FICHA TÈCNICA
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Lluís Rueda | En ocasiones asociamos el biopic sobre una figura relevante o famosa con una suerte de documental ficcionado con más o menos talento o poética fílmica y casi siempre nuestra atención respecto a dichas producciones depende de la empatía que procesemos hacia la figura en cuestión. Spencer, el nuevo filme de Pablo Larraín (Neruda, Emma), desbarata ese prejuicio con armas similares a las que expone en su filme Jackie (2016), sobre la figura de Jacqueline Kennedy; en este caso doblando su apuesta y elaborando una fábula al margen del papel couché, de lo preestablecido y de lo predecible. El filme, centrado en la figura de Lady Diana Spencer y su relación con la familia Windsor y sus propios demonios, nos sitúa en la Navidad rígida y tradicional propia de la Casa de Windsor, exactamente en la finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra, justo antes de su ruptura definitiva con el príncipe Carlos. Es pues el de Larraín un melodrama a modo de survival que se nos presenta con tono de romance añejo, de cuento de hadas oscuro e incluso de mística reinterpretación. El filme nos plantea la odisea de una figura que nos seduce por su compleja mezcla de candidez angélica y rebeldía, y lo hace sin remilgos. Diana fluctúa entre la heroína y la privilegiada niña bien, a veces atroz y en las más de las ocasiones conformándose en una mujer inestable psicológicamente. Diana es en manos de Larraín una Ménade con propensión a la locura mística, tanto que incluso su papel de madre parece difuso y orquestado bajo una pátina de egocentrismo.
Pero no debemos desviarnos del sentido popular del personaje conocido como la princesa del pueblo y Larraín articula el mecanismo exacto para preservar su aura rebelde, a la vez que examina con minuciosa crueldad sus contradicciones y su espíritu caprichoso.
El filme es rico en simbología, un ejemplo lo hallamos en la importancia del collar de perlas que debe lucir Lady Di en los fastos de Windsor. En cierto modo un yugo y un objeto de traición relacionado con las aventuras sentimentales de su marido; este McGuffin funciona perfectamente como metáfora de la opresión. Por cierto, un collar digno de una reina que hoy día luce la futurible Catherine Middleton, duquesa de Cambridge. Al peso y la indignidad que supone ese elemento se suman varios aciertos argumentales como las apariciones fantasmales de Ana Bolena, casi una sombra que anuncia la desgracia y que da un altura histórica y enriquecedora a la figura de la princesa de Gales. Dicho sea de paso una magnífica Kristen Stewart que ejecuta con precisión los gestos seductores del personaje, su ya famosa mirada de sumisión y su elegante manera de gestualizar y, especialmente, caminar.
Spencer es un filme que se mira en el legado de Hitchcock sin rubor –y participa del obsesivo registro del realizador británico como acicate perturbador de mujeres platino–, así hallamos fugas al universo de Rebecca (1940): ahí está el Manderlay particular de Lady Di, un casa Spencer en ruinas que protagoniza seguramente los más celebrados instantes del filme. El pasado liberador y el futuro oscuro, los recuerdos y la desidia existencial, todo ello está presente en el viaje introspectivo al que Larraín somete a su diva. Es preclaro que la princesa es un objeto delicado sujeto a la presión de las miradas reprobadoras de su entorno y en su errático comportamiento topa con un fiel enemigo, un perro guardián de la Corona y sus esencias perfectamente interpretado por Timmoty Spal (excelso). Esta es una necesaria figura, entre verdugo y confesor, que nos concede el placer de cuestionarnos el comportamiento, las más veces, estúpido de la princesa.
El ritmo apenas decae en ningún tramo, es más, atesora secuencias impagables como la de la salida de la misa de Navidad en la capilla, con la lejana presencia de la Duquesa de Cornualles, Camilla Shand. Expectante, como un sabueso en una cacería. Su aparición es simplemente brillante y perturbadora.
A resaltar el montaje excelente y la música superlativa de Jonny Greenwood, que ya nos avisa del tono intimista pero fabulador de Spencer desde la primera secuencia, aquella en la que Diana Spencer conduce su descapotable perdida por la campiña inglesa. La casa Windsor en el tratamiento de Larraín es un ejército y la salvaguarda de la tradición y el pasado, lo es incluso en la formulación de los cocineros reales y el jefe de restauración, otro confidente necesario interpretado con tino por el siempre solvente Sean Harris. Hasta la tendencia a la bulimia de Diana parece contrarrestar a ese ejército de chefs y adalides de las salsas y las compotas.
Es pues el relato de ese instante de la vida de Lady Di la exquisita partitura de una tragedia anunciada; también un estudio impecable acerca de las contradicciones de una mujer de su tiempo, reflexión que el realizador chileno lleva sin rubor al territorio sugestivo de la literatura de las hermanas Brontë.
Artículo publicado el 18 de noviembre de 2021