha contribuido también en no pocas ocasiones a la confusión: destaca en este sentido uno de sus títulos más representativos, El sádico de Notre Dame (L’éventreur de Notre-Dame, 1979), teórica coproducción entre Francia, Bélgica y España rodada aprovechando material de una producción suya anterior, Exorcisme (también conocida como Les possédées du diable, 1974) que Franco utilizaría igualmente para (re)montar el filme pornográfico Sexorcismes, estrenado casi al mismo tiempo. La cinta es conocida en Estados Unidos como Demoniac, en Gran Bretaña como Exorcism y en España sería lanzada en dvd con el título de El exorcista diabólico, aunque seguramente ni el más curtido y completista seguidor de Franco sabría decir con exactitud cuál es el montaje original o definitivo, si es que existe uno.


El Sádico de Notre-Dame

Dejando de lado el pedestre trabajo de puesta en escena y los (horribles) fallos de raccord de todo tipo que fruto de los diversos montajes pueblan el metraje, seguramente en todas sus versiones, El sádico de Notre Dame es una demencial conjunción de terror, sadismo y erotismo que constituye un nada encubierto ajuste de cuentas con la Iglesia Católica. (Casi) Por única vez en su carrera, Franco se reserva el papel protagonista, el del exsacerdote MathisVogel (Franco), un psicópata que tortura y asesina sádicamente a las actrices que participan en un espectáculo de sadomasoquismo y satanismo en el París de la época para liberar sus almas del pecado. El sádico de Notre Dame, en todo caso, no será ni mucho menos la única película de Franco que conocerá una doble versión sensiblemente subida de tono; destaca en este sentido El ataque de las vampiras (Les avaleuses, 1974), variación en clave vampírica de uno de los grandes éxitos del cine pornográfico de principios de los setenta, Garganta profunda (Deep throat, Gerard Damiano, 1972): la protagonista, la vampira muda Irina Karlstein (Lina Romay) [2] sobrevive asesinando a sus amantes para extraer su energía vital mediante felaciones, si bien en algunas versiones parece que simplemente se alimentaba de su sangre. Rodado en Portugal (la trama se desarrolla íntegramente en la isla de Madeira) con capital francés y belga y con el concurso de buena parte de sus actores de confianza, el filme está dotado de una sugerente atmósfera irreal e onírica cercana al surrealismo y se sitúa en ese etérea frontera que separa lo fascinante de lo ridículo. Franco se reserva el breve papel del Dr. Roberts, el médico de la policía que descubre la verdadera naturaleza de la Condesa con la ayuda de un experto en ocultismo no por nada llamado Dr. Orloff (papel interpretado, es un decir, por el crítico francés Jean-Pierre Bouyxou), pero la película conoció tantas versiones y montajes diferentes para su distribución internacional –es conocida, entre otros títulos, como Un caldo corpo di femmina, Erotikill: Lüsterne vampire im spermarausch, Erotikiller o Insatiable lust– que, una vez más, resulta prácticamente imposible desentrañar qué montaje era el preferido por el director.

