publicado el 10 de noviembre de 2004
Lluís Rueda | Collateral es un thriller que dosifica sus recursos, toca las teclas precisas, y guarda un as en la manga. En ese sentido es un filme irreprochable, y el trabajo de Michael Mann es tan canónico que maquilla cualquier posibilidad de irregularidad. Obras como Manhunter (1986), Heat (1995) o El dilema (The Insider, 1999) se distinguían por un equilibrio ejemplar entre el gusto por las atmósferas gélidas e irreales y el conflicto interno de sus personajes. Collateral no es ajena a esta premisa, su retrato de Los Ángeles, nocturno, y en cierto modo dantesco tiene un papel absolutamente relevante.
Para Vincent (Tom Cruise), una suerte de ángel caído con traje y maneras de alto ejecutivo, su noche relámpago en la ciudad concluirá con cinco visitas y cinco cadáveres, su medio de transporte será el taxi de Max (excelente Jamie Foxx), el eterno perdedor, la cara anónima tras el volante que busca consuelo en un civismo autocomplaciente. El eterno conflicto entre el bien y el mal en manos de Michael Mann se convierte en un singular síndrome de Estocolmo que pone en solfa las teorías más peregrinas del sentido de la vida. Vincent ejercerá durante 129 minutos de pandemónico titiritero, de Fausto despiadado, utilizando sus encantos y su kit de pseudofilosofía para llevar a Max a un verdadero conflicto de autoestima.
Sin traicionar su discurso personal, el director de Ali (2001) sorprende por su eclecticismo, por su instinto para recurrir a los esquemas tan poco solemnes del Martin Scorsesse de Taxi driver (1976) o Al límite (Bringing Out the Dead, 1999) , e incluso al Tarantino más esteticista (caso de la brillante secuencia del club de jazz). Al margen de inevitables paralelismos, lo cierto es que Mann siempre impone una mirada propia, y la redención de sus personajes se percibe mejor en sus confesiones al oído que en sus actos contradictorios.
El eterno conflicto entre el bien y el mal en manos de Michael Mann se convierte en un singular síndrome de Estocolmo que pone en solfa las teorías más peregrinas del sentido de la vida.
Collateral es un filme que pone cortapisas a la acción, los asesinatos del demoníaco Vincent son mecánicos, casi pasivos, y lucen relativamente poco. El particular microcosmos del taxi, con Max y Vincent desnudando sus miserias, deviene ese enclave hawksiano para limpiar la ropa sucia, el resto del mundo es un sórdido y casi lunar Los Ángeles donde todo puede ocurrir: que un tipo se pasee muerto en un vagón de metro sin que nadie se de cuenta o incluso que un coyote cruce una gran avenida.
Dejando ciertos recelos recurrentes a un lado, cabe destacar el acertado trabajo de Tom Cruise, prestando su rostro a un depravado asesino que ejerce su megalomanía fascista como un auténtico Dorian Gray del siglo XXI. Sabe manejar los registros suficientes para dar entidad a su demonio urbano (ya lo haría con solvencia en su papel de Lestat para Entrevista con el vampiro de Neil Jordan) y su cartel de star ególatra hace mucho tiempo que dejó de hipotecar el resultado de una producción ajena. Además de un brillante Jamie Foxx, también podemos encontrar a Javier Bardem en un pequeño papel de narcotraficante mexicano. Por cierto, el actor español parece abonado en sus últimos papeles a las fábulas: cuando no es la de la cigarra, es la del ayudante negro de Papá Noel.
La película condensa una sola noche a lo largo de su metraje, y quizás por ello (por esa búsqueda de la sensación de tiempo real), el director abuse del metraje para una historia que en circunstancias normales podría despacharse en algo más de hora y media. En algunos momentos el filme cae en forzadísimos tiempos muertos que restan mérito al guión de Stuart Beattie, pero en parte la capacidad hipnótica de los planos urbanos de Mann (capturando una especie de submundo onírico), se encarga de endulzar esa voluntad de sacralizar con cierto tono documentalista.
Pero es sin duda en su última media hora, en su tramo final, cuando el realizador coge al toro por los cuernos y hace gala de su mayor talento. Tanto las secuencias en el edificio del fiscal del distrito como la persecución en el metro, son realmente magistrales. Un tour de force en toda regla, absolutamente brillante, que rompe las espectativas del espectador con un incendiario ramillete de momentos depalmianos, para a la postre acabar, muy acertadamente, con un indisimulado guiño a la magistral Charada, de Stanley Donner.