publicado el 14 de noviembre de 2011
Pau Roig | Injusta ganadora de la última edición del festival de Sitges, Red state supone, en efecto, un cambio de rumbo en la errática carrera de Kevin Smith: la frescura e incluso el descaro mostrados en su ópera prima Clerks (Id., 1994) desaparecerían rápidamente de sus siguientes realizaciones, generalmente englobadas en el dudoso género de la “comedia gamberra”, llegando a su cota más baja de repetición banal y estancamiento con ¿Hacemos una porno? (Zack and Miri make a porno, 2008) y Vaya par de polis (Cop out, 2010). Sin embargo, era difícil, casi imposible imaginar que acabaría dirigiendo un atropellado guión propio sobre los perturbados miembros de una secta que viven aislados del mundo exterior en un rancho (re)convertido en una fortaleza casi inexpugnable, una trampa mortal para aquellos que no creen en sus demenciales ideales religiosos o que simplemente se interponen en su camino hacia Dios.
Inspirándose en la figura real del execrable líder homófobo de la Westboro Baptist Church, Fred Waldron Phelps, y sin desdeñar tampoco influencias del sangriento asalto del rancho de la secta de los Davidianos que tuvo lugar en 1993 en Waco, Texas, Smith contaba con un material de partida suficientemente potente para dar un salto (mortal) hacia un tipo de cine más arriesgado y controvertido –más “serio”, con perdón por la expresión– y abierto a múltiples posibilidades dramáticas, dando muestras al mismo tiempo de una madurez como cineasta que ya estaba tardando demasiado tiempo en llegar. Red state, no obstante, arranca de manera impostada y torpe intentando adoptar sin la menor convicción algunos gastados tics del horror adolescente norteamericano de décadas pasadas para, a partir de ahí, avanzar a trompicones hacia ninguna parte: la trama, mal les pese a algunos (parece que también al mismo realizador), nada tiene que ver el horror, ni contemplada como una suerte visualización de un terror digamos real, más cercano y plausible y por ello mucho más efectivo, ni analizada como una variación / actualización de los principales recursos y temas asociados al género. No existe la menor tensión en el desarrollo de unos hechos de innegable potencial pero que por la falta de pericia del realizador en ningún momento superan el estatus de pobre presentación, ni puede hablarse tampoco de la confrontación, la lucha de opuestos que mueve las buenas propuestas de terror: aunque quizá fuera su voluntad inicial, los fanáticos religiosos no se erigen en ningún momento en representación del Mal (tangible o intangible), y la progresiva –y peligrosa– condescendencia con la que se nos muestran sus reprobables actos y se exponen sus ideas más reaccionarias acaba derivando en intolerable ambigüedad, en una especie de empatía subrayada o aumentada por la visión deliberadamente caricaturesca de los personajes “buenos”, en realidad igual de perdidos e incluso más idiotizados que los propios miembros de la secta.
Igual que la espantosa, en todos los sentidos, The woman (Lucky McKee, 2011), y que la ridícula A serbian film (Srdjan Spasojevic, 2010) de la edición anterior, Red state puede contemplarse como ejemplo modélico de la concepción amorfa y arbitraria que los programadores de Sitges tienen del llamado “cine fantástico”, en realidad un devaluado cajón desastre en el que cabe todo y en el que parece que cualquier excusa es buena. Smith participa también, y de qué manera, de esta empanada mental que parece se ha extendido también entre los miembros del jurado: no queda nada claro qué quiere decir, pero lo peor de todo es que en ningún momento encuentra la manera de decirlo, ni siquiera de decir algo. Red state, así, se arrastra penosamente entre el drama adolescente, la comedia negra (quizá involuntaria), el thriller conspiranoide, y la sátira sociopolítica, sin que ni tan sólo ecos vagos –y mal asimilados– de la irritante moda del torture porn impuesta por las secuelas de Saw (Id., James Wan, 2004) y sus imitaciones la rediman de su condición de pastiche desconjuntado. Smith ni siquiera brilla en los diálogos, desde siempre el punto fuerte de sus películas, incluso de las peores, y tampoco consigue despertar simpatía por los teóricos protagonistas, tres amigos del instituto que verán como la excitante noche de sexo que habían imaginado se convierte en un infierno al caer en manos de los enloquecidos seguidores del reverendo Abin Cooper (Michael Parks, al borde de la sobreactuación pero igualmente recompensado con el premio de interpretación masculina), un perturbado obsesionado en culpar a los homosexuales, y en menor medida al sexo, de todos los males de la sociedad. El director demuestra además que en cerca de veinte años de carrera aún no ha aprendido a colocar la cámara en la posición idónea para mostrar el desarrollo de la acción: los hechos narrados se suceden de manera precipitada y sin un punto de vista claro ni definido. Primero parece que vamos a asistir a la ejecución de los tres pobres adolescentes, prisioneros de los fanáticos en la especie de capilla improvisada de su rancho; seguidamente conocemos las enloquecidas ideas del reverendo y sus familiares y seguidores gracias a un discurso aburrido y que parece que no va a terminar nunca y que rompe en mil pedazos la teórica tensión del inicio; poco después, sin la menor continuidad, somos testigos de uno de los asaltos armados más confusos y mal rodados del cine reciente: un John Goodman con cara de no saber cómo ha llegado hasta allí comanda a su pesar el ataque de un grupo de asalto de la AFT (la agencia estadounidense de alcohol, tabaco, armas de fuego y explosivos), obligado por sus superiores sin que quede claro cómo ni por qué a asaltar el rancho en cuestión –provisto de un inmenso arsenal con armas de todo tipo– sin contar con refuerzos ni poder dejar testigos o supervivientes. Remata el desaguisado un epílogo absurdo y extravagante que poco o nada tiene que ver con lo expuesto hasta entonces.