boto

la dvdteca del profesor legendre

publicado el 28 de julio de 2008

1. Horror en el todo a cien

Empezamos con esta entrega una nueva sección de Judex dedicada exclusivamente a glosar las glorias y las miserias cinematográficas (o casi) que nos acechan a la vuelta de la esquina, ya sea en lo más profundo de las estanterías de las tiendas habituales, en el rácano videoclub de nuestro barrio, en los bazares chinos, en los mercadillos o, ¿por qué no?, también en la basura de nuestros conciudadanos. Tanto el Profesor como sus discípulos más aventajados han desistido en sus intentos, cada vez más desesperados, de seguir con un mínimo de coherencia y de rigor el alud indiscriminado de ediciones en dvd (estrenos direct to video, novedades, reediciones, ediciones especiales), incluso de filmes –es un decir– que probablemente ni siquiera sus máximos responsables recuerdan haber filmado.

DVD Spain es un sello / una distribuidora de Mataró (Barcelona) de la que probablemente nadie –ni increíblemente el Profesor mismo, hasta hace poco– había oído hablar. Las películas que edita / distribuye parecen encontrarse sólo en los bazares chinos y en los a todo a 0’75 de barrio (generalmente a 2 euros) y se podría pensar que es el único sitio donde pueden tener cabida sus lanzamientos, por llamarlos de alguna manera, si no fuera porque dispone en su indescriptible catálogo de una joya del calibre de Crimen en la noche (Dead of night, Bob Clark, 1974), aunque haya sido editada (¿?) sin formato de pantalla, sin el idioma inglés original y, claro está, sin subtítulos, ni siquiera en mandarín. De hecho, la copia disponible parece haber sido planchada una mala madrugada directamente de un VHS gastado, aunque, siendo sinceros, es infinitamente superior a la edición de El ataque de los muertos sin ojos (Amando de Osorio, 1973) anterior a la Filmax que el Profesor compró a precio de saldo en un Carrefour ya hace algunos años y que guarda encerrada bajo llave para evitar daños cerebrales irreparables a alguno de sus discípulos (y que conste que nos referimos únicamente a la edición perpetrada, por no decir algo peor, por Viaje con música, sí, tal como suena, en su más que roñosa colección “Obras maestras del cine español”: estamos de acuerdo en que se trata de la mejor entrega de la deslucida tetralogía dedicada a los caballeros templarios). El peliculón de Bob Clark, director poco menos que fascinante hasta que, un mal día, Porky’s (Id., 1982) se cruzó en su vida, tiene una cuenta pendiente en nuestro fanzine que esperamos solucionar lo más pronto posible, por lo que no glosaremos aquí su irrepetible atmósfera fatalista y triste, su condición de brutal, diáfana, demoledora metáfora de las siempre desastrosas consecuencias de la guerra, de cualquier guerra. DVD Spain tiene un catálogo lo suficientemente amplio y variado de películas que se sitúan en ese indescriptible punto más allá del bien y del mal, que van desde lo más cochambroso e insoportable hasta lo menos malo.

Algunos de los menos curtidos alumnos del profesor pasaron la noche en vela y con fuertes vómitos (mejor no entrar en detalles) por hacer caso a Jesús Palacios y a su Goremanía, uno de los libros más ineptos e incoherentes sobre cine de género nunca publicados en España: Madres caníbales (Flesh eating mothers, James Aviles Martin, 1988) merece desde ya un lugar de honor en la lista de los más penosos bodrios sangriento-festivos del siglo XX, empezando por su mismo argumento, con un hombre aquejado de una misteriosa enfermedad de transmisión sexual, y sexualmente hiperactivo, claro, que convierte –sin más explicaciones y con una rapidez inusitada– en caníbales asesinas a un grupo de mujeres respetables (la mayoría casadas y madres de familia) de una pequeña ciudad norteamericana. Mal escrito y peor dirigido e interpretado, rodado por un grupo de amigos seguramente alcoholizados sin los mínimos recursos imprescindibles y ninguna idea, el engendro no podría haber sido editado en otro sitio y en otro lugar (hay películas, como bien dice el Profesor, que parecen expresamente hechas para ser soportadas sin formato, en colores gastados virados a sepia y con un doblaje espantoso). Madres caníbales se sitúa a medio camino entre la comedia de brocha gorda y el cine gore digamos más tradicional (los violentos efectos de maquillaje de Carl Sorensen son el único e inoperante aliciente de la función), proponiendo una crítica pretendidamente ácida al modo de vida de determinado tipo de familias estadounidenses de clase media que en realidad no es tal, como se encarga de subrayar un intragable final feliz: una vez inoculadas con la vacuna ideada por un tal Dr. Lee Grouty (Michael Feuer), madres e hijos e hijas se reconcilian cariñosamente mientras en un epílogo absurdo el responsable de su transformación en caníbales, nada menos que el comisario de policía de la ciudad (muy mal interpretado por Ken Eaton), muere devorado por otra mujer a la que ha seducido con su cara de palo.

