publicado el 11 de enero de 2011
Alberto Romo | Al aproximarse el estreno o la presentación de una película fantástica auspiciada por Filmax, particularmente si no ha sido dirigida por Paco Plaza y/o Jaume Balagueró, casi puede oírse el sonido de los cuchillos afilándose con los que los críticos se abalanzarán sobre ella sin la menor piedad. Películas tan dignas (o al menos, tan gozosas) como La Monja (2005) o Frágiles (2005) no se libraron del varapalo generalizado, y La posesión de Emma Evans (2010) – una humilde producción que propone la enésima revisitación a los lugares comunes explorados originariamente por la seminal El exorcista (una adolescente poseída por el demonio, una familia superada por los acontecimientos, un sacerdote presto a exorcizarla por todos los medios...) – no ha salido mejor librada del embate que sus antecesoras. Surge la pregunta de si La posesión de Emma Evans es merecedora del consabido ensañamiento, o si bien es la inocente víctima del acto reflejo de una crítica escasamente ecuánime. La respuesta seguramente se halle en algún lugar intermedio entre ambas hipótesis. Y es que el segundo largometraje dirigido por Manuel Carballo está lejos de ser un film plenamente logrado, pero tampoco es una propuesta totalmente desdeñable. Pueden rastrearse en ella algunos aspectos estimables, si bien la mayor parte de ellos deben buscarse en su labor de puesta en escena.
Como sucede con buena parte del catálogo de cine fantástico de Filmax, prevalece lo visual –por lo general, un pulido empaque formal de fácil exportación– sobre lo argumental –un mero inventario de convenciones genéricas–. No obstante, el look que luce su último estreno difiere ostensiblemente del que caracterizó la extinta Fantastic Factory (como sabrán, filial especializada en el género de terror de Filmax), cuya marca de fábrica más reconocible venía determinada por el tenebrismo en la iluminación –con Xavi Giménez como gran escultor de la oscuridad– y por un cierto clasicismo formal. En esta ocasión una luz cegadora entra a raudales en los espacios de la película, como si fuera irradiada con furia por un ser que no es morador de las tinieblas, sino hacedor de luz, tal como se encarga de indicar una de sus denominaciones más extendidas: Lucifer. El madrileño Javier Salmones, también director de fotografía de la opera prima de Manuel Carballo –la coproducción hispano-mexicana El último justo (2007)–, satura la luminosidad hasta provocar en el espectador la sensación de sumergirse en el incandescente infierno personal de una adolescente, rehuyendo audazmente el oscurantismo estético que la productora española solía reservar para sus películas de terror. Otro elemento diferenciador se deriva del naturalista estilo “cámara en mano” del film. Los encuadres inestables, crispados, vacilantes, enmarcan a la perfección la voluble personalidad de Emma Evans, siempre al borde de un ataque demoníaco, brillantemente encarnada además por una Sophie Vavasseur que entrega un verdadero tour de force interpretativo. También valiosos resultan los efectos de maquillajes y especiales, o mejor dicho, su discreta exhibición, ya que éstos brillan precisamente por su ausencia; así como la contención en lo que concierne a las truculencias y efectismos varios a los que nos han (mal) acostumbrado este tipo de producciones de terror centradas en posesiones diabólicas.
Por consiguiente, no encontrarán en esta película de exorcismo las habituales cabezas rotatorias, pústulas y otras excrecencias repulsivas a las que son sometidas invariablemente féminas que han cruzado la pubertad, y que bien pueden interpretarse como una suerte de manifestación subjetivizada de cómo las adolescentes perciben las alteraciones fisiológicas propias de su nueva etapa vital. Sin embargo, hallarán pretensiones alegóricas sobre las problemáticas que emergen en jóvenes y que tanto preocupan a sus progenitores. En este sentido, la ridícula gravedad con la que guionista y director muestran las alusiones metafóricas que la posesión demoniaca presenta sobre la etapa adolescente y que salpican el relato -ora la rebeldía adolescente, ora las relaciones paterno filiales- es tan roma que se diría material concebido para la revista Superpop, malogrando los logros en el plano estético antes mencionados. No es ésta la única mácula que mancilla la película: las mediocres interpretaciones (a excepción de la protagonista), momentos de anquilosamiento narrativo, diálogos artificiosos o algunos tópicos (cfr.: los insectos que aparecen por el inodoro), son como las horribles marcas del Mal que afean la frescura y la belleza de la víctima que posee. Toda una desagradable sintomatología que se va extendiendo por el cuerpo fílmico, hasta el punto que cuando los responsables de la película parecen capaces de solventar/exorcizar algunos de los males que progresivamente se adueñan del film, –especialmente a través de un giro final que redirige sardónica y contundentemente lo expuesto hasta entonces-, ya es demasiado tarde. Aun así, La posesión de Emma Evans es un honesto y esforzado intento de renovar tanto el sobreexplotado subgénero de posesiones demoniacas, como la agotada fórmula del cine de terror de factura industrial “made in Spain”, y que en ningún caso merece la estigmatización a la que parece condenado.