publicado el 1 de febrero de 2010
Una de las imágenes más sugerentes de La cinta blanca nos deja entrever parte del cuerpo de una mujer que acaba de fallecer a causa de un accidente. En un largo y estático plano secuencia vemos (apenas) como la lavan y escuchamos como la lloran alrededor de su lecho de muerte. La secuencia es capaz de hacernos llegar la pena y el dolor que provoca la pérdida de un ser querido en la medida en que no muestra casi nada y, por tanto, lo sugiere todo. Michael Haneke sublima esta premisa en su última película y como otros magos en el oficio de señalarnos lo inefable -Antonioni en La aventura (L'avventura, 1960) o Peter Weir en Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975)- opta por la ocultación, el fuera de plano, el misterio, el silencio.
Marta Torres | El realizador austriaco ha dado un paso más en el análisis de sus obsesiones con La cinta blanca, una película que podría recordar a El tiempo del lobo (Wolfzeit - Le Temps du Loup, 2003) en su afán por analizar la esencia de la maldad humana, pero en una versión más depurada formalmente, menos abstracta y más cotidiana, algunos dirán que a costa de su estilo pero esto lo analizaremos más adelante. Como El tiempo del lobo, La cinta blanca también nos sitúa frente a un pequeño Apocalipsis pero abandona la indefinición a favor del retrato de una época y un tiempo significativos: Alemania pocos meses antes de la primera Guerra Mundial. Haneke toma una pequeña comunidad rural como sujeto de estudio y construye un filme falsamente transparente sobre la naturaleza del mal y su carácter esquivo a toda conceptualización, y por tanto, a todo control.
El sujeto sometido a estudio es una comunidad cerrada y reconcentrada en sí misma. Delante de la cámara, que adopta una actitud distante y estática, desfilan los distintos estamentos de esta pequeña sociedad, sus líderes y sus próceres: el médico, el barón y la baronesa, el maestro y el pastor en un ejercicio narrativo que podría recordar a la Lampedusa de El Gatopardo (Il Gatopardo, 1963, Luchino Visconti) -estamos ante el fin de una época- si no fuera por su estética nórdica, cercana a Dreyer o a Bergman, y a su incisivo retrato de lo humano y lo concreto más allá de los tipos y las instituciones abstractas. Poco a poco se perfila ante nuestros ojos un universo de dogmas férreos, mal aprendidos y peor aplicados; un mundo que el poder religioso y profano hace irrespirable como una masa de gelatina. Se trata, no obstante, de una primera impresión: la superficie de la imagen fílmica. Este mundo de férreos dogmas cristianos que educa a sus hijos con el rigor inamovible de la fusta está haciendo aguas por todas partes: apenas quedan unos meses para que la Gran Guerra de por finiquitada la vieja Europa y las apretadas costuras que ligan este universo están desatándose. Los primeros indicios son una serie de accidentes inexplicables, algunos de fatales consecuencias, que asolan el pueblo y sumen a la pequeña comunidad en la perplejidad y el temor. Este es el segundo plano, una realidad alternativa a la primera que aún podemos atisbar en sus consecuencias (el misterioso accidente del doctor, la quema de un granero…), pero nunca en sus causas. El horror verdadero no se muestra. Quizá pueda adivinarse en las coreografías geométricas que adoptan los niños mientras esperan, sus silencios y su comportamiento inexplicable y vagamente amenazador, que remite en algún momento a El pueblo de los malditos (Village of the Damned, 1960), pero que se muestra esquivo a la cámara y a su análisis.
El comportamiento ambiguo o terrorífico de los niños, depende del punto de vista que se quiera tomar, ha sugerido diferentes interpretaciones de la película que, sin dejar de ser válidas, se quedan a mi juicio en lo meramente superficial. La más extendida vincula La cinta blanca a un análisis del origen del nazismo, construido sobre los restos de una Europa que ha dejado huérfanos a sus hijos, educados en el dogmatismo de una realidad que se resquebraja. Fuera de control y liberados de toda lógica, los niños acabarán por alumbrar, ya de mayores, una ideología totalitaria de tintes aún más siniestros que la que representaban sus padres. No obstante, lo inefable, lo verdaderamente terrorífico que creo que subyace en La cinta blanca de Haneke queda fuera de todo intento de representación. Más allá del nazismo, más allá de la educación restrictiva y más allá de toda explicación racional se encuentra el horror que el director no puede más que sugerir. De la misma manera que los protagonistas de la historia no son capaces de ver lo inconcebible, el horror se encuentra siempre fuera del rectángulo donde se enseñan los elementos del plano, que actúa como una frontera imprecisa entre el mundo ordenado y “bueno” de la comunidad rural donde tiene lugar la historia, y el mal que anida en sus contornos, casi a punto de interferir en el campo de visión, siempre al acecho, pero fuera de él precisamente por su condición inaceptable.
La cinta blanca ha cosechado numerosos premios, entre ellos, la Palma de Oro de Cannes y un aplauso de la crítica casi unánime, que alaban su estilo depurado y su perfección formal en blanco y negro. Entre sus detractores, en cambio, la supuesta depuración se convierte en una renuncia de Haneke a su propio estilo: un suicidio creativo en aras del reconocimiento crítico a su filmografía. Más allá del hecho de que es casi imposible conocer las intenciones últimas de un autor, sujeto, como todos, a la evolución personal y creativa, lo cierto es que una obra sólo puede juzgarse por sus resultados objetivos, o al menos visibles. La cinta blanca no es un pastiche de formas estéticas importadas ni una translación sin más del arte de otros directores. Haneke, por los motivos que sea, ha optado por unos recursos estéticos concretos (la composición del plano, el encuadre como factor estético y ético de la imagen, el blanco negro) y los ha dotado de pleno sentido dentro de la historia que narra. A esto se añade que el film recoge sus viejas obsesiones personales. Sus filias y fobias forman parte consustancial de la película y su estética. Por otra parte, la película muestra el mismo distanciamiento frío, la misma extrañeza hacia la realidad que ya aparece en su anterior filmografía y como en Escondido (Caché, 2005) o El tiempo del lobo insinúa una amenaza velada de difíciles contornos.
Su indudable coherencia con el resto de la obra de su autor, no impide que La cinta blanca tome su concepción brumosa del horror de la mejor tradición del fantástico europeo, desde la atmosfera inquietante de autores como Carl T. Dreyer, hasta la capacidad por retratar una realidad a la vez cotidiana y fantasmagórica de Ingmar Bergman, obsesionado también por la religión y la fe, o la sugerente ambigüedad moral del inglés Jack Clayton en Suspense (The Innocents, 1961), basada en el libro Otra vuelta de tuerca de Henry James. En los encuadres perfectos de La cinta blanca, en su composición medida y depurada conviven Bergman con Dreyer, en sus imágenes en penumbra vislumbramos los fantasmas de Clayton, reales o imaginarios, en su espíritu pervive Antonioni, capaz de hacernos ver con extrañeza una realidad cotidiana e insinuar sus más oscuros márgenes.
Haneke construye su filme como quien prepara un laberinto lleno de trampas y falsas pistas. Los protagonistas intuyen el origen del horror pero apartan de sí la respuesta, con más miedo que hipocresía. Algunos huyen, como la duquesa, otros incluso son capaces de atisbar el mal, como el joven profesor, pero su enfrentamiento directo, el contacto con la verdad de las cosas ocurre siempre fuera de plano y aboca a los que sufren esta experiencia a la desaparición: ya no pueden formar parte del mundo ordenado que muestra la cámara, ya se encuentran al otro lado.