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midnight movie

publicado el 7 de noviembre de 2011

El infierno desatado

Pocas películas fascinan y al mismo tiempo repelen tanto como El más allá, considerada la obra maestra de Lucio Fulci (1927-1996) por sus admiradores –incluso ha merecido el demencial apelativo de “Capilla Sixtina del gore”–, y otra más de sus “tablas de carnicero” por la crítica seria más o menos especializada, obsesionada de manera absurda en analizar su caótica narrativa y torpe desarrollo desde los patrones más rígidos y académicos (léase limitados) del cine de género. Igual que los dos títulos anteriores de la filmografía del director italiano, Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (Paura nella città dei morti viventi, 1980) y El gato negro (Gatto nero, 1981), y que el inmediatamente posterior, Aquella casa al lado del cementerio (Quella villa accanto al cimitero, 1981), El más allá no responde tanto a una concepción imitativa / explotativa del género terrorífico, que también, como a una visión del horror onírico-surrealista que rechaza mitad por ineptitud y mitad por brillante intuición la lógica narrativa tradicional en pos de ofrecer un auténtico descenso a los abismos insondables del Miedo.

Pau Roig | La película que dio a conocer a Fulci a nivel internacional como un especialista en el horror sangriento, Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombi 2, 1979), constituía una explotación bastante descarada de Zombi (Dawn of the dead, George A. Romero, 1978) –con todos los matices que se quieran: parece ser que el prólogo y el epílogo ambientados en la ciudad de los rascacielos fueron impuestos por los productores–, y no es difícil contemplar tanto Miedo en la ciudad de los muertos vivientes como El más allá como una derivación comercial de dos filmes anteriores de Dario Argento inscritos en el terror sobrenatural, Suspiria (Id., 1977) e Inferno (Id., 1980), influenciados a su vez, sobretodo a nivel estilístico, por algunas realizaciones anteriores de Mario Bava. Todo ello sin desdeñar, por supuesto, ideas y referencias literarias –vagas referencias a la obra de H. P. Lovecraft– y de títulos coetáneos de procedencia estadounidense: salvando las distancias, el punto de partida argumental de la película de Fulci –la existencia de una de las siete puertas del Infierno en un desmañado hotel perdido en una remota zona rural de Louisiana– es prácticamente calcado al de La centinela (The sentinel, Michael Winner, 1977). Las diferencias entre El más allá y otras producciones hasta cierto punto similares de la época, sin embargo, empiezan y acaban en el argumento, desde siempre el punto débil –acaso el menos importante– de la obra de Fulci, que no dudaba en responsabilizar de los errores y defectos de construcción a su entonces inseparable guionista Dardano Sacchetti (1). Toda la obra del director italiano, también sus numerosas incursiones en géneros ajenos al terror, muestra de hecho una despreocupación creciente por la lógica y la coherencia argumental, así como un gusto sádico por el detalle morboso, escabroso incluso, dos recursos de estilo, dos “marcas de fábrica” heredadas de las ideas escénicas de uno de sus autores de cabecera, el escritor francés Antonin Artaud, impulsor del concepto de “El teatro de la crueldad”, “creado para restablecer en el teatro una concepción de la vida apasionada y convulsiva, y es en este sentido de rigor violento y condensación extrema de elementos escénicos que debe entenderse la crueldad en la cual están basados. Esta crueldad, que será sangrienta en el momento que sea necesario, pero no de manera sistemática, puede ser identificada con una especie de pureza moral severa que no teme pagar a la vida el precio que sea necesario” (2). Otras veces para bien y otras para mal, Fulci llevará hasta sus últimas consecuencias esta “pureza moral” a la que hace referencia Artaud, especialmente a partir de su consagración, más bien encasillamiento, en el género: más allá de unas tramas extraídas a pico y pala de diversos referentes literarios y cinematográficos anteriores y muchas veces de una intolerable incoherencia, incluso los títulos más mediocres e indefendibles de su extensa filmografía –para quién esto escribe prácticamente todos los posteriores a Murder rock: Danza mortal (Murderock: uccide a passo di danza, 1984)– resultan perfectamente identificables, “distintos”, no se parecen en casi nada a cualquier otra producción italiana anterior o posterior.

