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publicado el 9 de marzo de 2010

Pecados longevos y vicios terrenales

Pocas adaptaciones cinematográficas se recuerdan tan atinadas como la que Albert Lewin realizó en 1945 sobre la obra homónima del escritor irlandés Oscar Wilde 'El retrato de Dorian Gray' (1890). Protagonizada por George Sanders (Lord Henry Wolton) y Hurd Hatfield (Dorian Gray) la cinta se acercaba a la célebre novela con enorme eficacia y un esquema de thriller psicológico amparado en una realización pulcra y elegante. Constantes como la profundidad de campo, un sugerente manejo de los decorados en la composición, así como cierto riesgo en la provocadora sucesión de contrapicados son algunas de las soluciones que Albert Lewin determinó llevar acabo con la determinación de perfilar una atmósfera opresiva que nos alejase del discurso cicatero y decadentista del escritor irlandés. La idea era componer un ejercicio de estilo abocado a la anticipación y que destilase una carga de fantástico omnipresente a lo largo de la cinta prescindiendo de toda suerte de ardid visual que nos pudiere parecer gratuito o familiar.

Lluís Rueda | En todo caso esa función quedó oportunamente concentrada en el magnífico y sorprendente desenlace del filme, un tramo final arrebatado que se conjura a cierto efectismo, desde luego, pero que lo hace cuando la atmósfera del filme y sus personajes se han dilatado tanto ante nuestros ojos que Albert Lewin no puede más que determinar descomponer su universo en la pantalla a través de un retrato que no es más que un alma demoníaca diseccionada por el arte.

El filme de Lewin es sofisticado en su exposición e incluso sus pasajes ácidos, virulentos, pertenecen a un decadentismo malsano, alejado de cualquier ademán seductor. Les explico todo esto acerca de 'The Picture of Dorian Gray' por que es lo que ustedes no van a hallar en la reciente adaptación de Oliver Parker de la obra maestra literaria de Oscar Wilde. Cabe recordar, que "Dorian Gray" también vio una interesante adaptación cinematográfica en 1970 por parte de Massimo Dallamano. Este filme, coproducción entre Inglaterra, Italia y Alemania, contó en el reparto con Helmut Berger en el papel de Dorian, Richard Todd en el papel de Basil, el pintor, y Marie Liljedahl en el papel de Sybil, novia de Dorian. De agradecer sus fugas giallescas y un diseño escénico pop de irresistible eficacia y cierta funcionalidad alegórica, algo común en el horror italiano del momento. Si bien es un filme que recomiendo abiertamente, entiendo, poco tiene que ver con el universo sofisticado y decadente de la cinta de Albert Lewin, esta sí, referente de Oliver Parker en su nueva reformulación del 'pagano' texto del escritor irlandés.

Cuando usted se sitúe en el decorado escrupulosamente victoriano que regenta Lord Henry Wolton, se adentre por las brumosas tabernas y las callejas impías de Whitechapel o Myfair una sensación de anómala artificiosidad invadirá su espíritu. Dorian Gray (2009) de Oliver Parker es una película que, sin obviar las virtudes el clásico de Lewin, carece de su elegante puesta en escena, de su atmósfera necrótica y, desde luego, de su manifiesta inventiva más allá de la exposición fidedigna de un texto espléndido. Con un melífluo Dorian interpretado por Ben Barnes (Las crónicas de Narnia: El Príncipe Caspian) el filme expone sin riesgo formal, todo y un estimable sentido del ritmo y la operística un relato que enjuaga sus carencias globales en cierta sublevación, acaso en demasía elocuente, de su naturaleza fantástica. Oliver Parker se desprende de toda suerte de relación con el policíaco, aspecto que podría haber situado el film en un terreno más sugerente, y sujeta el nervio de su obra a lo sobrenatural, casi a lo vampírico. Eso que podría ser motivo de alegría procura que el ejercicio de estilo de Parker acabe poblando de convencionalismos un material alejado de toda suerte de etiqueta genérica pero con magistral capacidad para evocar todas las parcelas del horror, la tragedia, el suspense y la crítica social.

