publicado el 9 de septiembre de 2011
Pau Roig | La primera vez que un servidor oyó hablar de la nueva y mastodóntica producción del responsable de Iron man (Id., 2008) e Iron man 2 (Id., 2010) pensó que se trataba de una comedia influenciada por los cómics de superhéroes que ironizaba sobre el universo clásico del cine del Oeste, por un lado, y sobre la estructura y los mecanismos de la ciencia ficción de serie B, por el otro. Nada más lejos de la realidad; quizá había otras opciones aparte de la humorística a la hora de encarar un proyecto de estas características, pero Jon Favreau ha escogido probablemente la peor de todas: Cowboys & Aliens se toma demasiado en serio a sí misma y en prácticamente ningún momento ofrece el divertimento esperado; de hecho, los extraterrestres presentes en el engañoso título tienen un papel de relleno en lo que resulta ser, finalmente, un western errático y disperso en el que la amenaza del espacio exterior se podría haber sustituido sin demasiados problemas por los ataques de un grupo de pistoleros o de una tribu de indios majaretas.
Algo similar pero a la vez diferente ocurría ya con la reciente Super 8 (Id., J. J. Abrams, 2011), curiosamente (o no) también producida por Steven Spielberg: su respetuosa aproximación a un determinado cine fantástico-familiar de gran éxito en Estados Unidos a mediados de la década de 1980 –de E. T. (Id., 1982) a Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985), por citar sólo dos títulos– se quedaba tan sólo en eso, en aproximación, en homenaje sentido pero carente de verdadera personalidad, falto de garra. Cowboys & Aliens en ningún momento parece haber sido planteada como un homenaje, menos aún como una revisión del cine clásico estadounidense de la década de 1950, un cine que Favreau ama y conoce y que ha tratado de emular / recrear desde una ortodoxia como mínimo sorprendente, más aún teniendo en cuenta tanto las limitaciones de la novela gráfica en la que se inspira la trama – creada en 2006 por Scott Mitchell Rosenberg– como los graves defectos estructurales y de concepción de un libreto en el que probablemente han trabajado demasiados guionistas (aunque dos de ellos sean tan prestigiosos como Roberto Orci y Alex Kurtzman, habituales colaboradores de Abrams). Una mal entendida vocación de clasicismo empaña ya desde el principio una propuesta que empieza con la presentación, torpe y mecánica, de los principales protagonistas, todos ellos arquetipos del western de sobras conocidos por el público pero carentes aquí de profundidad: tenemos un héroe taciturno pero de buen corazón que no recuerda nada de su pasado inmediatamente anterior, Jake Lonergan (Daniel Craig), un sheriff descreído (Keith Carradine) que trata sin mucho éxito de imponer la ley en un prototípico pueblucho de mala muerte, dominado por un granjero-cacique despótico (Harrison Ford) que cada dos por tres debe sacar las castañas del fuego a su hijo medio retrasado (Paul Dano, el mejor personaje de la función: por desgracia sólo aparece durante los primeros diez minutos). Y claro está, también tenemos el personaje de la dama más o menos misteriosa pero valiente y segura de sí misma (Olivia Wilde) que irá adquiriendo más y más peso con el avance de la narración, aunque en realidad nadie sabe qué hace en el pueblo ni de dónde viene: ni siquiera es una experta pistolera, parece que simplemente pasaba por allí pero todos la tratan como si la conocieran de toda la vida. El detonante de la acción, obviamente, no es la existencia de un violento grupo de bandidos, ni las sangrientas incursiones de alguna tribu de indios, aunque algunos hay por allí también, sino los ataques de una raza extraterrestre que se ha instalado con su nave cerca del lugar para extraer todo el oro posible.
Con personajes tan mal definidos y una situación de partida tan cogida por los pelos, la acción avanza a trompicones y sin ninguna dirección concreta, alternando los ataques de los aliens con los desesperados intentos de los habitantes de la zona, todos unidos pese a sus diferencias, para conseguir destruirlos. No existe ningún contraste entre la particular idiosincrasia de los dos géneros mezclados / confrontados, ni se pretende siquiera aportar elementos nuevos u originales a sus bien definidas mitologías, más bien al contrario: todo transcurre dentro de los cauces de la más estricta y funcional previsibilidad y ambas líneas narrativas –por llamarlas así– en ningún momento se complementan o se contaminan, como si se tratara de dos películas diferentes ensambladas de cualquier manera. Ni siquiera los pretendidamente apabullantes efectos especiales y visuales lucen a la altura de lo que se espera de una superproducción de estas características, contagiados del aburrimiento generalizado, sobretodo en un clímax final que quiere ser espectacular y trepidante y sólo resulta aparatoso y reiterativo: la insipidez e incluso la banalidad son las verdaderas protagonistas del ataque final de los heroicos protagonistas a la nave nodriza de los alienígenas, ambientado en una zona rocosa de difícil acceso pero resuelto sin la menor inventiva ni capacidad de sorpresa. Favreau, quién lo iba a decir, se muestra más aplicado en los momentos más intimistas –especialmente en los estilizados flashbacks en los que el personaje interpretado por Craig va recordando detalles de su pasado– que en las escenas de acción y violencia, rodadas con el freno de mano puesto en un intento, quizá, de alejarse de otros títulos de ciencia ficción vistos en los últimos meses, como Invasión a la Tierra (Battle: Los Angeles, Jonathan Liebesman, 2011). Tampoco el reparto, exceptuando la siempre solvente presencia de Craig, sale demasiado bien parado: Harrison Ford sobreactúa de manera ridícula mientras intenta sin ningún éxito disimular su avanzada edad, mientras Olivia Wilde se limita a abusar de su indiscutible fotogenia porque nada puede hacer con su desastroso personaje: la revelación, casi al final, de su verdadera naturaleza es un auténtico disparate.