El más allá es la obra que aglutina y condensa, mejor que ninguna otra, la particular concepción cinematográfica de Fulci: presenta con inusitada fuerza sus principales virtudes (más numerosas de lo que se ha escrito a menudo, derivadas en su mayor parte de una concepción anarquista, desatada, del tiempo y el ritmo cinematográficos), a la vez que atenúa notablemente la incoherencia, a veces simple y torpe acumulación de escenas inconexas más o menos impactantes, de su progresión dramática. Si Miedo en la ciudad de los muertos vivientes fracasaba de manera estrepitosa en su voluntad de convertirse en una pesadilla apocalíptico-surrealista por la culpa de la yuxtaposición terriblemente arbitraria e irregular de momentos de sugestiva violencia y terror extremo con insufribles tiempos muertos plagados de diálogos inanes, El más allá utiliza los mismos elementos consiguiendo una (in)coherencia que sorprende por su homogeneidad, valga la paradoja: los diálogos, en la mayoría de los casos tan innecesarios como en el grueso de las realizaciones de Fulci, son escasos y en (casi) ningún momento despiertan la vergüenza ajena del espectador, mientras que la lógica del relato, si puede considerarse como tal, va encaminada hacia un desenlace fatal –el hundimiento del mundo en las tinieblas del Infierno– en el que la racionalidad y con ella todas las convenciones asociadas a nuestra confortable realidad cotidiana no tienen cabida. La puesta en escena del director aprovecha a la perfección la amplitud de pantalla derivada del formato panorámico –una diferencia más importante de lo que parece respecto a Miedo en la ciudad de los muertos vivientes– y prioriza el juego con la profundidad de campo y los movimientos de cámara por encima de su habitual (y generalmente desastrosa) predilección por el zoom; las tomas largas priman también de manera ostensible sobre las largas, recurso decisivo para la creación de suspense e inquietud en aparentes tiempos muertos que preludian casi siempre un repulsivo estallido de efectos especiales sangrientos. Todo ello es ya evidente en un estilizado prólogo en blanco y negro ambientado en 1927 en el infernal hotel que ejerce de motor, acaso de verdadero protagonista de la acción: en él asistimos a la captura, tortura y brutal asesinato de un pintor (Antoine Saint-John) que pretendía mediante su última obra –un desolado paisaje de inequívocos ecos diabólicos / sobrenaturales– abrir la puerta del infierno escondida en el inabarcable sótano del establecimiento. Una estilización casi abstracta, fruto del excelente contraste de luces y sombras utilizado por el director de fotografía Sergio Salvati y de la primacía de los primeros planos y planos detalle por encima de los planos generales y de conjunto, va de la mano de una delectación morbosa, a la vez fascinante y repelente, por la violencia, una conjunción inseparable que ejerce de auténtico leit motiv de la producción y que le valdría infinidad de problemas con la censura de diferentes países. El pintor es fustigado con una gruesa cadena de hierro que le rebana la piel, clavado de pie en una pared mediante largos y afilados clavos y finalmente abrasado con cal viva por una horda de lugareños enfurecidos, mientras en uno de los montajes paralelos arbitrarios tan caros a Fulci una mujer aterrorizada lee, supuestamente en el mismo hotel, los pasajes de lo que parece una especie de biblia demoníaca, el “Libro de Eibon”: “Las siete puertas del infierno están ocultas en el mar y en la tierra en siete lugares distintos. Pobre de aquél que se acerque a ellas sin saberlo” (3). Cuesta imaginar una mejor invitación al horror en su estado más puro, una presentación que en su desconcertante abstracción no sólo anticipa la sucesión de muertes violentas, fenómenos sobrenaturales y apariciones monstruosas que vamos a contemplar a continuación, sino que determina, y de qué manera, el sentido último del relato que. No hacen falta más pretextos ni explicaciones: El más allá constituye, ya antes de los títulos de crédito iniciales, un viaje sin retorno a las profundidades del Infierno.

