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publicado el 21 de agosto de 2009

Realidad y manipulación

Pau Roig | Los fenómenos paranormales (o en todo caso aquellos hechos imposibles de explicar de manera científica) constituyen una de las principales fuentes argumentales de las que se ha venido nutriendo el cine de terror desde los años setenta; las películas basadas –o presuntamente basadas– en hechos reales hace tiempo que despiertan la curiosidad y el morbo de propios y extraños por lo que tienen de misterioso y, al mismo tiempo, de cercano: son historias que transcurren en nuestro entorno más inmediato, que despiertan una duda más o menos razonable sobre la fiabilidad de nuestros sentidos y sobre la solidez (o no) de la realidad que conocemos. Pero, ¿cómo traducir cinematográficamente esta zozobra, esta transformación / mutación del mundo que nos envuelve por la acción de algo intangible e inexplicable? Exorcismo en Connecticut lo hace de la peor manera posible, recurriendo a los tics más manidos del cine de terror sobrenatural.

1. Terror en Amityville (The Amityville horror, Stuart Rosenberg, 1979)

fue el primer filme que explotó de manera consciente no tanto las difusas fronteras que separan lo normal y lo paranormal sino, más concretamente, las problemáticas relaciones que se establecen entre la realidad y su manipulación. El inexplicable asesinato por parte de Butch de Feo de sus padres y de sus cuatro hermanos la noche del 14 de noviembre de 1974 en el 112 de Ocean Avenue de Amityville, así como los extraños fenómenos de los que fue testigo la familia que poco tiempo después se mudó a la misma casa, sirvieron a Jay Anson para escribir una suerte de ensayo / novela que falseaba buena parte de los hechos verídicos en busca de una espectacularización de la historia que rápidamente despertaría el interés de Hollywood. Parece existir una ley implícita pero irrenunciable según la cual los filmes sobre este tipo de fenómenos misteriosos (nos resistimos a utilizar el adjetivo sobrenaturales) deben resultar trepidantes y terroríficos, primando los sustos, el horror, antes que tratar de representar esa inexplicable sensación que en menor o mayor medida todos hemos experimentado alguna vez de que algo raro sucedía a nuestro alrededor. Algo similar ocurre también, por ejemplo, con el telefilme Poseído (Possessed, Steven E. de Souza, 2000), basado en el libro "Possessed: the true story of an exorcism" de Thomas B. Allen e inspirado en el único caso de posesión diabólica y exorcismo aceptado y reconocido como tal por la iglesia católica. Poseído rechaza cualquier concesión a la ambigüedad o a la duda y se limita a recrear con funcionalidad y sin demasiados efectismos el desarrollo de los hechos tal y cómo son descritos por Allen en su obra (una opción tan respetable como poco objetiva, ya que carece de consistencia para todos aquellos que no sean creyentes), si bien utiliza de forma gratuita y arbitraria la iconografía y los recursos habituales de las películas de terror sobre posesiones demoníacas.

El trasfondo real de Exorcismo en Connecticut es, probablemente, uno de los más truculentos de la historia reciente de Estados Unidos: el filme recrea una serie de hechos que tuvieron lugar entre 1986 y 1988 en el pueblo de Southington, en Connecticut, cuando la familia Snedeker alquiló a muy bajo coste una casa de la avenida Meriden que llevaba muchos años vacía. Poco después de instalarse, constataron no sin horror que la mansión había sido una funeraria durante los años veinte: en el sótano fue descubierta una sala de embalsamamiento y cajones llenos de fotos de cadáveres. Sugestionados o no por tan horrible descubrimiento, los miembros la familia pronto empezaron a notar actividades paranormales, desde sonidos misteriosos a cambios de temperatura, pasando incluso por apariciones fantasmales, y no tardaron en recurrir a dos expertos demonólogos, Ed y Lorraine Warner, para que investigaran el caso. No fue hasta la realización de un exorcismo que los fenómenos paranormales cesaron; la familia Snedeker se mudó de casa y pronto aparecieron los primeros ensayos sobre sus experiencias: Ray Garton publicó el relato de los hechos –In a dark place (1994)– pero no fue hasta la aparición del documental para la televisión A haunting in Connecticut (John Kavanaugh, 2002) que la industria del cine mostró interés por llevar el drama de la familia Snedeker a la gran pantalla. Es en este punto, igual que ocurre casi siempre que un determinado “misterio” sale a la luz pública, cuando los hechos reales, o en todo caso los hechos demostrables, se confunden con las licencias de periodistas, escritores y guionistas que en un momento u otro se han interesado por el caso, y de alguna manera también con los clichés por desgracia inevitables en una historia de estas características. El hecho que los productores del filme hayan reclutado a Adam Simon y Tim Metcalfe, dos figuras hasta cierto punto recurrentes del cine de terror estadounidense [1], resulta sintomática de sus verdaderas intenciones.

