publicado el 10 de septiembre de 2009
Pau Roig | Estrenada casi en primicia mundial en España dos años después de su realización (con anterioridad sólo se había exhibido en Nueva Zelanda) y sin fecha de estreno todavía en Estados Unidos, Expediente 39 es un ejemplo modélico de producción que nadie quiere y que ni siquiera sus principales impulsores saben dónde colocar. Telefilme justito para pasar una aburrida tarde de domingo, torpe vehículo diseñado con el piloto automático para una estrella sin el menor brillo, capítulo alargado de cualquier serie de televisión sobrenatural que se precie… El debut en el cine norteamericano del alemán Christian Alvart –responsable de la curiosa Antikörper (El angel de la oscuridad) (Antikörper, 2004)– es todo eso, y nada más.
Escrita en solitario por uno de los guionistas del bochornoso 'remake' estadounidense de Pulse (Kairo, Kiyoshi Kurosawa, 2001) –hecho que da una idea bastante aproximada de por dónde van a ir los tiros–, Expediente 39 es un filme mecánico, funcional, no especialmente molesto pero terriblemente intrascendente. Su argumento constituye una insípida sucesión de tópicos extraída a pico y pala de anteriores producciones sobre niños terroríficos de apariencia angelical, situándose en un imposible medio camino entre La profecía (The omen, Richard Donner, 1976) y El sexto sentido (The sixth sense, M. Night Shyamalan, 1996), si bien la ambigüedad en buena medida inherente a los filmes centrados de una u otra manera en la maldad infantil –de Mala semilla (The bad seed, Mervyn LeRoy, 1956) a El otro (The other, Robert Mulligan, 1972), pasando por ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibañez Serrador, 1976) o Los chicos del maíz (Children of the corn, Fritz Kiersch, 1984)– prácticamente no se trata, reduciéndose todo a una desfasada explicación sobrenatural. La trama gira alrededor de una abnegada trabajadora social (Renée Zellweger, convertida en una caricatura de sí misma), que tras salvar de una muerte segura a la niña de diez años Lillith (Jodelle Ferland) de manos de sus enloquecidos padres, decide adoptarla y vivir con ella; la convivencia, sin embargo, no será ni mucho menos tan feliz como había imaginado. La pequeña, como de hecho indica ya su propio nombre, no es un niña cualquiera: poco o nada se explica de su verdadera naturaleza y no hay en toda la trama casi ninguna referencia mitológica o religiosa, pero lo cierto es que Lillith está dotada de terribles poderes y es capaz de consumir en muy poco tiempo la felicidad de aquellos que la rodean para convertir sus vidas en un infierno.
El terror propio de una historia de estas características, en todo caso, no aparece hasta pasada la mitad de los más que excesivos 109 minutos de metraje (Alvart probablemente no pudo controlar el montaje final, lo que tampoco justifica que quién lo haya hecho se haya limitado a juntar las tomas buenas de los planos filmados, sin más). Así las cosas, la primera hora de Expediente 39 es la maqueta de un telefilme aburrido y ñoño que ni siquiera trata de profundizar en la labor de los servicios sociales y en la terrible lacra de los maltratos infantiles, recurriendo incluso al trauma infantil de la propia protagonista para tratar de otorgarle un mínimo de profundidad psicológica; todo ello, además, dejando de lado un mensaje un tanto contradictorio sobre la adopción que parece avisar a futuros padres no biológicos de los peligros de recoger a un niño o niña de la calle, por más dulce y sensible que parezca en un primer momento. Aunque el realizador alemán (o el becario de turno que pasaba por allí) intenta levantar la intensidad de la propuesta con algunos sustos efectistas convenientemente subrayados / potenciados por una banda sonora tan estrepitosa como inane, sólo la interpretación de Jodelle Ferland, capaz de pasar de la más tierna candidez y fragilidad a la más amenazadora animalidad con perturbadora facilidad [1], consigue mantener el interés de los espectadores.
Lillith, no podía ser de otra manera, va adquiriendo más y más protagonismo a medida que el filme avanza a trompicones hacia una resolución que se pretende delirante y espectacular pero que es ni una cosa ni la otra. En los últimos tres cuartos de hora se suceden, por mera acumulación / yuxtaposición, todos los fenómenos paranormales (o no) de los que Alvart y el guionista Ray Wright habían prescindido hasta entonces en un crescendo que la exagerada falta de interés y de expresividad de Zellweger tira por tierra ya antes de empezar: en ningún momento transmite las dudas y el miedo de su personaje en su desigual lucha contra el monstruo que ella misma ha invitado a su casa y del que intentará desembarazarse por todos los medios a su alcance; la actriz, de hecho ni siquiera interviene en dos de los únicos momentos reseñables del conjunto (sin ser nada del otro mundo). El primero, por ridículo, el intento de asesinato de Lillith a manos de sus padres biológicos (¿el desgraciado matrimonio realmente no tenía otra opción que encerrar a la niña dentro del horno y encender el gas?) y el segundo, de una truculencia que choca de mala manera con el tono aséptico del resto del metraje, la muerte en el lavabo de su casa del psicólogo infantil que trata de ayudar a la trabajadora social (Doug Ames), de quién está perdidamente enamorado.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA
EUA / Canadá, 2009. 109 minutos. Color. Dirección: Christian Alvart Producción: Steve Golin y Kevin Misher, para Misher Films / Anonymous Content Guión: Ray Wright Fotografía: Hagen Bogdanski Música: Michl Britsch Diseño de producción: John Willett Montaje: Mark Goldblatt Intérpretes: Renée Zellweger (Emily Jenkins), Jodelle Ferland (Lillith Sullivan), Ian McShane (Detective Mike Barron), Kerry O’Malley (Margaret Sullivan), Callum Keith Rennie (Edward Sullivan), Bradley Cooper (Douglas J. Ames), Crystal Lowe (Julie), Adrian Lester (Wayne).