Ligeramente superior y más divertida, aunque puede producir algunas irritaciones, es Black roses (Id., John Fasano, 1988), producción canadiense cercana a la serie Z que se erige en un ejemplo mayúsculo del terror thrash independiente de mediados de la década de los ochenta, cortesía de la inefable compañía Shapiro-Glickenhaus (sí, los mismos que permitieron a Frank Henenlotter dirigir más de un truño). En esta cinta, la llegada del famoso grupo heavy “Black Roses” para ofrecer una serie de conciertos altera profundamente la vida aséptica, políticamente correcta y tranquila de la pequeña ciudad norteamericana de Mill Basin: tras el primer concierto, los adolescentes de la localidad empiezan a mostrar un comportamiento extraño y agresivo y los adultos comienzan a morir en circunstancias misteriosas. La película es, en teoría y seguramente también en la práctica, la “obra mayor” del muy mediocre especialista John Fasano –algunos de nosotros recordamos aún una terrible alergia derivada de la visión de The jitters (Id., 1989), insufrible coproducción estadounidense-japonesa que se aproxima, con un pie en el humor más chabacano y otro pie en la incompetencia más incurable, al extraordinario mito oriental de los vampíricos jianghsi–, y parece tener su única razón de ser en un discurso reaccionario hasta decir basta que asocia sin rubor ni vergüenza la música heavy metal –y con ella al propio cine de terror– con la violencia y la rebeldía adolescente, contando incluso con la destacada participación de uno de los iconos del género musical durante los años setenta y ochenta, el hoy ya olvidado batería Carmine Appice. Fasano y la guionista Cindy Sorrell hacen gala de una falta de sutilidad y de una torpeza dignas de mejor causa desde el principio hasta el final del metraje: el cantante del grupo en cuestión, no por nada llamado Damian (el “guaperas” Sal Viviano: es normal que ya nadie se acuerde de él), es en realidad un sanguinario demonio que pretende sumir el mundo en el caos, mientras que el héroe de la función es el profesor de literatura del instituto (interpretado por John Martin), quién al final, como no podía ser de otra manera, conseguirá derrotar al mal y devolver a los adolescentes al buen camino. Las canciones de la banda sonora están bastante por encima de la media de la época, no así los efectos especiales y de maquillaje de Richard Alonzo, como demuestra la transformación final de Damian en un enorme (y penoso, muy penoso) monstruo de plástico y cartón en el momento álgido de uno de los conciertos.

Un psycho-thriller fallido pero curioso, La iniciación (The initiation, Larry Stewart, 1983), nunca antes editado en España según nuestros caóticos y nunca ordenados archivos, es un caso aparte. El filme explica la desdichada historia de Kelly Fairchild (Daphne Zuñiga, en su debut en la gran pantalla), estudiante atormentada por una recurrente pesadilla en la que contempla, de niña, la muerte de un extraño a manos de su padre. Su ritual de iniciación para una fraternidad femenina de la Universidad (una de esas cosas raras que hacen los estudiantes norteamericanos) coincidirá con la fuga de un peligroso psicópata de un manicomio cercano. La película es nada menos que una explotación descarada y descafeinada de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) y sus continuaciones, rodada con una sorprendente holgura de medios y con un acabado muy superior a la mayoría de imitaciones, copias y derivaciones realizadas a principios de la década de los ochenta (de manera increíble y sin que sirva de precedente, la edición de DVD Spain mantiene el formato panorámico original). Progresivamente delirante a nivel argumental y con las consabidas dosis de efectos especiales sangrientos y erotismo por / para adolescentes, escena de ducha incluida, La iniciación no aporta nada a una fórmula de contrastado éxito comercial en la época (los más sesudos especialistas, psiquiatras incluidos, no dejan de preguntarse aún hoy en día el cómo y el por qué), al mismo tiempo que el trabajo de dirección de Larry Stewart (¿quién?) no consigue crear la tensión necesaria ni aprovechar un escenario –el inmenso centro comercial Fairchild, en el cuál debe tener lugar la iniciación del título y dónde transcurre, de noche, prácticamente la mitad de la trama– del que se podría haber sacado un gran partido. El flojo dibujo de algunos personajes secundarios decisivos en el desarrollo de los acontecimientos, que van desde el ridículo profesor de psicología especializado en el mundo de los sueños que trata desesperadamente de ayudar a la protagonista (James Read) hasta la torturada y alcohólica madre de Kelly –sorprende, y mucho, la (demacrada) presencia de Vera Miles, protagonista años atrás de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en un papel del todo alimenticio–, tampoco ayuda mucho, es decir, nada, a mantener el interés de la función.

