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publicado el 29 de septiembre de 2010

Pau Roig | Avance (no hay fecha de estreno aún en España)

El horror como espectáculo de barraca de feria

Tercera película de Alexandre Aja en Estados Unidos (sin fecha prevista de estreno en España), Piraña 3D confirma con creces la modélica asimilación por parte de la rígida maquinaria genérica de Hollywood de la particular manera de abordar el horror cinematográfico –visceral, salvaje, políticamente incorrecta– del director francés. Consciente de las limitaciones y condicionantes de todo tipo implícitas en una producción de 24 millones de dólares, Aja se distancia por igual de la insoportable crudeza de su tramposa ópera prima Alta tensión (Haute tension, 2003) y del incendiario sarcasmo de su primera producción americana, Las colinas tienen ojos (The hills have eyes, 2006), y ofrece un descerebrado festival de sexo y sangre que reivindica el gore como espectáculo popular, casi como celebración, una opción tan digna como cualquier otra pero que renuncia de manera fácil a cualquier tentación crítico-subversiva.

Piraña 3D ofrece todo lo que se espera de un título de sus características, sin el mayor afán de trascendencia o profundidad, sin prejuicios de ninguna clase, incluso multiplica por tres o por cuatro los contenidos violentos y sexuales inherentes al subgénero “animales asesinos” en el que se inscribe utilizando todos los tópicos a su alcance. Aja parece consciente en todo momento del nivel de previsibilidad, de la falta de profundidad y rigor del guión firmado Peter Goldfinger y Josh Stolberg, extraído a pico y pala de anteriores producciones de sobras conocidas por el gran público, con Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) y Piraña (Piranha, Joe Dante, 1978) a la cabeza, aunque más cerca de la primera que de la segunda (el breve cameo de Richard Dreyfuss y el diseño del póster original así lo confirman): el origen de las pirañas no obedece a ningún experimento científico-militar, sino a una grieta de centenares de metros de profundidad abierta en un lago a consecuencia de actividades sísmicas, y no observamos tampoco referencias críticas a la corrupción política y empresarial, omnipresentes en la película de Dante.

Igual que el incorruptible policía interpretado por Roy Scheider en Tiburón, la sheriff de Lake Victoria (inesperada presencia de Elisabeth Shue) hará todo lo posible para evitar la catástrofe durante una primera mitad de metraje hasta cierto punto contenida que va preparando al espectador para la inevitable carnicería que se avecina; no lo conseguirá, aunque sí salvará a sus tres hijos pequeños, atrapados en el yate de un director de películas eróticas (Jerry O’Connell) en la otra punta del lago tras una subtrama torpe y cansina que no es sino una (triste) excusa para una gratuita sucesión de desnudos femeninos, cortesía en su práctica totalidad de las voluptuosas actrices / modelos Brooklynn Proulx y Sage Ryan (la misoginia y el machismo han sido y siguen siendo otra regla fundamental del cine de horror en su vertiente más sangrienta: las protagonistas del vídeo en cuestión son contempladas por el director y los personajes, es de suponer que también por los espectadores masculinos, como simples trozos de carne). Todo el filme está construido en función de los últimos veinte minutos de metraje, una orgía de sangre, destripamientos y mutilaciones que se cuenta entre los momentos más violentos que nos ha deparado el género desde la apoteosis final de Braindead, tu madre se ha comido a mi perro (Braindead, Peter Jackson, 1992), realzado por una utilización del efecto tridimensional veinte veces más impactante y virulenta que la de Scar 3D (Scar, Jed Weintrob, 2007), San Valentín sangriento 3D (My bloody Valentine 3D, Patrick Lussier, 2009) o Resident evil: Ultratumba (Resident evil: Afterlife, Paul W. S. Anderson, 2010), y cuyo objetivo último es la (re)conversión del patio de butacas en una ducha gigante de sangre e higadillos. Pero mientras la película de Jackson era o pretendía ser una parodia de las películas sobre muertos vivientes, Aja oculta sus cartas, esconde sus verdaderas intenciones: Piraña 3D juega a ser una producción “seria” (y podría haberlo sido si Aja y sus colaboradores se la hubieran dignado a trabajar un poco más las diferentes líneas narrativas y personajes), pero de golpe y porrazo reniega de su condición para convertirse en una caricatura grotesca, una trepidante montaña rusa de barbaridades que acaba trascendiendo su inequívoco aire cartoonesco, no muy lejos del Sam Raimi de Terroríficamente muertos (Evil dead 2, 1987), para entendernos, y se hunde en el mal gusto.

Aja nunca ha inventado nada con sus realizaciones, ni siquiera ha pretendido renovar / revolucionar el género, y Piraña 3D es quizá la película que siempre había querido dirigir, y probablemente también la película que muchos aficionados querían ver: se nota que el director francés y su inseparable colaborador Grégory Levasseur –acreditado aquí como coproductor y director de la segunda unidad– se lo han pasado en grande durante la producción, y algo de ese entusiasmo, de esa frescura, se conserva en los resultados finales. Analizada como una gamberrada pasada de vueltas, la película cumple de sobras con su cometido: el sobrio pulso narrativo de Aja y una duración ajustada a la historia, inferior a los noventa minutos, hacen que el ritmo y la tensión se mantengan prácticamente inalterables a lo largo de la proyección. La descripción de los personajes secundarios y de muchas situaciones brilla por su pueril esquematismo y huelen a refrito barato –hecho nada extraño teniendo en cuenta el anterior guión de Goldfinger y Stolberg: Hermandad de sangre (Sorority row, Stewart Handler, 2009)– y Aja los lleva a su terreno y los distorsiona y dinamita a su antojo para elevar el exceso cafre a la condición de rasgo autoral de primera división. Por desgracia, es muy probable que Piraña 3D sea recordada por un plano específico –el momento en el que uno de los peces carnívoros devora un músculo concreto del cuerpo humano masculino y seguidamente escupe lo que queda de él hacia la audiencia– que no por los aciertos de planificación y puesta en escena diseminados de manera irregular a lo largo del metraje: los mejores momentos de la propuesta, para quién esto suscribe, son aquellos en los que el recurso a las tres dimensiones permanece en un segundo o tercer plano, de la turbadora calma ficticia que respiran los planos submarinos filmados a contraluz inmediatamente anteriores al ataque de las pirañas al acoso imparable de los peces sobre una chica que ha quedado atrapada en la bodega del barco que se está hundiendo (Jessica Szohr). Son instantes de verdadero horror, tocados incluso por una especie de hálito sobrenatural, que dan cuenta del buen hacer de un cineasta que puede y debería aspirar a algo más que a convertirse en el nuevo Eli Roth. El director de las exacrables Hostel (Id., 2005) y Hostel 2 (Id., 2007) y habitual colaborador de Quentin Tarantino tiene un papel destacado en la trama –su cabeza estalla literalmente sobre de los espectadores en uno de los momentos culminantes del ataque indiscriminado de las pirañas– y esto no parece augurar nada bueno.


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