publicado el 10 de noviembre de 2004
Juan Carlos Matilla | Desde el origen del cine, existe un cierto tipo de filmes que, a causa de su dificultoso proceso de producción, parece que estén destinados a ser objetivo de los prejuicios, la tendenciosidad pedante y las ideas preconcebidas de la prensa. Los continuos cambios en la producción, los desajustes presupuestarios, los fallecimientos inesperados o las sucesivas versiones de guión, provocan que ciertos títulos "malditos" acaparen los titulares de la revistas especializadas desde antes de su estreno, sobre todo si, por el camino, se han visto perjudicados autores consagrados entre la crítica (los considerados "intocables"). Recientemente hemos visto casos como A. I Inteligencia artificial, de Steven Spielberg o El embrujo de Shangai, de Fernando Trueba, en los que la recepción crítica estuvo enturbiada a priori por estas circunstancias (Spielberg heredó un proyecto del loado Stanley Kubrick y Trueba uno del no menos ensalzado Víctor Erice, y más allá de la calidad intrínseca de su filmes, ambos pagaron severamente su "afrenta" ante los medios).
Ahora con el estreno de la polémica El exorcista: El comienzo (The Exorcist: The Begining, 2004), dirigida in extremis por el inefable Renny Harlin, la historia vuelve a repetirse. Tras el rechazo de la productora a la primera versión del filme, dirigida por el prestigioso Paul Schrader (director de las magistrales El beso de la pantera o Posibilidad de escape), la precuela de la inmortal obra de William Friedkin tiene todos los elementos (críticos) en su contra y me temo que, como en su momento le pasó a Spielberg o a Trueba, su recepción crítica va estar más condicionada por el "caso Schrader" que por su verdadera calidad artística. Para bien o para mal, la versión definitiva es la de Harlin y lo más lógico sería valorarla como tal, dejando a un lado comparativas imposibles ya que, de momento, la versión de Schader no la conoce casi nadie y, según los que la han visto, difiere bastante de la de Harlin. Cierto es que lo que le pasó a Schrader es uno de los casos más graves que ha habido en Hollywood de desprecio hacia la obra de un creador, pero también es cierto que la decisión de Harlin fue muy valerosa ya que heredar un proyecto deficitario e impopular como éste no es una mera temeridad sino toda una declaración de valentía.
Como no podría ser de otra forma, el filme final es la suma de todos estos elementos. Irregular, imperfecta y precipitada, El exorcista: El comienzo es una película que no pasará a la historia del género de terror pero no creo que deba ganarse el desprecio de la mayoría sólo por haber sido la película que sustituyó a la de Schrader (como si esta tuviera que ser una obra maestra por obligación, ya que a lo mejor no lo era). Si el filme es finalmente una obra fallida se debe a su demencial guión, su imposible construcción dramática (mezcla de relato de aventuras, desenfreno splatter, thriller psicológico, melodrama romántico, drama histórico y delirio bíblico, todo junto) y sus múltiples tics convencionales, propios de una superproducción al uso (rutinarias secuencias de acción, esquemáticos perfiles psicológicos y abundancia de lugares comunes). Ninguno de los filmes anteriores de Harlin (véase Máximo riesgo, Driven o Cazadores de mentes, todos horrorosos) se ha caracterizado por la sutilidad, la inteligencia y la mesura, y, claro está, El exorcista: El comienzo no iba a ser una excepción (aunque a mi juicio sea su mejor película hasta la fecha).
A pesar de todo, lo más destacable de El exorcista: El comienzo son, precisamente, algunas soluciones de puesta en escena de Harlin como el espléndido prólogo, dotado de una atmósfera macabra y apocalíptica, y su alucinado travelling aéreo; la secuencia de la entrada del padre Merrin (sensacional Stellan Skarsgård) en la basílica enterrada en la arena (fragmento donde Harlin domina el uso amenazador del fuera de campo y de la planificación sosegada); la violentísima secuencia del ataque de las hienas; los flashbacks que van desvelando el pasado traumático de Merin (y que actúan como contrapunto a la tensión diabólica del presente); el desgarrador plano del sacrificio humano en el altar de la iglesia maldita; la bella secuencia de amor entre el sacerdote y la doctora Sarah (interpretada por Izabella Scorupco) en la enfermería (resuelta de forma brillante mediante un travelling lateral que muestra un inquietante plano del goteo del niño repleto de sangre, un reencuadre que se convierte en una bella metáfora sobre el funesto futuro de la pareja), la irreal y fantasmagórica imagen de la niña corriendo bajo la nieve, o el lovecraftiano plano sostenido del demonio avanzando por un pasadizo que parece estar conectado con el mismísimo infierno.
Una secuela o remake no tiene por qué ser una traslación mimética del original pero por lo menos debe respetar su espíritu, su enfoque, aquello que la hizo única en su momento. Lo más imperdonable del filme de Harlin es que haya tomado los motivos más reconocibles de El exorcista y los haya vulgarizado.
Todos estos elementos proporcionan una cierta atmósfera creativa al relato aunque, no nos engañemos, sólo son pequeños destellos de talento ya que el resto del metraje cae en los típicos errores del estilo más característico de Harlin: precipitación en la exposición de los hechos, abuso del montaje en corto, vacua espectacularidad y una total ausencia de sugerencia (todos estos deslices se agudizan en la resolución del filme, un final torpe y grandilocuente que destroza por completo un relato que hasta ese momento se había movido entre lo inspirado (la llegada de Merrin al yacimiento y la entrada en la basílica) y lo fallido (la rebelión de los nativos, un episodio forzado y muy poco convincente) pero que aún así gozaba de un cierto tono sombrío y absorbente.
Aunque considere que se debe dejar al margen la figura de Schrader (más que nada porque el filme apenas recoge un 10% del metraje de la primera versión), lo que sí hay que traer al debate es el filme original de William Friedkin. En mi opinión, una secuela o remake no tiene por qué ser una traslación mimética del original pero por lo menos debe respetar su espíritu, su enfoque, aquello que la hizo única en su momento. El filme de Friedkin era una obra perturbadora, de un naturalismo exacerbado y dotado de una capacidad evocadora encomiable. En cambio, lo más imperdonable del filme de Harlin es que haya tomado los motivos más reconocibles de El exorcista y los haya vulgarizado (lo del enfrentamiento final entre el diablo y Merrin y sus estúpidas líneas de diálogo son de juzgado de guardia). Éste es el gran lastre de El exorcista: El comienzo y la demostración más definitiva de la falta de respeto de la industria estadounidense hacia su propio acervo cultural. Mucho se está hablando del honor de Schrader, pero a ver quién restituye ahora el de Friedkin. Quizás en la próxima secuela.