publicado el 13 de diciembre de 2010
Alberto Romo | Cuatro individuos arrastran sus extraviadas almas por las calles de un lúgubre Londres hasta que sus destinos colisionan. Cuatro individuos, de vidas aparentemente ajenas la una de la otra, que tienen en común el haberse instalado en su propio mundo de fantasía con el que tratan de evadir sus frustraciones, insatisfacciones y adversidades. El alcance de estas fantasías oscila entre el autoengaño (el personaje de Esser, interpretado por Bernard Hill, que pretende recobrar la confianza de su hijo, quebrada sin remisión) y la esquizofrenia capaz de gestar todo un universo paralelo (o al menos una ciudad denominada Meanwhile, surgida de la mente de Preest, interpretado por Ryan Phillippe); pasando por las vívidas ensoñaciones románticas del personaje de Milo (Sam Riley) y los delirios artísitico-experienciales de Emilia (Eva Green).
Con semejante premisa podría afirmarse que Gerald McMorrow, director y guionista de Franklyn (Id.), sigue de cerca los pasos del Terry Gilliam de películas como Brazil (Id.,1985) o El rey Pescador (The fisher king, 1991), pobladas por seres impelidos a buscar cobijo en un mundo de fantasía como único medio con el que protegerse de las inclemencias de una realidad externa que les atenaza. No es, empero, la única fuente de la que bebe McMorrow a la hora de confeccionar su guión original para la pantalla. Se observan, entre otras, reminiscencias a la obsesión (nec)romántica propia de Hitchcock; una clara inspiración procedente de las historias entrelazadas en la línea abierta por Robert Altman con Vidas cruzadas (Shortcuts, 1993) a la hora de configurar el armazón narrativo; y ecos de los vigilantes enmascarados de equívocas motivaciones debidos al guionista de comics Alan Moore. Aun así, debe elogiarse la inventiva y frescura en el libreto, aunque sea por la habilidad con la que se baten las diversas referencias, especialmente en estos tiempos de desidia y pereza creativa donde tantos guiones se limitan a ser prácticamente copias al carbón más o menos confesas.
El problema es que McMorrow parece querer tocar demasiadas teclas y el resultado está lejos de ser una nota armónica, antes bien, deviene un conjunto desafinado, desequilibrado, con elementos estimulantes (la ciudad de Meanwhile y su teocracia extrema) y otros poco menos que ruborizantes (la sensiblería del personaje de Milo o las ínfulas artísticas de Emilia). La estructura narrativa del film, que adquiere cierta complejidad al estar descompuesta en diversos hilos narrativos que se corresponden con los puntos de vista del cuarteto de personajes protagónicos, deviene prontamente dispersa y confusa. Es como si McMorrow fragmentara tanto el relato que finalmente obtuviera un puzzle con un gran número de piezas que es incapaz de armar adecuadamente. Otro aspecto a priori sugestivo aunque resuelto con escasa solvencia es el juego de espejos planteado entre la vida real y la imaginada por algunos personajes. En definitiva, Franklyn es una película fallida que naufraga en su propio océano de ambiciones.
Aún así, la película encuentra en el apartado visual algunas apreciables bazas. La dirección artística es deslumbrante, particularmente en lo que se refiere a la plasmación de la neogótica ciudad de Meanwhile: mezcla de Gothan City, la Metrópolis de Fritz Lang y la Dark City de Álex Proyas. La fotografía es también estimable, adquiriendo en no pocos momentos cualidades pictóricas. No creo que peque de exagerado al citar a nombres ilustres como Johannes Vermeer, Edward Hopper o Edvard Munch entre las pinturas evocadas gracias al buen hacer del británico Ben Davis, responsable también de la fotografía de películas como Kick-Ass o Hannibal.