3. Lejos de España

Las incursiones más importantes en el cine de terror de Jesús Franco fueron realizadas fuera de España en el momento de máximo esplendor del género en nuestro país, especialmente a partir del sonado boom internacional de La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1970). La exitosa proyección en el Festival de Berlín de la primera producción de Franco realizada íntegramente fuera de España, Necronomicon (1967), abrió muchas puertas y nuevas posibilidades al director. Este título marca de manera decisiva no sólo la etapa más fructífera de la carrera de Franco –en 1968 firma ocho películas, siete en 1969 y así sucesivamente–, sino también una ruptura hasta cierto punto radical con el estilo y las características del cine más clásico, por decirlo de alguna manera, que había realizado hasta entonces. Carente prácticamente de argumento propiamente dicho –la trama, si es que existe, se reduce a los delirios al mismo tiempo sádicos y eróticos de un misterioso personaje femenino interpretado por Janine Reynaud–, Necronomicon no es una película de género, es una suerte de experimento onírico, a-narrativo incluso, que fascina al mismo tiempo que repele, atrae a la vez que puede provocar (y de hecho provoca) un estado de nerviosismo y crispación en el espectador. No hay vuelta atrás: a partir de este punto de la filmografía de Franco, sus películas más personales escapan a cualquier intento de racionalización. La total despreocupación por la lógica narrativa y por las convenciones más básicas de la planificación y la dramatúrgia cinematográfica, así como una visión del erotismo libre de ataduras y perjuicios, tan personal como enfermiza, son, de hecho, los dos principales pilares en los que se sustenta Necronomicon, filme que en palabras del propio Franco, “supuso la liberación. Con esa película pude expresar cantidad de cosas que llevaba dentro y que, hasta entonces, no habían podido salir a la luz” [3]. La película sería distribuida en Estados Unidos con el extraño título Succubus por la compañía American International Pictures, la cual puso en contacto a Franco con el inefable productor Harry Alan Towers: la primera colaboración entre ambos daría sus frutos meses después con Fu-Manchú y el beso de la muerte (The blood of Fu-Manchú) y El castillo de Fu-Manchú (The castle of Fu-Manchu), rodadas en 1968 y protagonizadas por Christopher Lee. Franco y Lee volverían a coincidir aún no un año más tarde en El proceso de las brujas (Der hexentöter von Blackmoor / Il trono di fuoco / The bloody judge, 1969) e, inmediatamente después, en El Conde Drácula (Nachts, wenn Dracula erwacht, 1969), también producida por Harry Alan Towers. Filmadas entre España, Turquía y Brazil, las dos últimas entregas de la serie de Fu-Manchú iniciada por Don Sharp con El regreso de Fu-Manchú (The face of Fu Manchu, 1965) [4], sirvieron a Franco para ilustrar, con más ilusión que pericia, su pasión por el cómic y los folletines (aunque las imágenes del cuartel general de Fu Manchú, situado / recreado en el Parque Güell de Barcelona, han pasado justamente a la historia). El proceso de las brujas, por su lado, es una explotación comercial tan descarada como delirante de la obra maestra de Michael Reeves El general Witchfinder (Witchfinder General, 1968), estrenada casi al mismo tiempo que la mucho más conocida –y polémica– Las torturas de la inquisición (Hexen bis aufs Blut gequält, Michael Armstrong, 1970). Ambientada en la Inglaterra de finales del siglo XVII, la cinta muestra las sangrientas andanzas de Lord George Jeffreys (Lee), personaje histórico real conocido por el sobrenombre de “El juez sangriento”, un magistrado sádico que procesó y condenó a personas inocentes bajo acusaciones infundadas de brujería y traición. Melodrama histórico, aventuras de regusto clásico, terror sangriento y erotismo descarnado (cortesía en buena medida de dos actrices recurrentes del género en la época, María Rohm y Diana Lorys, hoy injustamente olvidadas) se dan de la mano en una película irregular pero superior a buena parte de los títulos firmados a destajo por Franco durante esos años.

Continuará…

  • [1]. Entrevista con Jesús Franco, revista DeZine, nº 4, San Sebastián, 1991. Franco conseguirá realizar Al otro lado del espejo (Le miroir obsène) en Francia en 1973: es la historia de una mujer joven (Emma Cohen) que asesina a todos los hombres que pretenden entablar relaciones amorosas con ella, obedeciendo así los dictados de su difunto padre (Howard Vernon), que se suicidó por celos tiempo atrás.

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  • [2]. Lina Romay es el principal seudónimo utilizado por Rosa Maria Almirall (Barcelona, 1954), pronto convertida en compañera sentimental del director y en una de las actrices más recurrentes de su filmografía, en la que también ha ejercido con regularidad muchas facetas técnicas, desde el guión hasta el montaje, pasando incluso por la dirección (o la codirección) de algunas películas generalmente atribuidas a Franco, ocultando su verdadero nombre con seudónimos tales como Lulú Laverne o Candy Coster.

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  • [3]. Entrevista con Jesús Franco, incluida en AA.VV., Cine fantástico y de terror español, 1900 – 1983, Donostia: Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, p. 164.

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  • [4]. La serie la componen un total de cuatro títulos: El regreso de Fu-Manchú, Las novias de Fu-Manchú (The brides of Fu Manchu, Don Sharp, 1966), La venganza de Fu-Manchú (The vengeance of Fu Manchu, Jeremy Summers, 1967) y las dos entregas firmadas por Franco.

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