publicado el 14 de julio de 2011
Marta Torres | Uno de los tópicos más enraizados en la industria del entretenimiento es que las fórmulas no sirven para todos los mercados: no es lo mismo Europa que Japón o Estados Unidos. En la comedia este miedo es aún más sangrante ya que se considera que el humor es la más elaborada y local de las emociones, mientras que, el terror, por ejemplo, funciona sin problemas en mercados y culturas muy diferentes. Este mismo miedo debieron sentir los creadores de Paul, el tándem formado por los británicos Simon Pegg y Nick Frost, cuando decidieron prescindir del director con el que habían trabajado con éxito en Hot Fuzz y The Shaun of the Dead, Edgar Wright. El objetivo era trasladar el espíritu faltón e irónico de sus anteriores películas a las llanuras del oeste norteamericano y para ello confiaron en Greg Mottola, un americano de la cabeza a los pies y además, autor de comedias gamberras como Supersalidos.
La idea original, según contaba el propio Pegg, era cerrar con Paul una trilogía que llamarían de “La sangre y el helado” y que incluiría Hot Fuzz y The Shaun of the Dead, caracterizada por su mirada cómicamente subversiva a los géneros de acción, terror y, ahora, ciencia ficción. Sin embargo, el cambio de director hizo inviable la idea, dio al filme un nuevo enfoque y viendo el resultado, puede afirmarse que Paul queda muy, muy lejos de los dos filmes anteriores.
La película, muy bien filmada, una cosa no quita la otra, empieza con un planteamiento prometedor. Dos maduros integrantes del fandom inglés, interpretados por los propios Simon Pegg y Nick Frost, que suelen hacer de actores además de guionistas, viajan a San Diego para asistir a la Comic-Con (un conocido festival de cómics y cultura popular). Terminado el festival, que sirve de prólogo divertidísimo para que conozcamos a los protagonistas y les cojamos cariño, los dos empiezan una ruta turístico-ufológica en camioneta que les llevará al Área 51. Una vez allí, tropezaran con un alienígena algo “diferente”, que les pedirá ayuda.
El filme incluye todos los elementos habituales del folclore ufológico: alien bajito y de ojos enormes, Área 51, Rosweell, los hombres de negro y toda la mitología creada por Spielberg. Además, la película toma forma a través de otro tópico estadounidense: la roadmovie, que, en este caso, intenta reproducir lo que les ocurriría a una pareja de frikis ingleses viajando por la América más dura y cerrada de mente.
Por desgracia, la aventura ufológica deja de funcionar en el instante en que vemos al “alien”, un ser deslenguado y algo gamberro pero que parece la versión simpática y para todos los públicos de los puñeteros marcianos creados por Fredric Brown en Martians Go Home!. Al alienígena le falta la mala leche que supuraban los dos filmes anteriores y la película se queda en una versión algo subidita de tono de Cásper y superada en acidez incluso por Ralph, el extrerrestre . Plana, aburrida y dolorosamente obvia, el filme ha perdido por las polvorientas llanuras de Nevada toda su carga de profundidad y la (mal)sana ironía que promete cualquier filme hecho por la pareja Pegg – Frost. Y lo peor es que es muy posible que lo hayan hecho a propósito.