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publicado el 31 de octubre de 2012

Skyfall o el mito del eterno retorno

Skyfall es un nombre extraño. Se pronuncia a media película y es casi una invocación y, como Rosebud en Ciudadano Kane, es la llave para regresar a la infancia de nuestro protagonista. Una clave psicoanalítica para deconstruir a Bond y resucitarlo de nuevo. Skyfall también es la entrega más extraña y estimulante de toda la saga. Dirigida por el cineasta británico Sam Mendes (American Beauty, Revolutionary Road), la película es un viaje onírico dentro del universo Bond y una forma de rencontrarse con él ahora que se cumplen 50 años de su primera aparición en los cines. Aunque también es la película perfecta para cerrar el círculo y terminar la saga.

Marta Torres | Un mito necesita reformularse continuamente, una transformación más o menos inspirada que permita al personaje cambiar y adaptarse a los tiempos sin variar demasiado su sustancia. Hasta ahora el cambio era sencillo, bastaba con cambiar de actor -Sean Connery, Pierce Brosnan-, y mantener los clichés que definen al personaje (el Martini agitado, una cierta estética pop, los coches, los artilugios, la Chica Bond y la inevitable escena final con ella, el disparo a la pantalla, los títulos de crédito, la sofisticación, los trajes caros…).

La elección de Daniel Craig para protagonizar Casino Royale ya fue un cambio de paradigma. El personaje era más duro, menos glamouroso, más violento y mucho más cínico que sus antecesores. Las películas dejaron de juguetear con la cultura pop y ganaron en gravedad, se volvieron más serias e introspectivas. Bond era un héroe herido con un pasado (en Casino Royale perdió a su mujer y en su segunda entrega, Quantum of Solace, era un ser amargado fuera de control). La deriva oscura era natural, hasta inevitable, pero alejaba cada vez más al personaje de sus raíces populares. La adaptación de Bond a los nuevos tiempos era también su sentencia de muerte. Bond tenía que cambiar demasiado. Pero llegó Skyfall.

Skyfall es una regresión dramática hacia el pasado. Bond, más oscuro, más traicionado, más alcohólico y cínico que nunca se enfrenta esta vez a sus fantasmas que toman una doble forma. Por un lado la más obvia, el villano (Javier Bardem) que es también su némesis, -su antagonista y una copia adulterada de él mismo- y por otra parte el fantasma más sutil de su edípica relación con M, (Judi Dench), su superior y, de alguna forma oscura, una “madre” que puede sacrificarle si el deber (la patria, la seguridad) se lo exige. La película nos muestra a un héroe cuestionado, enfrentado consigo mismo y con su doble (de aquí las múltiples escenas de la película donde aparecen espejos y reflejos distorsionados) al tiempo que recorre un camino que le llevará de Estambul o Shangai al corazón de Londres, que es también el corazón de su vida adulta. Una de las mejores escenas de acción de la película es la persecución de James Bond y su alter ego (el villano) a través de los túneles subterráneos de Londres, un símil transparente del laberinto y del inframundo, del inconsciente lleno de peligros en el que Bond trata de cumplir su deber y su alter ego, el villano, busca la venganza de un hijo traicionado, de un ídolo caído, a la manera de un Caín y Abel reformulados. “Mi hobby es resucitar”, exclama Bond y para hacerlo y enfrentarse a si mismo acudirá a las imágenes que han hecho famosa toda la saga, porque sólo puede enfrentarse a ello viajando al pasado y el pasado es Skyfall, un páramo desolado de resonancias góticas, un lugar donde arder y renacer de nuevo… más parecido a Bond que nunca.


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