Más interesante, aunque sin pasarse, resulta Wolfman (Id., 1979), producción norteamericana más que independiente escrita y dirigida por Worth Keeter, que propone una pobre variación sobre el mito del hombre lobo, muy deudora del clásico El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941), interpretada y producida por Earl Owensby y ambientada en Georgia durante la década de 1910. Después de la misteriosa muerte de su padre, Colin Glasgow vuelve a la mansión familiar, dónde conocerá la maldición que pesa sobre su linaje: las noches de luna llena todos los hombres se convierten en licántropos, llegando a asesinar brutalmente a gente inocente. De una previsibilidad que tira de espaldas, la trama de Wolfman presenta no obstante algunos elementos originales (la licantropía no se distingue aquí por el famoso pentagrama marcado en el pecho, sino por el hecho de que los hombres lobo tienen el dedo índice exageradamente más largo) y personajes gratamente delirantes, como el Padre Leonard (Edward Grady), un sacerdote que venera al Diablo y que guarda en secreto la maldición con la colaboración de los primos del atormentado protagonista. El conjunto carece en todo momento de la fuerza y la profundidad necesarias y cuenta con unas interpretaciones mediocres que diluyen la atmósfera trágica y fantasmagórica del relato, pero el rechazo de los principales efectismos del cine de terror de la época –incluso del terror de más risible presupuesto– y un trabajo de puesta en escena de cierto aire clásico lo sitúan ligeramente por encima de la media. El conjunto, en todo caso, no llega a hundirse en los terrenos de la pura y dura incompetencia.

Y dejamos para el final otra perla del catálogo de DVD Spain, ni más ni menos que uno de los títulos más representativos –y dicho sea de paso, uno de los menos estúpidos e indignantes, lo que tampoco es que sea algo bueno– del que consideramos unánimemente y con perdón de Jim Wynorski el peor director en activo consagrado casi totalmente al cine de terror (por desgracia siempre hay algún iluminado que destaca sus indignantes películas eróticas, risibles desfiles de modelos con muy poca ropa: una vez el Profesor tuvo que ser ingresado de urgencias y todo), David DeCoteau. Rodada al principio de una carrera insoportablemente prolífica –algunos alumnos novatos de nuestra academia nunca superaron el examen preliminar de la inenarrable trilogía formada por La hermandad (The brotherhood, 2000), Sangre joven (La hermandad 2) (The brotherhood 2: Young warlocks, 2001), y Jóvenes demonios (La hermandad 3) (The brotherhood 3: Young demons, 2001), y aún siguen en tratamiento psiquiátrico–, Creepozoides (Creepozoids, 1987) propone una mezcla de terror y ciencia ficción de poco más de setenta minutos de duración que bebe de múltiples fuentes, mejor dicho copia con premeditación y alevosía, y encima mal, elementos de numerosos filmes anteriores, principalmente Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) y, más en concreto su continuación Aliens (Id., James Cameron, 1986). DeCoteau, sin embargo, no engaña a nadie; de hecho, no dispone de los medios, la pericia, ni siquiera de la cara dura suficiente para hacerlo (no así los avispados distribuidores de su infecta obra). Más allá de su epatante título, Creepozoides no aporta ningún elemento nuevo ni original a una trama como poco anecdótica y absurda, ni tampoco lo pretende. Ambientada en el año 1998 después de una terrible guerra nuclear que ha devastado la Tierra, el filme sigue las peripecias de un grupo de desertores del ejército que se refugian en un antiguo laboratorio escondido bajo tierra, donde serán perseguidos y asesinados por una sanguinaria criatura monstruosa que nadie sabe bien de dónde ha salido (tampoco importa mucho), con la consabida sucesión de tópicos, explosiones de efectos especiales de tercera división y ligeras dosis de erotismo (cortesía de Linnea Quigley, actriz de grato recuerdo por los aficionados más enfermos y figura ineludible en los primeros filmes del director), así cómo un clímax final del todo gratuito, con el único superviviente del grupo perseguido por el sanguinario bebé que la criatura en cuestión ha dado a luz poco antes de morir.


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