publicado el 11 de septiembre de 2005
Lluís Rueda | Feliz retorno el de Terry Gilliam a la gran pantalla, tras el suplicio del fallido proyecto Lost in la Mancha, el director de Brazil(Brazil, 1985), ha recurrido a un material ideal para enfatizar su cínico sentido del humor así como apabullante talento visual.
Las aventuras de los hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005) nos preseta a los míticos fabuladores centroeuropeos como unos caricaturescos buhoneros que viven de la estafa y la falsa superchería de los aldeanos. El principal escollo que ha de vencer el realizador es el de mantener un equilibrio adecuado entre la bis cómica que emana el filme, con gags dignos de la etapa Monty Python, y el elemento oscuro, trágico e incluso delicado, que se desprende de su perversa lectura de los cuentos populares. Gilliam no sólo sabe conjugar a la perfección esos dos extremos, sino que en ocasiones logra entretejer una interesantísima comedia de los horrores partiendo de un material tan grave como las manzanas emponzoñadas o las cámaras de torturas que recorren el filme. Para ello, el realizador norteamericano recupera el pulso de filmes como Las aventuras del Baron Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988) o Los ladrones del tiempo (Time Bandits, 1981), obras que condensan en su condición feérica parte de su eficacia.
Las aventuras de los hermanos Grimm es una grandilocuente declaración de intenciones, un filme mucho más perverso de lo que aparenta, tan necesario como hacer partícipes a los niños de la auténtica dimensión del mal. En el filme, Gilliam da la vuelta a relatos clásicos como Caperucita Roja, La Ceninienta o Blancanieves con un grado de insolencia y una inteligencia apabullantes, conformando un falso biopic que encuentra la plasmación exacta del terror precisamente en la deconstrucción de una iconografía para todos reconocible.
Las aventuras de los hermanos Grimm es una grandilocuente declaración de intenciones, un filme mucho más perverso de lo que aparenta, tan necesario como hacer partícipes a los niños de la auténtica dimensión del mal.
Si algo se le ha de reprochar al filme es acaso su desmesurada concepción guiñolesca. El excesivo potagonismo de histriónicos actores como Peter Stormare o Jonathan Pryce aportan muy poco al conjunto de la película, alargan el minutaje excesivamente y protagonizan una subtrama endeble y caricaturesca. Pero el sello Gilliam conlleva esos excesos, y tan capaz es de apabullar al espectador con su barroca concepción del fantástico como de sonrojarlo con el más infame de los chistes (véase el de los escupitajos en la iglesia), y es que el director es un febril visionario cuyo cerebro condensa la más irreverente actitud punk y la más exquisita sensibilidad en igualdad de condiciones.
Pero el filme viste la imaginería popular con una dimensión sólo comparable a la del mejor Tim Burton o la del más arrebatado Peter Jackson, y es que Terry Gilliam, en ocasiones, y con el material adecuado, puede rozar la perfección formal. Cuando plasma con cierto orden sus fantasmagorías es un realizador apabullante, y ejemplos de ello son Brazil, 12 Monos (12 Monkeys, 1995) y en menor medida El secreto de los hermanos Grimm.
El nuevo filme de Gilliam tiene un acabado hipnótico, de una belleza portentosa, escenarios como la siniestra torre del bosque donde se oculta la bruja o el retrato de la metrópoli del medievo (al mas puro estilo expresionista de El Golem) son dos excelentes muestras del minucioso diseño artístico de la cinta. En lo narrativo, El secreto de los hermanos Grimm siempre guarda un equilibrio exquisito, su tono aventurero nunca cae en la previsibilidad del folletín ni en el manierismo de los filmes excesivamente conceptuales. Es por ello que su fábula, trufada de apuntes licantrópicos y esotéricos, no se articule sobre un discurso directo, a la manera de El pacto de los lobos (Le Pacte des loups, 2001), de Christophe Gans, ni busque la fragilidad conceptual de En compañía de lobos (The company of wolves, 1984), de Neil Jordan. El filme guarda el equilibrio sensato que otorga la autoparodia y, astracanadas al margen, sabe retratar con cierto distanciamiento su terrorífico cuento de cuentos.
En el plano actoral cabe destacar el sensacional trabajo de sus dos protagonistas, Matt Damon y Heath Ledger, que sorprenden por su versatilidad de regristros e incorporan cierta propensión al slapstick en ciertos momentos del filme, se confirman como una pareja con química que a buen seguro debían tener en su mente filmes como La comedia de los horrores(The Comedy of Terrors, 1964), de Jaques Tourneur, e incluso El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers or Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck, 1964), de Roman Polanski, a la hora de conformar la pareja de intrépidos cazafantasmas. Punto y aparte merece la extraordinaria interpretación de la bruja del cuento que lleva a cabo Monica Bellucci, el perfil lujurioso y voluptuoso que conforma hace que la hermosísima bruja animada de Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), de Walt Disney, caiga en el olvido. Nunca la maldad tuvo un aspecto tan tentador.
En resumen, El secreto de los hermanos Griim es un filme de indudable atractivo, que nunca sucumbe a su residual aspecto de comedia irreverente y siempre porfía a su imaginario fantastique su verdadera razón de ser.