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publicado el 3 de abril de 2009

El poder oculto

La recuperación de Mágico dominio, película “perdida” hasta la década de los sesenta del siglo XX y en España prácticamente desconocida, ofrece una perspectiva inaudita sobre la (pre)historia del cine de terror clásico estadounidense. A medio camino entre el romanticismo torturado europeo de los años diez y veinte y el horror ya institucionalizado que hará furor durante la década siguiente con las producciones de la Universal, Mágico dominio es una película-puente entre dos maneras de ver / entender el séptimo arte y, probablemente, también el testamento cinematográfico de uno de los más grandes –y más olvidados– directores del cine mudo, Rex Ingram (1892–1950).

Pau Roig |
Algunos apuntes biográficos

Nacido Reginald Ingram Montgomery Hitchcock en Irlanda, Rex Ingram bien puede ser considerado un cineasta maldito: figura imprescindible del cine silente, su renuncia explícita a las presiones e imposiciones de la industria (en 1924 abandonó Estados Unidos para trasladarse a Francia) y su prematura retirada –tras el fracaso de su única producción sonora, Baroud (Guerra) (Baroud, 1931-32)– lo acabarían condenando a un injusto olvido. Descubridor de Rodolfo Valentino –Los cuatro jinetes del apocalipsis (The four horsemen of the Apocalypse, 1921)– y Ramon Novarro –El prisionero de Zenda (The prisoner of Zenda, 1922), Scaramouche (Id., 1923), El árabe (The arab, 1924)–, pocos recuerdan su decisiva participación en la monumental Ben-Hur (Ben-Hur: A tale of the Christ, 1925), firmada por en solitario por Fred Niblo pero codirigida por otros cuatro directores (Ingram, Charles Brabin, Christy Cabanne y J. J. Cohn). Ingram rodó las escenas de Italia, dónde se había trasladado intentando escapar de las garras del rígido sistema de estudios de Hollywood. Gran amigo del director y actor Erich von Stroheim (1885–1957), quién llegaría a calificarlo como “el director más grande del mundo”, Ingram compartió con él similares problemas con la industria por su desmesura, llegando a multiplicar por dos y por tres el presupuesto asignado a algunas de sus producciones. Hastiado de Hollywood y del bajo nivel de sus escritores y guionistas, recurrió con asiduidad a la literatura de otros países buscando una base narrativa sólida para sus realizaciones, casi siempre basadas en textos preexistentes. Instalado con su esposa Alice Terry (1899–1987) en Niza, dónde la pareja disponía de sus propios estudios cinematográficos, Ingram pudo trabajar sin imposiciones ni ataduras en una serie de proyectos financiados por lo general con capital estadounidense [1] y rodados en Italia, España y el Norte de África con el fiel concurso del director de fotografía John Seitz (1892–1979) y el montador Grant Whytock (1894–1972): Mare Nostrum (1926), según Vicente Blasco Ibañez, Mágico dominio, The garden of Allah (1927), adaptación de la novela homónima de Robert Hichens, y The three passions (1928), basada en la obra de Cosmo Hamilton. Sólo dirigiría una película más, la ya citada Baroud (Guerra), si bien en estos años ejerció también de maestro / mentor del que pronto se convertiría en uno de los realizadores más importantes de la historia del cine británico, Michael Powell (1905–1990), acreditado como ayudante de dirección en Mágico dominio y The garden of Allah. Otro ilustre director inglés, David Lean, se referiría también a Ingram como su maestro y principal fuente de inspiración. Tras el fracaso de su única película sonora (cuenta la leyenda que el realizador detestaba profundamente el cine sonoro), Ingram volvería a Los Angeles, dónde trabajaría como escultor y escritor hasta su muerte, llegando a escribir dos novelas, 'Mars in the house of death' y 'The legion advances', y convirtiéndose al Islam en 1933.

