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publicado el 3 de febrero de 2012

A vueltas con el circo mediático

Alberto Romo | Álex de la Iglesia fue uno de los mayores exponentes de la estirpe de cineastas vascos que irrumpieron durante los años 90 en el aletargado panorama cinematográfico español de la época. Un panorama que se encontraba en una situación más que delicada, heredada de la controvertida gestión política y cultural de Pilar Miró. Esta camada de directores revitalizó, con sus primeras obras, una cinematografía cuyos síntomas de alejamiento con el público empezaban a ser alarmantes. Impregnados de la cultura del “rock radical vasco”, imbuidos de espíritu cooperativo y autodidacta (que tiene mucho del “hazlo-tú-mismo” de la filosofía punk), trataron de armonizar independencia con vocación industrial; cine de género con aspiraciones autoriales; comercialidad y profesionalidad. Lograron obtener resultados estimulantes en sus inicios, si bien más discutibles a largo plazo, tal como denotan las erráticas trayectorias de cineastas como Juanma Bajo Ulloa o Daniel Calparsoro.

La carrera de Álex de la Iglesia es –a diferencia de buena parte de sus compañeros generacionales- un caso de éxito incuestionable y sostenido en el tiempo, al menos en cuanto a resultados económicos se refiere. Sin embargo, este éxito también se ha cobrado su precio, y las señales de identidad del realizador vasco se fueron diluyendo a medida que el realizador se aclimataba a las alturas de un sistema industrial que alcanzaba sus más elevadas cuotas con la academicista Los crímenes de Oxford (The Oxford Murders, 2008). Sin embargo, con sus dos últimas películas, De la Iglesia parece querer de alguna manera volver a sus orígenes, a los tiempos en los que pertenecía plenamente a ese puñado de enfants terribles vascos, irreverentes y transgresores, llamados a sacudir los cimientos del establishment cinematográfico y poner en solfa el status quo social.

La chispa de la vida (2011) es, como ya fue Balada triste de trompeta (2010), un título hiperbólico, esperpéntico y repleto de un cáustico sarcasmo. Ambas películas hallan en lo cirquense todo un leitmotiv en el que sustentarse, más obvio en Balada triste… -protagonizada por una troupe de artistas itinerantes-, más sutil en esta, La chispa de la vida, que nos ocupa. En ella Roberto Gómez (un José Mota inesperadamente comedido) es un publicista en paro que, tras sufrir un accidente en un teatro romano, se verá súbitamente ubicado en el foco de atención de un circo mediático, desplegado con el fin principal de explotar las posibilidades pecuniarias (y morbosas) de su percance: al caer, se le ha clavado un hierro en la cabeza que ha atravesado su cráneo. La rocambolesca situación planteada por el guión de Randy Feldman recuerda a la sufrida por los mineros en el yacimiento de San José de Chile: tras sufrir un accidente que los mantuvo atrapados bajo tierra durante semanas, a los mineros se les ofreció una desmesurada cobertura mediática propia de un reality show. Una vez se extrajo todo el jugo a su dramática situación, y ésta dejó de estar “de actualidad”, la mayoría de mineros fueron olvidados a su (mala) suerte o, lo que es peor, ridiculizados públicamente como si de un mono de feria se tratara [1].

Las simas abisales de la sensibilidad y el buen gusto a las que desciende una buena parte de la oferta televisiva actual -y que pudo apreciarse en el trato mediático que se dio a los mineros chilenos-, facilitan su sometimiento a una crítica tan severa como merecida. Sin embargo, por algún motivo, la denominada “telebasura” no ha sido el blanco de demasiadas sátiras cinematográficas en España, y las que se han realizado (caso de No somos nadie de Jordi Molla), han tenido una escasa repercusión. Es, por tanto, todavía un fértil terreno por explotar. Álex de la Iglesia se adentra en los resbaladizos territorios de la sátira contra la televisión eludiendo la gravedad propia de un drama social “a la española” y adoptando en su lugar un adecuado tono ampuloso, enfático, y que tiene algo de cirquense, con el que mimetiza la mirada televisiva para ironizar sutilmente sobre ella. Durante la primera mitad de la película, el director bilbaíno realiza un exhibicionismo de su ostentoso poderío visual -en esta ocasión justificado- como si fuera el director de un circo de cuatro pistas, siendo capaz de brindar algunas escenas resueltas con gran eficacia y capacidad de sugerencia (cfr.: Roberto deslumbrado por los flashes de las cámaras de los visitantes cuando accede al museo, anticipando lo que le sucederá después de tener el accidente; el momento casi fellininano en el que Roberto se abraza desesperado a la estatua clásica de mujer para evitar caer al vacío, toda una metáfora visual de la dependencia hacia su esposa (Salma Hayek); los planos picados que adoptan el punto de vista de un helicóptero de televisión y que lo muestran en una posición -brazos extendidos, piernas ladeadas…- que remite a la de Jesucristo crucificado…).