Resulta curioso que el realizador británico, de irregular carrera pero con obras nada desdeñables como su ópera prima Otelo(Othello) (1995), Fundido a Negro (2006) e incluso excelentes como La importancia de llamarse Ernesto (2002), sea el escogido para llevar a buen puerto una producción que pudo instalar su mecánica en la tradición británica del cine de suspense. Pienso en joyas trasgresoras como Suspense o Pasos en la Niebla y tantas otras. Con una tradición que se remonta a los inicios del maestro Hitchcock, la irónica reformulación de las películas de la productora Ealing o el desatado barroquismo de la Hammer Films (con nombres como Seth Holt, Terence Fisher, Don Sharp o Freddy Francis a la cabeza) uno se instala en la duda de por qué Dorian Gray (2009) ha acabado siendo un producto tan inocente, convencional y, si me permiten, poco británico. Con todo, asumiendo su condición comercial y una fijación errónea por no indagar en los márgenes del texto, ¡qué acertado hubiera sido catalizar elementos de 'El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde' de Robert Louis Stevenson e incluso cierta atmósfera de la leyenda de Jack the Ripper! En ese sentido, me refiero a la interesenta plasmación de un híbrido contundente entre leyenda negra y fresco histórico-social, cada día me parece más sugestiva la película Mary Reilly (1996) de Neil Jordan, valga el ejemplo para ilustrar la teoría.

Dorian Gray tiene algunos aciertos reseñables, pero muy adscritos a su naturaleza de film horror convencional. Sobresaliente, valga decirlo, es la presencia de Colin Firth como Lord Henry y opurtamente sugestivos los pasajes de cámara en que Dorian aprende a moverse como una víbora en sociedad. Dorian Gray alcanza en un conjunto discutible instantes de mérito como esa secuencia perturbadora en que este regresa a Londres y sus allegados observan como el joven no ha envejecido de ni un ápice. Ese instante de rechazo, de animadversión a lo contranatura, es sublimado a través de la fotografía, ese invento demoníaco que muestra el alma de Dorian en algo tanto más aberrante que el retrato donde se plasman sus vicios y pecados.

Recordemos que estamos en una época en que las masas sentían cierta fascinación por fenómenos de barraca como Joseph Merrick, convertido en celebridad por su extraña variación del síndrome de Proteus. Alcanzo a mentar a este personaje por que a pesar de su condición extraordinaria, acabó por generar compasión, algo que este Dorian de ficción jamás alcanzará. Bien, Oliver Parker se concede el retruécano de enamorarlo de una moderna periodista Emily (Rebecca Hall) en un instante de decadencia moral y añosa resignación, pero lejos de aportar cierta poética del paso del tiempo como metáfora de lo inasumible en la órbita espiritual (no es difícil pensar en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008) de David Fincher), su presencia es puro acicate para enfrentar a su padre, Lord Henry, con el monstruoso Dorian y, claro está, para ilustrar una historia de amor imposible que raya lo vampírico. Singular resulta el contraste entre la modernidad, encarnada por la sufragista fotógrafa Emily, y ese apéndice del pasado decimonónico que es el eterno Dorian, sugestivo diría, en el contexto de un filme que apenas desarrolla con la energía deseable sus aciertos. Al margen de brillantes puntales como contraponer a Dorian, como reducto de la decadente idea libertina del Londres más efervescente, con el universo de la Gran Bretaña de principios del Siglo XX, el filme, insisto, no concreta su armonía interna y desfallece entre fugaces flashbacks, timoratos, si nos encomendamos a un manual del horror exquisito.

Pese a su ingenuo desarrollo y una idea el pecado poco menos que pintoresca, véase esas orgías diocesanas y esos actos impíos aptos para horario infantil, Dorian Gray es una película menor pero disfrutable, y es que el texto de Wilde continúa siendo un garante de estímulo. Ese tramo final en que Dorian se enfrenta a su alma luce espléndido en el filme, así como la historia de amor fou, tristemente truncada, de Dorian con la actriz Sivil Vane (Rachel Hurd-Wood). Instantes chispeantes, como ese coqueteo homoerótico entre Basil Hallward (Ben Chaplin) y Dorian, o los guiños mordaces a la novela epistolar 'Las amistades peligrosas' de Choderlos de Laclos, son oportunos en tanto bracean en los márgenes de la rigidez del relato y favorecen la complicidad del espectador. El resto, me temo, un filme correcto que desliza fantásticas ideas pero no concreta ninguna. Quedémonos pues con el espléndido Colin Firth y el pulso inmarcesible que posee la obra literaria de Wilde tanto si alguien se atreve 'felizmente' a pervertirla como si se traslada a la gran pantalla con sus atributos virginales, ¿o debería decir ortodoxos?


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