Entre la tradición y la modernidad

Igual que los títulos anteriores de Ingram, Mágico dominio se basa en una novela, la obra de idéntico título original que W. Somerset Maugham escribió en 1908 inspirándose en la vida de Aleister Crowley (1875–1947). Conocido como “el hombre más perverso del mundo”, Crowley fue un célebre mago y ocultista, miembro de la Orden Hermética del Alba Dorada (“Hermetic Order of the Golden Dawn”) y de la Ordo Templi Orientis, entre otras sociedades secretas de la época, que ejerció una gran influencia en el mundo del esoterismo de principios del siglo XX. Alejándose por igual del melodrama y del horror, entendido éste último en un sentido más metafórico que literal, Maugham (y con él Ingram) se aproxima a tan ambigua y sugerente figura no desde un prisma hagiográfico, tampoco con una voluntad discursiva o crítica; el protagonista de The magician es mostrado como una especie de fantasma, una figura oscura y solitaria que ansía un conocimiento supremo que sólo la magia arcaica puede ofrecerle. Nadie mejor para interpretarlo en la gran pantalla –y ésta es una muestra indiscutible de la genialidad de Ingram– que el actor y director alemán Paul Wegener (1874–1948), responsable poco tiempo atrás de dos títulos imprescindibles del cine europeo –El estudiante de Praga (Der student von Prag, codirigida por Stellan Rye, 1913) y El Golem (Der Golem, codirigida por Carl Boese, 1920)– [2]. Wegener se pone en la piel de Oliver Haddo, un mago y mesmerista, un hombre misterioso surgido de las tinieblas del pasado, con una frialdad imperturbable pero inquietante a la que no es ajena su gran corpulencia física. Aunque estudia medicina, Haddo reniega de la fría ciencia moderna: todo su poder procede de antiguos libros de magia y ocultismo olvidados (enterrados) en la biblioteca de París, a los que ha dedicado toda su vida. A través de sus fórmulas y enseñanzas ancestrales perdidas en la noche de los tiempos Haddo ha conseguido la fórmula que le permitirá crear vida artificial a partir de la magia. Necesita, no obstante, el ingrediente definitivo: la sangre de una mujer virgen.

Ciencia versus magia

Ingram contrapone en todo momento, y de manera brillante, el mundo ominoso pero fascinante de la magia y el esoterismo con los descubrimientos y los avances de la medicina moderna, una ciencia que para el mago carece de verdadera alma, de auténtico poder. Prácticamente todo el filme está articulado alrededor de esta confrontación: el principal rival de Haddo, el Dr. Arthur Burdon (Ivan Petrovich), es un eminente cirujano estadounidense prometido a la que mujer que el mago desea, la escultora Margaret Dauncey (Alice Terry). Burdon ha salvado a Margaret de una muerte segura tras un accidente en su taller, realizando satisfactoriamente una operación quirúrgica revolucionaria filmada por Ingram de manera verdaderamente magistral: un plano general muestra una espaciosa, pero aséptica y fría sala de operaciones; a su alrededor, situados detrás de una gran cristalera, vemos una decena larga de médicos, ataviados todos con la preceptiva bata blanca y contemplando en una especie de éxtasis el “milagro” obrado por Burdon. Sólo Haddo, en un rincón, observa la escena con una indescriptible mezcla de desdén y repugnancia apoyando sus grandes manos sobre el cristal…: “Salvar una vida humana es algo relativamente simple; sin embargo, la creación de vida requiere poderes mágicos” afirmará indignado ante la asustada presencia de dos médicos. El poder del mago es mucho más grande, infinito quizá: Haddo ejerce sobre todos aquellos que le rodean una imposible mezcla de atracción y repulsión. Margaret no tardará en caer en sus redes, hipnotizada, sí, pero atraída también por la tentación del abismo que representa, momento visualizado en la extraordinaria escena de la frenética bacanal (¿aquelarre?) que le muestra Haddo, inspirada en buena medida en el mundo surrealista del genial pintor flamenco Hyeronimus Bosch (1450–1516). Un mundo misterioso, encantado, pero también salvaje e inequívocamente lujurioso cobra vida delante los ojos de la mujer, un mundo que contrasta con la rutina y la verdadera falta de emoción de su acomodada y tranquila vida burguesa, un mundo que la atrae irresistiblemente porqué está fuera de su alcance: ¿qué simboliza sino la escultura gigantesca del fauno en la que está trabajando en su taller y que está a punto de costarle la vida, mostrada en la escena que abre el filme? Al mismo tiempo que muestra la fuerza de su poder, Ingram muestra también el egoísmo y la falta de escrúpulos del mago. El personaje en ningún momento viene a representar el Mal en mayúsculas, ni una Maldad entendida en un sentido absoluto: tras obligar a Margaret a casarse con él por la fuerza, Haddo se la llevará a Montecarlo, dónde aprovechará sus poderes mentales para enriquecerse jugando a la ruleta en los casinos… Mientras ultima los detalles del experimento que lo convertirá prácticamente en un Dios, Haddo no renuncia a placeres más mundanos: fuera de contexto, hastiado de la humanidad y del progreso, el mago sólo busca satisfacer su sed de poder.