2. El guión de Simon y Metcalfe trata de ofrecer, por un lado,

todo lo que se espera de una producción de primera línea inspirada en sucesos reales, y por el otro una colección de ideas y recursos inevitables en todo filme de terror de principios del siglo XXI que se precie. En contra de lo que pueda parecer, ambas pretensiones no se complementan de ninguna manera, sino que chocan de manera frontal: Exorcismo en Connecticut, así, es un filme fallido desde su propia concepción, ya que se muestra incapaz de resolver el conflicto entre el rigor más o menos objetivo, entre sus pretensiones digamos documentales de (re)creación de un caso real, y la ficcionalización espectacular y efectista del mismo. Da la impresión, igual que puede decirse de una producción que nada tiene que ver con el género –El método (Marcelo Piñeyro, 2005), que toma prestado el nombre y poco más de la obra teatral de Jordi Galceran en la que se basa–, que la película parte de las desgraciadas vivencias de la familia Snedeker (rebautizada Campbell para mantener las distancias) para construir algo totalmente distinto: una cinta de terror comercial al uso y, por ello mismo, incapaz de ir más allá de lo que se espera de un título de estas características.

Empezando por su punto de partido argumental –con la salvedad que el hijo mayor del matrimonio, Matt (Kyle Gallner), está enfermo de cáncer, motivo del traslado de toda la familia a una residencia cercana al hospital dónde va a ser tratado– y siguiendo por un desarrollo torpe y efectista, todo en Exorcismo en Connecticut huele no a plagio ni a copia pero sí a refrito. Tenemos la casa misteriosa que oculta un secreto terrible y oscuro, tenemos a la (proto)típica familia más o menos disfuncional –los problemas del padre (Martin Donovan) con la bebida, la fortaleza de la madre abnegada (Virginia Madsen) capaz de sacar ella sola adelante a sus hijos– y tenemos también al personaje veterano y experimentado, el sacerdote protestante enfermo de cáncer que incorpora un despistado Elias Koteas, que guiará y ayudará a los protagonistas en su lucha contra el más allá por todos los medios a su alcance. Como de hecho ya ocurría en la citada Terror en Amityville no hay ninguna muerte violenta a lo largo del metraje, aunque sí una aparatosa sucesión de apariciones fantasmales y fenómenos paranormales que, a lo poco que se analicen con un poco de rigor, carecen de verdadero sentido porque rompen con la ambigüedad, o si se prefiere con la sutilidad con la que se deberían mostrar unos hechos que supuestamente ocurrieron. Simon y Metcalfe, por otro lado, juegan la carta de la corrección política y obvian cualquier referencia a las siniestras actividades “reales” del propietario de la antigua funeraria, relacionadas con el espinoso tema de la necrofilia, y juegan al recurso fácil del espiritismo y la quiromancia. Y decimos fácil no por improbable –el espiritismo tuvo su momento de máximo apogeo en el primer tercio del siglo XX y no resulta nada descabellado imaginar que se realizaran seánces en una funeraria, el lugar dónde se reúnen los vivos y los muertos– sino porque este recurso argumental, a parte que no tiene nada que ver con los hechos, deviene más un fin en sí mismo que un medio para explicar la historia.

