publicado el 15 de junio de 2010
Marta Torres | En Cube, su primer trabajo, Vicenzo Natali convirtió un mecanismo formal en una película. El guión era, a la vez, una estructura narrativa y una perfecta máquina de matar. De aquí que no hubiera diferencia entre contenido y estructura: era pura geometría, la matemática de un juego sin resquicios. Le siguió unos años más tarde Cypher, una historia también gélida sobre espionaje industrial que adoptaba la estructura matemática del thriller. Aunque Cube es más abstracta, ambas películas compartían el gusto por los mecanismos narrativos, la frialdad formal y un cierto desapego de entomólogo hacia sus criaturas. En el contenido, el cine de Natali, al menos en esa época, adopta las formas del horror científico para definir el mundo.
No es el caso de Splice, al menos, no lo es exactamente. Nos encontramos de nuevo con la ciencia pero en este caso, el director ha cambiado las matemáticas por la biología, las trampas de acero y cables de Cube por las trampas genéticas de la sangre y los lazos de parentesco. Splice nos cuenta la historia de dos genetistas triunfadores en su profesión y pareja sentimental, interpretados por Adrian Brody y Sarah Polley, que un buen día deciden crear una nueva especie mezclando genomas de diversos animales. Cuando la gran corporación donde trabajan les cancela el proyecto, se empeñan en seguir adelante por su cuenta y riesgo y dan a luz a un ser híbrido al que acaban cuidando como a un niño (de hecho, como a una niña, ya que es de sexo femenino). La criatura, heredera directa de Frankenstein y de los experimentos de Cronenberg con la nueva carne -desde Vinieron de dentro de hasta Rabia o La mosca-, se rebelará como una mantis capaz de seducirles y enfrentarles a un juego peligroso de lazos de sangre y pulsiones sexuales. A diferencia de sus anteriores filmes, Natali no esquiva en Splice los caminos tortuosos de la carne. Sus geometrías dejan de ser matemáticas para adoptar las formas más resbaladizas de los sentimientos, tanto de la criatura, una bomba de relojería, como de sus creadores, enfrentados a la extrañeza de lo que no es exactamente humano, a la mirada del monstruo adolescente que han creado.
A pesar del cambio de paradigma, Splice no puede tomarse como una evolución en la obra del director, ya que el germen de la película es inmediatamente posterior a Cube y por problemas de financiación se ha retrasado en el tiempo a favor de otras producciones como Cypher. Con esta película, Natali quería dejar de lado la abstracción formal para potenciar las relaciones personales y el trabajo actoral en lo que, por fuerza, es un filme algo más convencional que los filmes antes citados pero que juega algunas bazas interesantes [1]. A primera vista, Splice es una monster movie y una película sobre la relación, casi de maternidad, que existe entre el creador y su criatura. No obstante, apunta a pulsiones más atávicas. El instinto, el sexo, el deseo, los celos, la maternidad y la familia (entendida en su versión más primitiva) son la verdadera sustancia de la película, lo que mueve a los personajes y les empuja a saltarse las reglas de lo que se puede y no se puede hacer. Es la ambición, el afán de notoriedad y finalmente, el sexo, lo que fuerza a los protagonistas a saltarse tanto las reglas sociales como las naturales en un juego peligroso en el que la pequeña Dren, un engendro fascinante y tremendamente atractivo, juega el papel de Lolita perversa e inocente.