Hacia un horror de lo espiritual

Hasta el último tercio del metraje, Ingram no muestra el castillo del mago, situado en lo más alto de una escarpada montaña cerca del pueblo medieval de Latourette, al que sólo se puede acceder a caballo o a pie, ni a su ayudante enano (Henry Wilson), personaje que de hecho no tiene ningún peso en el desarrollo de la acción. Esta parte del filme, quizá la más endeble a nivel narrativo / dramático (la trama pronto se reduce a los desesperados intentos de Burdon para rescatar a Margaret con la ayuda de un familiar de ésta), es la más elaborada a nivel visual: contiene numerosos hallazgos de puesta en escena y ambientación, algunos de ellos inspirados de manera inequívoca en El Golem (la “expresionista” visualización de de las retorcidas casas y empinadas callejuelas del pueblo, por ejemplo), y que serán prácticamente copiados en las posteriores producciones terroríficas de la compañía Universal. El miedo atroz de los habitantes del pueblo hacia Haddo (cierran corriendo las puertas y las ventanas de sus casas y esconden a sus hijos en presencia del mago), la arquitectura imposible del castillo, un edificio altísimo formado por tres torres cilíndricas unidas, la atmósfera irreal e inquietante del laboratorio, una sala espaciosa repleta de libros antiguos, extraños líquidos, ingredientes prohibidos e inquietantes artilugios… Recursos, ideas y elementos que serán utilizados con mayor o menor fortuna en títulos como Drácula (Dracula, Tod Browning) y El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), entre muchos otros, convirtiéndose rápidamente en genuinos estilemas visuales del cine de terror clásico. La diferencia, primordial, estriba en el sentido y en la utilización que Ingram hace de ellos: el “laboratorio infernal” de Haddo no es el verdadero fin u objetivo de la trama, ni siquiera un recurso escenográfico destinado a la creación de inquietud o de misterio, es un universo cerrado e impenetrable, la visualización y a la vez la extensión del poder intangible del mago. El trabajo de dirección no subraya, ni siquiera explica nunca los acontecimientos relatados; la sucesión de secuencias cerradas que componen el filme parece obedecer más a una especie de negra fatalidad que a una relación de causa-efecto, ya que el relato avanza a partir de violentas relaciones de oposición / confrontación (Pasado y Futuro, Magia y Ciencia, Bien y Mal, Belleza y Monstruosidad, etc.) que trascienden incluso el ámbito de lo propiamente cinematográfico en su intento de mostrar un horror que se encuentra más allá de la realidad material. No hay ni un solo movimiento de cámara en Mágico dominio, aunque da la impresión que un travelling o una ligera, pequeña panorámica no podrían mejorar la puesta en escena del director: un plano general abre y cierra cada una de las diferentes escenas, y es mediante el montaje y el recurso a los primeros planos que Ingram muestra las relaciones entre los distintos personajes.

    NOTAS:
  • [1]. Exceptuando The garden of Allah, las producciones realizadas por Ingram en Niza fueron financiadas y distribuidas por la Metro-Goldwyn-Mayer, aunque el realizador no permitió que su presidente / fundador Louis B. Mayer apareciera en los títulos de crédito por la profunda enemistad que sentía hacia él desde sus años en Hollywood.

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  • [2]. Wegener permanecería en Alemania mientras buena parte de sus compatriotas (directores como Paul Leni, Fritz Lang y F. W. Murnau, actores como Conrad Veidt y Peter Lorre, entre muchos otros) emigraban a Estados Unidos; sus nada disimuladas simpatías por el nacionalsocialismo de Adolf Hitler y su condición de “actor oficial” del régimen durante la década de los treinta lo acabaría condenando a un injusto ostracismo.

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA
    Estados Unidos, 1926. 83 minutos. B/N. Dirección, producción y guión: Rex Ingram, para Metro-Goldwyn-Mayer, sobre la novela homónima de W. Somerset Fotografía: John F. Seitz Dirección artística: Henri Ménessier Montaje: Grant Whytock Intérpretes: Alice Terry (Margaret Dauncey), Paul Wegener (Oliver Haddo), Iván Petrovich (Dr. Arthur Burdon), Firmin Gémier (Dr. Porhoet), Gladys Hamer (Susie Boud), Henry Wilson (El sirviente).



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