publicado el 5 de julio de 2010
Alberto Romo | Confieso que el visionado de la película Zombis Nazis (Død snø, 2009) de Tommy Wirkola en el festival de Sitges del pasado año me dejó tan frío como los nevados escenarios subárticos de sus localizaciones. Gélida indolencia la mía, en disonancia con la cálida acogida que fue brindada a la proyección por parte de un público con propensión al jolgorio y de una edad promedio sensiblemente inferior a la de un servidor. No se trata de apelar a la consabida máxima de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, tan cara a los que ya peinamos canas, pero se requiere adoptar una perspectiva histórica de cierta amplitud si se pretende apreciar en su justa medida un título que ha sido saludado por buena parte de la crítica especializada como una variante innovadora dentro del (sub)género de las películas de zombis. No obstante, la noruega Død snø no solamente carece de originalidad, sino que se inscribe sin ambages dentro de una curiosa corriente: las películas de zombis nazis. Un verdadero filón que ha tenido a explotadores tan conocidos como Jess Franco o Jean Rollin, y al film Terror en las aguas (Shock Waves, 1977) de Ken Wiederhorn, como más que probable punto de origen.
Tras ver la película de Wiederhorn, y revisar la de Wirkola, mi indiferencia hacia Zombis Nazis se ha tornado en desdén. Con un presupuesto sensiblemente inferior al que dispuso el cineasta noruego, y reconociendo que dista de ser una obra redonda, el director norteamericano realizó un film mucho más estimulante a todos los niveles. El extraño sentido de la atmósfera, la audacia formal y la frescura que desprende Terror en las aguas, se hallan en las antípodas de la torpeza narrativa y del conservadurismo visual y moral de los que adolece Zombis Nazis. Apenas alguna escena aislada resuelta con ciertas intenciones (per)turbadoras -particularmente la que implica a una desdichada, un cuervo delator y un acantilado- podría rescatarse de un conjunto dominado por clichés y tópicos de todo tipo. Así, y como no podría ser de otra forma, los protagonistas son jóvenes universitarios de vacaciones que se reparten los habituales roles (el chico bueno, el excéntrico, la chica lasciva, el fanático del terror…). Estos estereotipos andantes (no puede hablarse en rigor de verdaderos personajes) parecen sacados de una película de/para adolescentes gringa, con la única diferencia de que en lugar de pavonearse con lustrosos coches, lo hacen con motos de nieve. Todo ello al más puro estilo de programa televisivo dedicado a deportes extremos y con un look muy MTV.
Y así se divierten ellos, y nos aburrimos soberanamente nosotros, durante el primer tercio de la película, hasta que llegan a una cabaña en la montaña. En un nuevo alarde de originalidad, reciben la “inesperada” visita de un lugareño que les advierte sobre una leyenda local: durante la Segunda Guerra Mundial un destacamento nazi sembró el terror en la comarca, hasta que los habitantes se rebelaron y les obligaron a retirarse a las montañas donde, al parecer, murieron congelados. Como mandan los tácitos preceptos moralistas del slasher, un polvo improvisado entre dos de los chicos tiene como consecuencia las dos primeras bajas en el grupo. A continuación se desencadena una sangrienta lucha por la supervivencia que les enfrenta a un regimiento de nazis resucitados. En lo que sigue, se saquea sin rubor -aunque siempre habrá quien diga eufemísticamente que se está homenajeando- tanto la trilogía de 'Posesión infernal' de Sam Raimi como las primeras películas de Peter Jackson, en especial Braindead (1992). Todo ello sin aportar prácticamente nada, más allá de presentar la Laponia noruega como telón de fondo sobre el que salpicar hectolitros de sangre falsa. El espectador ávido de gore no se sentirá, en ese sentido, decepcionado.
En definitiva, un refrito que huele demasiado a producto alimenticio recalentado (o a muerto resucitado), que de algo hay que vivir en tiempos de crisis, sin ningún atisbo de identidad propia. Demasiado preocupado parece su director en (per)seguir a pies juntillas los lugares comunes del slasher y del cine de zombis, no vaya a ser que algún fan se sienta defraudado. Acaso, sin que esto suponga algo favorable, quizás por primera vez en la historia del cine de muertos vivientes (y esperemos no sirva de precedente) los zombis parecen casi más inteligentes que los personajes vivos, a cual más estúpido, e incluso, por momentos, que los propios realizadores del film. En todo caso, se diría que la inteligencia de productores y del director/guionista no se destinó a escribir un guión coherente y decente, por citar la deficiencia más notoria. Si en algún sitio demuestran su astucia y talento es en aspectos extracinematográficos, particularmente en un agudo olfato crematístico que no ha tardado en dar sus frutos. Una hábil campaña en Internet ha permitido generar unas (falsas) expectativas que han culminado con el estreno cinematográfico en diversos países, entre ellos los EEUU, país en el que ya han sido requeridos los servicios de Tommy Wirkola como director. Al fin y al cabo, es de lo que se trataba. El que les escribe, en la búsqueda desesperada de alguna lógica en semejante desaguisado, acaba creyendo que un elemento de la historia particularmente absurdo y ridículo, ese tesoro que desencadena el furor homicida de los nazis criogenizados -a modo de trasunto del Necronomicon en Posesión Infernal (Evil Dead, 1981)-, sólo adquiere sentido como secreta confesión: como a la postre resulta con los zombis nazis, en realidad a los responsables del film no les mueve la pasión ciega por el terror, sino el apropiarse de monedas guardadas en los bolsillos ajenos y el saqueo indecoroso de aquello que no les pertenece.