El metraje restante, prácticamente todo el filme, no mantiene el mismo nivel ni la misma intensidad del prólogo, algo natural teniendo en cuenta la tendencia de Fulci a priorizar los momentos de impacto –y en este caso también imágenes de una belleza aplastante, caso de la fantasmal aparición de la joven ciega Emily (Cinzia Monreale, oculta bajo el seudónimo de Sarah Séller) en un puente sobre el mar perdido en medio de la nada– por encima de cualquier otra consideración. La linealidad e incluso desarmante sencillez del guión de Dardano Sacchetti, que gira alrededor de las sucesivas muertes de las personas relacionadas con la restauración del antiguo hotel auspiciada por su nueva propietaria, Liza Merrill (Catriona MacColl), permite más que nunca una estructura episódica, formada en la mayor parte de los casos a partir de pequeñas set pièces de distintas duraciones y enfoques que concluyen con la muerte salvaje de alguno de los personajes: primero es un pintor que trabaja en la fachada del edificio, después un fontanero que trabaja en el sótano en la reparación de un escape de agua (Giovanni De Nava), más adelante los dos misteriosos sirvientes que trabajan en el hotel sin que nadie sepa de dónde han salido (Veronica Lazar y Giampaolo Saccarola) y el arquitecto que supervisa las obras (Michele Mirabella)… En esta vorágine de muerte y espanto Fulci y Sacchetti se permiten incluso delirantes “puntos de fuga” que no van a ninguna parte, momentos que bien podríamos calificar de a-narrativos (no rompen la idiosincrasia desquiciada del relato pero están concebidos como un fin en sí mismos y podrían haber sido eliminados sin ningún problema); es el caso de la muerte de la esposa del fontanero en el depósito de cadáveres en el que reposa el cuerpo desfigurado de su marido, una morgue blanca y estilizada más propia de una fábula de anticipación científica que de una película de terror: mientras su hija espera fuera, la mujer viste al fallecido con un traje limpio pero después de dejar escapar un escalofriante grito de terror se desmaya, con tan mala fortuna que un bote de ácido colocado en una estantería –otra de las innumerables licencias absurdas del libreto– vuelca y, bajo la mirada de terror e impotencia de la niña, va cayendo lentamente sobre su rostro, desfigurándolo aún más que el del monstruoso cadáver. La muerte del arquitecto en el archivo municipal es otro de los momentos, el más recordado, ejemplo mayúsculo de esta construcción en crescendo hacia el impacto, un “todo vale” decisivo para la creación de “una atmósfera de irrealidad en la que las cosas no parecen existir salvo en virtud de su propia e innecesaria aparición en la pantalla” (4): tras quedarse solo en una inmensa sala cuyas estanterías llegan hasta el techo, el personaje busca los planos originales del hotel pero resbala desde lo alto de la escalera en la que estaba subido; inmovilizado en el suelo, aún vivo, será devorado literalmente por un ejército de tarántulas que ha aparecido de repente de la nada en una secuencia no apta para estómagos débiles y filmada casi íntegramente a partir de primeros planos y planos detalle (el más recordado muestra a una de las arañas mordiendo / arrancando la lengua de la impotente víctima). Es un momento, como la posterior muerte de la mujer ciega a manos de su perro lazarillo (¡después de haber sido atacada por muertos vivientes!), en el que cualquier cineasta en su sano juicio apartaría la cámara o introduciría una elipsis, todo lo contrario que Fulci, que muestra directamente y sin tapujos ni pudor todo aquello que el espectador quiere y no quiere ver al mismo tiempo: no puede negarse la gratuidad caprichosa y desafiante de las escenas de las muertes, a veces bordeando el ridículo, pero tampoco se puede obviar su fuerza perturbadora, su enfermizo, irreverente poder de fascinación, derivado en buena medida de una radical ausencia del sentido del humor grosero-festivo comúnmente asociado al mal llamado “cine gore” (5). El descenso al terror que propone El más allá no depende exclusivamente de la sangre y las vísceras que inundan la pantalla, como se ha escrito tan a menudo: el director introduce a lo largo del metraje detalles argumentales y de puesta en escena igualmente arbitrarios, pero menos insignificantes de lo que pueden parecer a primera vista, del todo coherentes con su visión del género: es el caso de la ceguera que marca irremisiblemente aquellos, muertos o vivos, que han podido contemplar el Mal en estado puro –herencia inequívocamente lovecraftiana: el horror absoluto conduce de manera inevitable a la locura y / o la muerte–, la recurrente y a veces desconcertante utilización de la inquietante pieza de piano compuesta por Fabio Frizzi, casi una nana trastocada, que acompaña numerosas escenas, o el plano de Emily abandonando el hotel maldito tras haber revelado a Liza su gran secreto, repetido tres veces y a cámara lenta en fascinante sinsentido.

