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publicado el 20 de septiembre de 2011

Cautivos del deseo

Alberto Romo | A pesar de sus recientes “tiras y aflojas” con la academia nacional de cine, Pedro Almodóvar se halla actualmente más próximo a ser el hijo predilecto del gremio del cine español, que su enfant terrible. Tras el relativo fiasco de Los abrazos rotos (2009), el director manchego necesitaba reivindicarse como mascarón de proa de una industria cinematográfica española obligada a capear las inclemencias de una coyuntura económica y social que arrecia sin compasión. Y lo hace con un golpe de timón tan impetuoso que, independientemente de un rendimiento en taquilla que se prevé óptimo, suscita nuevos horizontes y expectativas no sólo a su carrera, sino al cine español en su conjunto. La piel que habito (2011) es, además de un punto de inflexión necesario en un cineasta al que se exige la reinvención cada cierto tiempo, una huída hacia adelante en su trayectoria que se adentra audazmente en tierra de nadie, entre (o más allá de) el cine de autor más singular y el de género más codificado.. Y eso que mientras se visiona la película no es difícil evocar películas y cineastas de lo más variopinto que hacen pensar que el film, con otro planteamiento y en otras manos, no sería más que un pastiche sin el menor atisbo de originalidad.

Como casi siempre en Almodóvar, la visión desaforada del melodrama de Douglas Sirk sobrevuela todo el metraje; se perciben también aromas acres del giallo italiano más perverso con un uso de los espacios que recuerda al de las mejores películas de Dario Argento; ecos lejanos de la filosofía de la “nueva carne” cronenbergiana; alusiones al cine clásico de la Universal, especialmente al Frankenstein de James Whale y al cine de mad doctors; guiños a Vértigo de Hitchcock... No obstante, Pedro Almodóvar solamente confiesa la influencia de Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju en La piel que habito. Influencia que se percibe tanto a nivel argumental (un científico psicótico experimenta con la piel de una mujer a la que mantiene retenida en su casa), como estético (la destilación de una sutil poética malsana a partir de una puesta en escena glacial) pero que está lejos de resultar determinante. Es posible que Almodóvar exagere en sus declaraciones la limpieza de su mirada cinematográfica, pero considero que en todo caso el cineasta, antes que recurrir a su fecunda memoria cinéfila para componer un film multirreferencial, emprende la operación contraria: despojarse de influjos externos que pudieran enturbiar su muy personal mirada al mundo de las (bajas) pasiones que atenazan al hombre, o su concepción única de la mise-en-scène. De esta manera, logra confeccionar un artefacto cinematográfico insólito diseñado para albergar en su interior una sombría visión de la condición del ser humano, condenado a conjugar dos extremos irreconciliable: la razón y los instintos. La piel que habito atesora numerosas virtudes (también defectos, todo sea dicho), y una de ellas es la de desmentir a aquellos que consideran que en el cine ya está todo dicho.

Almodóvar desmenuza el relato para después reconstruirlo como si de un rompecabezas se tratara, alterando radicalmente su linealidad. De esta manera oculta información -o más bien, la posterga- para manipular al espectador y hacer que determinados escenas de la película alcancen un mayor impacto emocional, pero evita la truculencia y la morbosidad gratuita haciendo gala de un hábil uso de la elipsis y el fuera de campo. El desarrollo es intrincado -casi laberintico-, compuesto por diferentes líneas narrativas que parecen confluir en el giro argumental clave que disloca la trama y el ánimo del espectador. Una estructura quebrada, en consonancia con unas estructuras mentales de los personajes protagonistas igualmente escindidas. Se ha acusado a Almodóvar –y seguramente con razón- de que en el mencionado giro (y en otros también) abusa de la “suspensión de la incredulidad” que se produce en la audiencia, pero el principal problema es que una vez resuelto el nudo gordiano de la película, las escenas que siguen acusan una caída en picado de su intensidad, desembocando en un cierre decepcionante en forma de anticlímax, desangelado y risible.

La piel que habito es, además de una arriesgada aventura hacia territorios cinematográficos ignotos, un viaje interior que explora las constantes, obsesiones y temas recurrentes del director de Hable con ella (2002) desde una nueva óptica, mucho más fría, austera y minimalista que la que le había caracterizado hasta el momento. Una nueva óptica que podría compararse con las lentes de un microscopio con las que un investigador amplifica la realidad hasta extremos inusitados, captando la ponzoñosa actividad de virus o bacterias en un entorno controlado de total asepsia. No en vano, el protagonista es un médico ilustre (Robert Nedgard, brillantemente encarnado por Antonio Banderas) que observa a su paciente/cobaya (Vera interpretada por Elena Anaya) con un detenimiento entre científico y voyerístico (magnífica la escena en la que Robert contempla a través del CCTV una imagen magnificada del rostro de Vera). Desfilan bajo la lente de Almodóvar (amplificadora y deformante) sus temas habituales, tratados está vez con un distanciamiento propio de un enfoque más cerebral que estomacal: la búsqueda tortuosa de la identidad, las relaciones entre hijos y madres, la necesidad de “renacer” y emprender una nueva vida, y el tema que vertebra la película: la pugna entre la razón y el instinto que la intervención del deseo acaba dirimiendo inexorablemente hacia el segundo. En resumen, un decidido paso adelante en el cine almodovariano que lo instala en una envidiable madurez creativa, sólo al alcance de unos pocos.


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