3. Que una trama con múltiples elementos de interés haya sido encargada

a un director debutante, Peter Cornwell, que parece no tener ningún interés en el género ni en la trama, y que meses antes de su estreno en España circulen por Internet dos montajes distintos del filme (el “oficial”, de 92 minutos de duración, y otro de 102) tampoco debe extrañar a nadie: es práctica habitual de las grandes distribuidoras norteamericanas lanzar al mercado filmes destinados tan sólo a cubrir una determinada cuota de mercado, producciones mayoritariamente de género que son montadas y remontadas infinidad de veces a partir de pruebas de audiencia que son cualquier cosa menos fiables. Puede que éste sea el caso que nos ocupa, aunque resulta casi imposible imaginar cómo habría sido Exorcismo en Connecticut en manos de un realizador mucho más dado a trabajar las atmósferas y las texturas, más interesado en la creación de inquietud a través del trabajo de puesta en escena que del montaje y del recurso a una banda sonora omnipresente y reiterativa. El conjunto presenta numerosas imágenes de un notable poder de sugestión (realzadas por un impresionante diseño de producción), desde el descubrimiento de una pequeña caja de metal repleta de párpados humanos, que el propietario de la funeraria cortaba a los cadáveres intentando aumentar el poder de su hijo médium, hasta la visualización de una sesión de espiritismo ocurrida en la funeraria que concluyó con la aparición de un ectoplasma de considerables dimensiones en la boca del niño y con la muerte violenta de todos los asistentes. Pero a tono con la plana y autocomplaciente descripción de todos los protagonistas –tanto Matt, que más enfermo de cáncer en muchos momentos parece un vampiro o un muerto viviente, como el padre ahora borracho ahora no, que aparece y desaparece sin más explicaciones– Cornwell estropea estos y algunos otros momentos con un trabajo de dirección torpe y nada sutil que mezcla sin gracia pasado y presente y que copia las apariciones fantasmales de cualquier producción de terror oriental de rebajas. Todo ello resulta evidente en el largo clímax final, sin nada que ver con los hechos tal y como supuestamente ocurrieron y que pone de manifiesto también las pocas luces de los distribuidores españoles de la película, ya que en un sentido estricto no hay ningún exorcismo en Exorcismo en Connecticut, aunque sí una grotesca –y monumental– acumulación de cadáveres embalsamados que es prácticamente imposible que nadie hubiera descubierto a lo largo de los años.

    [1] Adam Simon (nacido en 1962) dirigió y guionizó dos mediocres filmes de terror de serie B y serie Z durante la década de los noventa –Brain dead (1990), Carnosaur (codirigida con Darren Moloney, 1993)– así como el aclamado documental sobre el cine de terror norteamericano The american nightmare (2000). Por su lado, Tim Metcalfe firmó los guiones de Noche de miedo 2 (Fright night 2, Tommy Lee Wallace, 1988) y Kalifornia (Id., Dominic Sena, 1993) y dirigió El corredor de la muerte (Killer: A journal of murder, 1996). Juntos ya habían escrito Bones (Id., Ernest Dickerson, 2001).

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA

    EUA, 2009. 92 minutos. Color. Director: Peter Cornwell Producción: Paul Brooks, Daniel Farrands, Wendy Rhoads y Andrew Trapani, para Gold Circle Films / Integrated Films & Management Guión: Adam Simon y Tim Metcalfe Fotografía: Adam Swica Música: Robert J. Kral Diseño de producción: Alicia Keywan Montaje: Tom Elkins Intérpretes: Virginia Madsen (Sara Campbell), Kyle Gallner (Matt Campbell), Elias Koteas (Reverendo Popescu), Amanda Crew (Wendy), Martin Donovan (Peter Campbell), Sophi Knight (Mary Campbell), Ty Wood (Billy Campbell), Erik J. Berg (Jonah).


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