No existe ninguna lógica y cualquier cosa espantosa puede suceder y, de hecho, sucede de manera inevitable: ésta es la primera y última lógica que impera en El más allá, incluso en un tercio final que adopta de manera sorprendente un cariz más narrativo y que después de las atrocidades contempladas bien podría considerarse anticlimático por la notable ausencia de sangre: Liza y el médico del pueblo que trata de ayudarla sin entender nada de lo que está pasando (David Warbeck) cruzan silenciosos en coche las desiertas calles de una ciudad que parece muerta hasta llegar al hospital en el que trabaja él; allí serán atacados por hordas de zombies –cuenta la leyenda que por imposición de los distribuidores alemanes de la película tras el enorme éxito cosechado allí por Nueva York bajo el terror de los zombi y Miedo en la ciudad de los muertos vivientes– y tratarán de huir, encontrándose de repente en el lúgubre, infinito sótano del hotel del que han intentado escapar sin éxito. Inmersos en una imposible luz blanca, se verán de repente caminando por lo que parecen los restos de un cementerio inmemorial, en realidad el escenario imaginado por el pintor ajusticiado en 1927: como subraya de manera absurda una voz en off que no viene a cuenta de nada, sobretodo después de mostrar un plano del lienzo que empieza a sangrar (“Ahora os enfrentaréis al Mal de las tinieblas y a todo lo que hay en él inexplorado”), Lisa y el Dr. John McCabe están atrapados en el horror para siempre.


(1) “Tiene buenas ideas pero no posee el menor sentido de la construcción, de la progresión”, diría Fulci en referencia al guión de El más allá (citado por Jesús Palacios: “El enigma Fulci”, en Del giallo al gore. Cine fantástico y de terror italiano, Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, Donostia, 1997, pág. 194).
(2) Para más información sobre las ideas y la concepción escénica de Artaud, es recomendable la lectura de El teatro y su doble (Barcelona: Edhasa, 2001).
(3) El libro de Eibon es una creación del escritor norteamericano Clark Ashton Smith relacionado con la cosmogonía de “Los mitos de Cthulhu” ideada por H. P. Lovecraft. Gira alrededor de temas arcanos como la resurrección de los muertos, rituales demoníacos, dimensiones paralelas y magia negra, y según la leyenda fue dictado al infame nigromante Eibon por el dios-demonio Tsathoggua en una remota era prehistórica.
(4) “El enigma Fulci”, Op. Cit., pág. 195.
(5) Andrea Bruni, en “Lucio Fulci. La rebelión del carnicero” (Antología del cine fantástico italiano, Granada: Retroback / Séptimo Vicio / Quatermass, 2008, pág. 102), cuenta al respecto una anécdota ciertamente curiosa: “¡No puede bromearse con el género!” exclamó Fulci mientras abandonaba indignado la sala a la que asistía a la proyección de Braindead, tu madre se ha comido a mi perro (Braindead, Peter Jackson, 1992).

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
    Italia, 1981. 87 minutos. Color. Dirección: Lucio Fulci Producción: Fabrizio de Angelis, para Fulvia Film Guión: Dardano Sacchetti, Giorgio Mariuzzo y Lucio Fulci, sobre una historia de Dardano Sacchetti Fotografía: Sergio Salvati Música: Fabio Frizzi Diseño de producción: Massimo Lentini Montaje: Vincenzo Tomassi Intérpretes: Katherine MacColl (Liza Merrill), David Warbeck (Dr. John Warbeck), Sarah Séller [Cinzia Monreale] (Emily), Antoine Saint John (Schweick), Veronica Lazar (Martha), Anthony Flees (Larry), Giovanni de Nava (Joe), Al Cliver (Dr. Harris).


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