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publicado el 5 de mayo de 2011

Los demonios de Louisiana

Lluís Rueda | Desde el fenómeno que supuso La leyenda de la Bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999) de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, el falso documental se ha instalado de manera sibilina, con menor o menor ortodoxia formal, como un modo muy eficaz de exponer el terror cinematográfico. Por otro lado, el gran público ha sabido asimilar este estilo de hacer películas de ficción, en tanto ha supuesto un interesante reciclaje de estilemas y lugares comunes del fantaterror, asumiendo sin problemas cierta condición de cine de autor, de producto de bajo coste y condición pseudoindependiente. La semilla que plantó el tándem Myrick / Sánchez ha tenido sus frutos, especialmente en esta década, con cierta normalización del fenómeno auspiciada por un cambio generacional de cineastas y por un ejercicio de madurez por parte de un gran público cada vez más familiarizado con nuevos lenguajes, nuevas reglas y nuevos campos donde desarrollar-disfrutar la ficción. Vean el caso de los falsos videos paranormales o ufológicos que contaminan la red y que en más de una ocasión han hecho caer en la trampa a algún medio serio. La formulación del 'nuevo' terror parece cada día más unida a la cotidianidad digital, a esa inquietante normalización de la imagen que se amplifica cuando móbiles, pequeñas cámaras caseras o de vigilancia se convierten en herramientas a partir de las cuales el creador puede dibujar el elemento fantástico o sobrenatural.

En los últimos años nos han llegado buenos ejemplos de falsos documentales de terror o fantástico como Lake Mungo (2008, Joel Anderson), The Poughkeepsie tapes (2008, John Erick Dowdle.), la espléndida Cropsey (2009, Barbara Brancaccio, Joshua Zeman) o The Troll Hunter (Troll Jegeren, 2011) de André Ovredal, pero también muestras de cómo una fórmula puede exprimirse manteniendo una sana vocación comercial pero un insustancial y, en ocasiones, ridículo discurso: Paranormal Activity (2007, Oren Peli) y Paranormal Activity 2 (20010, Tod Williams) son los ejemplos más recientes del falso documento fantaterrorífico errático y prescindible.

Por lo contrario, El último exorcismo (filme aplaudido en la última edición del Festival de Sitges 2010) aparece en nuestra cartelera con la vítola de título inteligente, de profusa ambigüedad, una planificación extraordinaria, y lo cierto es que casi todas esas loas son justificadas. Daniel Stamm (A necessary Death) hace acopio de todo su sarcasmo e ironía para denunciar o poner en tela de juicio el oficio de exorcista para más tarde trenzar, con delicado ritmo, un turbio relato de esquizofrenia. En este relato, el elemento sobrenatural se relativiza lo justo para que el espectador no se agote entre efectismos y se deje llevar por el retrato de una familia trastornada por la culpa y el pecado que les provoca una fe lacerante. El demonio se encarna en su filme como una baraja ilimitada de posibilidades y para mostrarlo, Stamm tan solo necesita una cámara al hombro, la pesquisa fugaz de los claroscuros y un guión bien calibrado (cortesía de Huck Botko y Andrew Gurland). Si leemos El último exorcismo únicamente como un film sobre exorcismos y buscamos comparativas pronto convendremos que el filme de Stamm resulta la propuesta más estimulante de los úlimos años, superior a la honesta aunque excesivamente formalista El exorcismo de Emily Rose (2005) de Scott Derrickson y, desde luego, muy superior a El Rito (2011) de Mikael Hafstrom, un despropósito fílmico en toda regla. El último exorcismo nos invita a adentrarnos en una turbia historia de mentiras, fe e ineludible destino con unas reglas de juego tan simples como colocar a un equipo con un cámara y un proyecto documental que acaba contaminado por una 'realidad' purulenta e incontrolable. El filme no solo da lo que promete sino que dibuja una interesante incursión en el metalenguaje que provoca el falso documental incorporando elementos del cine de horror más reconocible, es decir, El último exorcismo es un filme muy clásico en su formulación y rabiosamente moderno en su exposición.

Dentro de un espléndido conjunto de actores cabe señalar la inestimable aportación de Patrick Fabian interpretando al reverendo Marcus, un buhonero con alzacuellos que pasa de ser un elemento paródico a la pieza angular de la historia y la espléndia Ashley Bell en el papel de supuesta endemoniada. Siendo objetivos hemos de analizar este filme como una propuesta relativamente alejada de los postulados más rígidos del falso documental, pero advertimos que precisamente es en sus muy trabajados puntos de fuga donde funciona con mayor precisión y donde la sensación de sobrecogimiento es más efectiva. Vaya una ejemplo, D. Stamm nos sumerge en una visita nocturna a la habitación de la adolescente endemoniada que resulta una de las secuencias más terroríficas que uno recuerda en muchos años, los elementos que procesan esa atmósfera son tan simples como una única toma, una certera batería de sonidos y el encuadre final hacia la parte superior de un armario con sorpresa. El miedo como arte de lo simple, en este caso, no escatima una mecánica fílmica ajustada, programada y felizmente maquillada de falsa realidad.

En conjunto Daniel Stamm nos da la razón a aquellos que defendíamos en su día que la forma nunca debe camuflar la naturaleza de una buena historia, más bien debe complementarla. El último exorcismo es el ejemplo de que el falso documental no tiene por que ser un sainete confeccionado con retales de cine amateur, en sus proporciones, texturas e inmediatez también hay cabida para una historia realmente perturbadora.


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