Lamentablemente, el interés que despierta la parte inicial de la película, en la segunda mitad cae en picado. Así, el desarrollo de la historia pierde rápidamente fuelle, al no ser alimentado por nuevos elementos a la altura de los presentados en el electrizante arranque (la llegada del hijo siniestro, por ejemplo, aporta más bien poco al relato). Por otro lado, está el burdo maniqueísmo que se produce al definir unos personajes antagonistas (el necio alcalde; el maquiavélico director de la cadena de televisión; los amigos publicistas…) convertidos en grotescas caricaturas; en marcado contraste con unos personajes positivos (la familia de Roberto Gómez, la reportera y el miembro de seguridad “buenos”) que devienen angelicales. Se diría que Álex de la Iglesia acaba sucumbiendo a la misma ramplonería que exhiben impúdicamente los medios de comunicación masivos que pretende criticar. Es posible que ello se deba a que el cineasta ya esté infectado por la perniciosa toxina de la televisión y su fiel compinche la publicidad, puesto que se ha expuesto directamente a ella al dirigir una serie de televisión (Plutón B.R.B Nero) y dos anuncios para el medio catódico, particularmente execrables [2]. En cualquier caso, lo que se me antoja una evidencia es que Álex de la Iglesia -como ya hiciera con Balada triste de trompeta-, vuelve a intentar recuperar la vena irreverente de sus fulgurantes inicios, si bien infructuosamente. Sin embargo, la sincera osadía de su primer cine, la frescura transgresora de obras como Acción mutante (1992) o El día de la bestia está cada vez más próxima a la pose oportunista (esas alusiones al 15M…), de la impostura, del panfleto escrito sin convicción. Un momento de la película lo escenifica a la perfección: el protagonista lanza una encendida soflama contra los bancos y su infinita avaricia sin escrúpulos, para que acto seguido su esposa sólo sienta pena por él y lamente lo mucho que ha(n) cambiado a su marido.

  • [1]. Edisón Peña, cruelmente apodado como “el Forrest Gump de los mineros atrapados”, padece graves problemas psicológicos y de comportamiento que no han impedido que frecuente programas basura norteamericanos e italianos en los que farfulla ideas inconexas y baila torpemente imitando a su admirado Elvis Presley para solaz de los espectadores.

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  • [2]. En Bad trip, anuncio para la FAD, se alarma engañosamente a la juventud sobre los efectos adversos de las drogas recreativas equiparándolos a una pesadilla espantosa. Los cómicos es un ñoño anuncio que reúne a los humoristas españoles más casposos de los últimos tiempos con el pretexto de homenajear a otro ya fallecido, y algo menos casposo.

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    Película: La chispa de la vida. Dirección: Álex de la Iglesia. País: España. Año: 2011. Duración: 98 min. Género: Tragicomedia. Interpretación: José Mota (Roberto), Salma Hayek (Luisa), Blanca Portillo (Mercedes), Juan Luis Galiardo (alcalde), Fernando Tejero (Johnny), Manuel Tallafé (Claudio), Santiago Segura (David Solar), Antonio Garrido (Dr. Velasco), Carolina Bang (Pilar Álvarez), Joaquín Climent (Javier). Guion: Randy Feldman. Producción: Andrés Vicente Gómez y Ximo Pérez. Fotografía: Kiko de la Rica. Montaje: Pablo Blanco. Dirección artística: Arturo García y José Arrizabalaga. Distribuidora: Alta Classics.


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