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publicado el 8 de febrero de 2011

Una herencia dilapidadora

Alberto Romo | La herencia Valdemar (2010) y La herencia Valdemar II. La sombra prohibida (2010) son dos entregas cinematográficas que constituyen un ambicioso díptico en el que José Luís Alemán –guionista, director y productor de ambas– recrea el cautivador universo de Howard Phillips Lovecraft sin adaptar directamente ninguno de sus trabajos literarios. Mucho, demasiado, se ha hablado y escrito acerca de su condición de obra concebida de manera conjunta, fracturada en dos partes y exhibida cada una de ellas con un año de diferencia, degradando de esta manera el carácter unitario de la propuesta. Se ha llegado al extremo de que algún crítico profesional, al acometer la reseña de la segunda parte, ha despachado la película (y su faena) limitándose a denostar el desatino que supone esta controvertida decisión adoptada por el propio José Luís Alemán [1]. Decisión, por cierto, sobre la que el cineasta declara asumir su total responsabilidad y sentirse profundamente arrepentido [2]. Sin duda, en el (confeso) pecado lleva la penitencia, ya que el estrepitoso fracaso comercial de La herencia Valdemar dejó a Alemán en una situación sumamente comprometida. El cineasta y productor se ha visto obligado a promocionar La herencia Valdemar II. La sombra prohibida como si de una película independiente se tratara, en un intento a la desesperada por salvar los muebles ante el imparable descalabro comercial del díptico. Pero por lo que a nosotros respecta, preferimos no hacer más leña del árbol caído (de ese árbol, al menos) y optamos por acometer el análisis de la minisaga como la obra unitaria que nunca debió dejar de ser.

Contemplada La herencia Valdemar como obra unitaria, tenemos ante nosotros una película cuyo basto metraje se prolonga durante más de tres horas y cuarto. Cabe suponer, no obstante, que si sus dos entregas se hubieran fusionado en una, el montaje final se hubiera aligerado considerablemente. Aún así puede justificarse la extensión final al presentarse el completo desarrollo de dos líneas argumentales relacionadas entre sí, pero relativamente autónomas y separadas por su diferenciación temporal: una contemporánea, que sigue a un grupo de personas que son convocadas a la mansión Valdemar, en la que aparentemente se encuentra en liza la herencia del título; y una pretérita, insertada en la anterior mediante flashbacks, que narra los hechos acaecidos en la misma casa un siglo atrás, implicando en ambos casos siniestros rituales de magia negra y en los que se invocan arcanas entidades procedentes del imaginario de H.P. Lovecraft. Aunque los créditos sólo reconozcan al escritor de Providence como inspirador, también se alude de manera directa a otros escritores de terror clásicos como Edgar Allan Poe (con el apellido de Lázaro Valdemar (Daniele Liotti) que vivirá junto a su esposa (Laia Marull), no por casualidad llamada Leonor, un desenlace similar al de su homónimo en 'La verdad sobre el caso del señor Valdemar') y Bram Stoker (escritor que realiza un “cameo” encarnado por el actor Lino Braxe). Todo el film está atravesado por ese anhelo reivindicativo del terror de biblioteca, empleando la terminología acuñada por José María Latorre. Pero no esperen encontrar en La Herencia Valdemar la aguda penetración psicológica de los relatos de Poe o la hábil yuxtaposición de estilos literarios del 'Drácula' de Stoker -de osada modernidad en su época-, puesto que José Alemán se limita a evocar la iconografía más pintoresca de la tradición literaria gótica. Nos referimos a las casas encantadas, los pasadizos secretos, las enrevesadas historias folletinescas, los héroes atormentados que beben los vientos por su amada, y otros signos que genios como los mencionados, y otros contemporáneos como Sheridan Le Fanu o R. L. Stevenson, se afanaron en subvertir y superar, antes que en respetar y continuar. Habrá a quien le parezca un planteamiento simpático, habida cuenta del insólito ejercicio nostálgico que supone dentro de la cinematografía nacional actual, pero el resultado desprende un intenso olor a vetusto, a polvo acumulado desde tiempos inmemoriales a lugar largo tiempo cerrado a cal y canto. Un olor que podrá disfrutarse como balsámico aroma por parte de algunos, los menos, pero que actuará sobre el grueso de la audiencia -formada mayoritariamente por un público joven a la búsqueda de una identidad propia -cual pestilente hedor, cuando no como eficaz gas lacrimógeno.

No obstante, el principal inconveniente de La herencia Valdemar consiste en que, a mi modo de ver, sus efluvios más desagradables proceden de órganos tan vitales como son la dirección, el guión y la interpretación. No pueden negarse los considerables valores de producción del film -la tenebrosa fotografía de David Azcano, la minuciosa dirección de arte…-, pero la labor de José Luís Alemán al timón rara vez parece estar a la altura, amenazando con llevar a pique su fabulosa embarcación, incapaz de dirigirla, con viento a favor, a buen puerto. En no pocos momentos se diría que el díptico es un fanfilm –perpetrado con más entusiasmo que competencia– por un amateur devoto de Lovecraft que, por alguna extraña circunstancia, ha dispuesto de un holgado presupuesto para hacer su película. De hecho, el Press Book apenas acredita experiencia previa del director más allá de unos inéditos trabajos de ficción titulados H1, H2 y H3 (sic), algunos cursos (¡sic!), y la dirección de algunos anuncios publicitarios para Lictor Abogados S.L. (¡¡sic!!). Con toda probabilidad, encierran un misterio más insondable y atrayente las circunstancias que llevaron a Alemán a conseguir los más de trece millones de euros de presupuesto, que las pretendidas intrigas de su adocenado y previsible guión. Son precisamente las innumerables debilidades del libreto las que más alejan esta obra de sus aspiraciones de invocación y homenaje a la literatura (más o menos) clásica de terror -y más la acercan a un bolsilibro cualquiera de páginas amarillentas-, hasta el punto de que resulta razonable el preguntarse si alguno de los inversores realmente leyó el guión (o un tratamiento) antes de embarcarse en tan temeraria nave, con tan inexperto capitán. Máxime cuando, como es bien sabido, no se contó con el apoyo de subvenciones, el airbag de algún canal de televisión o el apadrinamiento de alguna productora-distribuidora como Filmax.

Resultan tan cliché las situaciones planteadas, los personajes tan reducidos a meros arquetipos, tan ridículamente petulantes los diálogos, tan abrupta la progresión dramática, que acaban provocando la sensación de que dentro del elefantiásico cuerpo de superproducción del film (según parámetros españoles, claro está), late el pequeño pero honesto corazón de la más humilde serie B. Las chocantes anacronías visuales -un dirigible sobrevuela un aeropuerto actual, un antiguo tren de vapor transporta a una femme fatal (Ana Risueño) y a un poli español (Oscar Jaenada)…–, así como el heterogéneo pastiche de estilos y autores –el misticismo tolkien-jacksoniano, la lógica de los videojuegos y la ambientación gótica conviviendo en el mismo plano...–, no hacen más que acrecentar esa sensación de estar viendo un desacomplejado subproducto de alma camp, revestido de lujosa producción con aires de solemnidad. Sólo si no se toma demasiado en serio, y dejándose llevar por su solapado espíritu casi pulp, puede disfrutarse una propuesta tan tremebunda como ésta. Avisados quedan.

  • [1]. Javier Ocaña, Secuela fantasma, El País 28 de enero del 2011.

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  • [2]. En una carta abierta enviada a la revista Scifiworld, reproducida en varios medios de internet.

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