publicado el 28 de febrero de 2012
Lluís Rueda | A algunos puede extrañarles hallar a Martin Scorsese inmerso en un producto tan alejado de sus temáticas habituales como es el filme La invención de Hugo, más cuando sus biopics, thrillers y piezas de culto se forjaron cargando las tintas en abigarrados discursos y en una concepción formal ceñida a la tradición del renovado cine norteamericano de la década de 1970, pero es precisamente el realizador de Nueva York uno de esos teóricos del celuloide que hace de su inconformismo un proceso de aprendizaje que relativiza estilos y buscas nuevos prismas para seducir al espectador y, lo que es más importante, motivarse a si mismo. En su anterior filme, Shutter Island (2010), una magnífica cinta de suspense psicológico, el realizador experimentaba acerca de la percepción de la realidad y de la magia / fantasía de las imágenes, un cambio formal que acercaba su mirada a la de jóvenes realizadores como Christopher Nolan o David Fincher e introducía un patrón de trabajo que cuestionaba las fórmulas clásicas, especialmente renovando el concepto de la profundidad de campo, alterando sistemáticamente la unidad de tiempo y trabajando la estructura del filme de manera que algunas de sus pasajes parecían sometidos a una suerte de 'escalera de Escher'. Para este 'nuevo' Scorsese la puesta en escena es un vehículo que debe transportar al espectador de manera irreversible y su decisión de potenciar esa espiral conjugando todos los recursos técnicos justifica cualquier decisión por denostada, vagamente expresionista o incluso añejamente rupturista que parezca (valga lo de añejo para recordar que hubo un tipo llamado David Lynch que ya procesó estas tendencias hasta el sofoco).
Con La invención de Hugo, a priori una delicia pseudo-dickensiana para todos los públicos, Martin Scorsese continúa ese proceso / aventura de impostura formal, de radical hambruna cinéfaga y de mesianismo underground de manera que se ha apoderado de la técnica 3-D para demostrarse /nos que más que un reclamo chusco abonado al efectismo dicha herramienta podría ser ese 'vehículo' arrollador para escarbar en una idea: la del aprovechamiento de la profundidad de campo como un elemento narrativo relativamente virgen (y es que más que inventar se trata de revestir con criterio). Un buen ejemplo de ese compromiso es el prólogo de La invención de Hugo, el plano secuencia en zoom in más espectacular que este humilde cronista ha visto en su vida. Y ese inicio, prodigio de técnica y narrativa, es tónica en un filme tan densamente emocional, constructivo, aventuresque, brillante, deslumbrante e hipnótico que puede arrastrarnos a un suerte de catarsis de la que cuesta lo suyo despertar.
Basada en la novela 'La invención de Hugo Cabret' de Brian Selznik, el filme de Scorsese propone una odisea íntima pero de proporciones visuales epatantes que procura acercarnos a la figura de George Méliès y reflexionar sobre los orígenes del cinematógrafo. La magia y el entusiamo pretéritos del creador de Viaje a la luna (1902) están atrapados en un viejo bahúl y el anciano cineasta francés se entrega a una vida gris como propietario de una pequeña tienda de juguetes de la estación central de París. El cine, la memoria y la ilusión por construir son las ideas principales de un filme que halla en el joven Hugo (Asa Butterfield), un niño huérfano cuya máxima obsesión es arreglar un viejo autómata y construir algo que le acerque con esperanza al recuerdo de su padre, el auténtico detonante y motor de esta historia de esperanza, cine, redención y fantasía.
El elemento fantástico en el filme de Scorsese es mostrado como un elegante ejercicio de estilo que serpentea espectralmente durante todo el metraje; mientras el espectador es partícipe de la aventura /aprendizaje a través de la mirada inocente de Hugo, el filme juega a la anticipación y convierte el mundo de los sueños y el cinematógrafo que ha quedado relegado en la memoria de Méliès en una suerte de Grial, casi metafísico, que solo la entrega y la superación de diversas pruebas por parte de Hugo y su amiga Isabelle (Chloë Grace Moretz) podrán traer de vuelta. Con un diseño de producción descomunal, cortesía de Dante Ferreti, ese auténtico tablero mágico en el que se convierte la estación de tren de París aloja una trepidante partida en la que Hugo tendrá de luchar contra las aversidades. Scorsese, se esfuerza en un retrato constumbrista aliñado de elementos cómicos en los que no es difícil adivinar la herencia de Charles Chaplin, Buster Keaton o Harold Lloyd, al que el director homenajea espléndidamente en la sugestiva secuencia en que Hugo tendrá que colgarse de las manecillas del reloj de la torre de la estación mientras huye del inspector interpretado por Sacha Baron Cohen.
Pero La invención de Hugo es una maquinaria engrasada que muestra sus entrañas de sueño metálico e ideario steampunk, de manera que manecillas, poleas, sumideros, rejas, relojes, llaves y todo tipo de maquinaria pesada o minúscula son parte de ese rompecabezas en el que el pequeño protagonista tiene un papel determinante. Maravillosa resulta la reflexión del joven mientras en la guarida del reloj de la estación observa París y el exclama que forma parte de esa maquinaria, que él es pieza determinante, como en su día lo fue ese George Mèliés que hoy, como el autómata escriba que se niega a funcionar, aguarda a que alguien le de cuerda y diga las palabras mágicas: ¡Maestro! Todas las casillas de este filme /carta de navegación son perdurables, gratas, magníficas y maravillosas, el cine en el que Isabella ve su primera película, esa biblioteca regentada por un librero con el porte del gran Christopher Lee, el tétrico parque con estátuas de ángeles antesala de la casa de Méliès (un apunte que nos transporta a la magia de Moonflet) y, por fin, el relato del propio Mélièrs haciendo de la narración pormenorizada de su vida y sus recuerdos un collage majestuoso que nos hace evocar a Jules Verne, Karel Zeman y al Cine Fantástico con mayúsculas. Y es que el Cine Fantástico existe más allá de un género o etiqueta y se nutre de la magia propia del cinematógrafo, de la incertidumbre del filme que renace en su propio sudario. Martin Scorsese ha creado una cinta / tributo excepcional y se ha servido de la última tecnología para quedarse con el mínimo común denominador: la materia de los sueños y el viaje iniciático dentro y fuera de la gran pantalla. A destacar, entre muchísimas cosas, la brillante interpretación de Ben Kingsley y, una vez más, una banda sonora de Howard Shore que traba la respiración. Un auténtico regalo.