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publicado el 23 de abril de 2009

El videojuego de Romeo y Julieta

Pau Roig | Debut en la dirección del mago de los efectos especiales Patrick Tatapoulos, Underworld: La rebelión de los licántropos es la tercera entrega de una de las franquicias más rentables del cine de aventuras fantásticas del siglo XXI, un género de moda tras el descomunal éxito –a todos los niveles– de El señor de los anillos (Lord of the rings, Peter Jackson, 2001-2003) y que vivió uno de sus niveles más bajos, creativamente hablando, con Van Helsing (Id., Stephen Sommers, 2004). Lejos de aportar nada a los dos títulos que le preceden, esta segunda secuela pone de manifiesto varias cosas: en primer lugar, la influencia cada vez mayor del universo de los videojuegos en el cine de gran presupuesto de Hollywood; segundo, estrechamente relacionado con el anterior, la creciente hibridación genérica de las grandes producciones destinadas al consumo masivo (aquí el terror y la fantasía son un simple pretexto), y por último, y no menos importante, la nula imaginación de sus guionistas.

Existe una curiosa tendencia en el cine norteamericano actual de explotar hacia el pasado las series (o sagas, o franquicias) cuyos presupuestos narrativos y argumentales están estancados en el presente o tienen visos evidentes de estarlo en un futuro inmediato. No se trata ni mucho menos de un recurso nuevo, de hecho ocurrió no hace tanto con la deleznable La matanza de Texas: El origen (The Texas chainsaw massacre: The beginning, Jonathan Liebesman, 2006), pero el caso es que tan previsible estrategia comercial alcanza ahora a Underworld: La rebelión de los licántropos. El filme abandona la edad contemporánea para viajar al pasado y narrar así el origen de la guerra sin fin que enfrenta a dos monstruosas razas, vampiros y hombres lobo, una excusa como cualquier otra para diluir el nimio potencial terrorífico de una trama que, al adentrarse en los terrenos de la leyenda y el mito, abandona prácticamente cualquier relación que pudiera tener con el mal llamado “cine fantástico” y abraza los dominios de lo maravilloso. Esta vuelta al pasado es la única novedad de una propuesta realizada con un presupuesto sensiblemente inferior a la segunda entrega (de 50 millones de dólares se ha pasado a 35) y ya sin el concurso del director Len Wiseman ni de los actores Kate Beckinsale y Scott Speedman. Tatapoulos recrea sin nervio tanto elementos de los dos filmes anteriores –Underworld (Id., 2003) y Underworld: Evolution (Id., 2006) se centraban en mayor o menor medida en el amor prohibido / perseguido entre la vampira Selena (Beckinsale) y el híbrido vampiro-lobo Michael Corvin (Speedman)– como a yuxtaponer, en el marco de un universo fantasmagórico, algunos de los más trasnochados recursos de cualquier drama romántico que se precie. Poco después de un atropellado y mareante prólogo que parece la introducción de algún videojuego de espada y brujería de segunda división, y por si quedaba alguna duda, el director novel da perfecta cuenta del nulo nivel de inventiva y de la falta de sutilidad de la propuesta con una de las escenas eróticas más bochornosas que se recuerdan: la relación entre la vampira Sonja (Rhona Mitra) y el licántropo Lucian (Michael Sheen), líder de una raza de hombres-lobo inteligentes que los chupasangres –liderados con mano de hierro por el padre de Sonja, Viktor (Bill Nighy)– utilizan como esclavos, es el detonante de una trama insustancial y plana cuya única razón de ser es la explotación de la estética oscura que constituye la marca de fábrica de la saga. Esta vez, sin embargo, el 'look' visual del conjunto resulta tan marcadamente digital, tan impostado, que ni siquiera parece que nos encontremos delante de una película cinematográfica.

Fiel a los más discutibles recursos de la trilogía monumental de Peter Jackson antes citada (abuso de movimientos de cámara imposibles, saturación de efectos digitales, omnipresencia de la música) pero sin recurrir a ninguno de sus numerosos hallazgos de puesta en escena, Underworld: La rebelión de los licántropos propone un bombardeo de travellings delirantes y de planos de décimas de segundo de duración que no profundiza en ninguno de sus potenciales elementos de interés, que en contra de lo que podría parecer no son pocos. Rhona Mitra luce su cuerpo atlético por el simple hecho de lucirlo (cada vez que se aventura fuera de los límites del castillo su amado tiene que salir corriendo detrás suyo para salvarla de los peligros que se esconden en lo más profundo del bosque), Michael Sheen parece salido de un concierto de los Foo Fighters y, para evitar la menor identificación con el villano de turno, el personaje que incorpora el siempre solvente Bill Nighy es de una maldad tan inamovible que no evoluciona de ninguna manera ni en ninguna dirección. Cualquier atisbo de profundidad, el menor rastro de emoción, es eliminado de un plumazo tanto por la impericia y la falta de personalidad de Tatapoulos tras de la cámara como por la sucesión de tópicos presentes en el guión firmado por Danny McBride, Dirk Blackman y Howard McCain, un libreto que, dicho sea de paso, parece haber sido recortado sensiblemente para no sobrepasar los noventa minutos de metraje (sin los créditos finales, de hecho, apenas alcanza los ochenta, algo impensable en una producción de primera línea de estas características). Elementos prometedores sobre el papel, como la relación entre los hombres-lobo (seres monstruosos y agresivos pero sin inteligencia) y los licántropos (hombres que son capaces de convertirse en lobos), o las oscuras intrigas del Consejo feudal de los vampiros y el sometimiento de los humanos a su poder, no están desarrollados. De hecho, a nadie parecen interesarle lo más mínimo.

La progresión digamos épica que se le presupone a una historia mítica de estas características, por otro lado, no existe: incluso el espectador menos avispado, por referencias incluidas en las dos primeras entregas, sabe que tanto Lucian como Viktor deben sobrevivir para el estallido posterior de la guerra entre vampiros y licántropos, pero los máximos responsables de la producción hacen trampa con la (falsa) muerte de ambos tras una lucha que es toda impostura. La película es cobarde (en el peor sentido del término), y el miedo a desmarcarse un solo milímetro de los rígidos marcos (pre)establecidos por los dos primeros títulos, a los que no supera de ninguna manera ni en ninguna faceta, lleva al director a desaprovechar una idea genial, la sádica y descarnada vuelta de tuerca a la muerte de los amantes de 'Romeo y Julieta' de William Shakespeare (referente ineludible del filme, aunque nadie lo diría): condenada a muerte por traición por todos los miembros del Consejo (incluido su padre), Sonja muere calcinada por los rayos del sol ante la mirada impotente de Lucian, obligado a contemplar la ejecución y sin poder hacer nada para ayudarla.


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