publicado el 15 de marzo de 2004
Juan Carlos Matilla | La primera idea que me vino a la mente mientras contemplaba las intensas y sentidas imágenes de la última película de Tim Burton fue pensar en una de las sentencias más famosas de Alfred Hitchcock. En la entrevista que le concedió a François Truffaut (después recogida en el magistral libro El cine según Hitchcock), el maestro británico acuñó un nuevo término que se ajusta a la perfección a la génesis de Big Fish (2003): el run for cover. Hitchcock explicaba que la mejor estrategia que puede seguir un autor después de un fracaso artístico o en una situación de duda ante un material que no sabe cómo manejar, es refugiarse en lo ya conocido, en la temática que uno domina más, volver sobre sus pasos (run for cover) para así poder garantizar el control total de su obra. Tras la desastrosa El planeta de los simios (The Planet of the Apes, 2001), un filme tibio y mediocre que desmerecía la capacidad creativa del director, parece ser que Burton ha hecho suya la máxima de Hitchcock al elaborar su última obra, ya que ésta es un excelente compendio de todas las constantes estilísticas y temáticas de su cine. Big Fish tenía que ser un estímulo para Burton después de la amarga experiencia que supuso la filmación de su anterior película y, además, debía impulsar de nuevo su carrera. La sorpresa radica en que ni el más entusiasta admirador esperaba que este impulso resultase tan estratosférico, ya que el director estadounidense ha filmado aquí una de sus mejores obras y sin lugar a dudas, la más valiente, arriesgada y madura de toda su filmografía.
Adaptación de la novela homónima de Daniel Wallace, Big Fish narra la tensa relación que se establece entre el tenaz Ed Bloom (interpretado en su juventud por Ewan McGregor y en su madurez por Albert Finney) y su taciturno hijo Will (Billy Cudrup). Ed es un fabulador nato, un hombre que siempre ha utilizado la fantasía para encandilar a todos los que le han rodeado en vida. Infatigable contador de historias inverosímiles, su capacidad imaginativa siempre ha chocado con el pragmatismo de su hijo, quien nunca ha entendido su postura y siempre lo ha visto como un ser cobarde y mentiroso además de un mal padre. A partir de esta línea argumental, Burton confecciona una inolvidable y melancólica parábola sobre la importancia de la fabulación, la manipulación del recuerdo como herramienta para poder aprehender los valores esenciales de la vida, la exploración de los límites entre la ficción y la realidad, y, sobre todo, la necesidad de utilizar la imaginación no tanto como vía de escape sino como filosofía de vida. Pero Burton no introduce estos temas de forma demagoga ni dogmática ya que, bajo las sedosas imágenes de Big Fish, se esconde una cierta ambigüedad ante lo narrado, una amargura causada por la certidumbre de que el mundo no es más que una desoladora realidad que es incapaz de hacer feliz al ser humano.
Además de su atractivo trasfondo moral, lo más llamativo del filme es su arriesgada puesta en escena y su complejo entramado formal. El autor de Ed Wood (1994) juega continuamente con el punto de vista, el tiempo narrativo y el uso del flashback desde un enfoque a veces casi abstracto e irracional. Burton diseña una imaginería visual mucho más surrealista y simbólica que la de otros filmes anteriores (como vemos en secuencias como la entrada de Ed en la alucinada ciudad de Espectro, su primer encuentro con Sandra en el circo o en el espectacular momento en el que se le aparece la ondina bajo el agua), además de un catálogo de personajes absolutamente geniales como la bruja del ojo de cristal (tomada de la tradición mitológica grecorromana), el gigante de buen corazón, el poeta desastroso, la niña enamorada de Ed, las siamesas cantantes, el licántropo circense, etc. A todo esto se suma una capacidad emotiva única en su obra que se concentra en los maravillosos últimos quince minutos del largometraje, un final memorable e intensísimo (del que no diré nada más para no fastidiárselo a nadie) capaz de emocionar hasta el espectador más circunspecto.
Muchos críticos han sacado a colación la obra de Federico Fellini para analizar el último filme de Burton, pero, aunque sea una referencia del todo acertada [ya que Big Fish comparte el tono fúnebre y circense de joyas como Amarcord (1973) o Fellini 8 1/2 (1963)], en mi opinión, está más cerca del último cine de Steven Spielberg y de A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), en particular. Ambos filmes parten de la estructura tradicional del cuento de hadas para transgredirla y elaborar así un turbio y nostálgico relato sobre individuos marginados que luchan por imponer su personal y pasional visión del mundo y de sí mismos. Son dos obras ligeras en apariencia pero que en realidad esconden múltiples significados y un enfoque casi metafísico de la noción de realidad y de normalidad. Los héroes de Burton, nobles, descarriados y singulares (como Ed Bloom, Edward Wood jr. o Eduardo Manostijeras), no andan muy lejos de los de Spielberg [como el joven Jim de El imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), el androide David de A.I. o el estafador Frank Abagnale Jr de Atrápame si puedes (Catch me if you Can, 2002)], ya que todos ellos necesitan de la imaginación, los sueños y el artificio para sobrevivir. Son seres apartados de la sociedad por diversas razones que intentan subvertir su entorno según sus propios principios e ideales, aunque a veces no lo consigan. Ambas maneras de contemplar el cine pueden parecer antagónicos pero, a raíz de Big Fish, se me antojan similares y complementarias (no en vano, la adaptación de la novela de Wallace fue un proyecto acariciado por Spielberg).
No apta para espectadores amantes de propuestas ortodoxas, Big Fish seducirá a todos aquellos que busquen obras inspiradoras y atrevidas que sepan conjugar turbación y reflexión al mismo tiempo. Filmes arriesgados que entiendan el cine como un medio propicio para la magia y el encantamiento cuyo principal objetivo sea alcanzar la emoción pura mediante el artificio. En Big Fish, Burton cierra una particular trilogía que se completa con sus dos anteriores Eduardos: Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990) y Ed Wood, una tríada que ha supuesto una nueva forma de ver el cine fantástico a partir de la creación de un mundo personalísimo, tierno y siniestro a la vez. En definitiva, no se la pierda, es una de las mejores películas del cine reciente, pese a quien le pese.