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publicado el 8 de noviembre de 2012

Miramos y pensamos que entendemos

Nadie diría que Holy Motors, un filme agresivo, casi violento en sus planteamientos, es el producto de un cineasta en la cincuentena que lleva más de 13 años sin dirigir una película. Uno se imagina un filme titubeante, que casi pida perdón por aparecer en las pantallas, acudir a Cannes o Sitges e incluso estrenarse en cines. Imagina una película rendida a los modos y maneras actuales, mendigando un poco de modernidad. Sin embargo, Holy Motors es, para bien y para mal, rabiosamente ella misma, un ejercicio radical de autoafirmación de un Leos Carax apartado de los cines desde 1999 en que estrenó su extraña y experimental Pola X.

Marta Torres | Empieza la película con una resurrección, la del propio director, convertido en un personaje que despierta en la penumbra de una habitación situada en algún lugar, y en la que encuentra camuflada en la pared una puerta escondida que le lleva a la platea de un cine donde proyectan The Crowd (1928) de King Vidor, una elección nada inocente. The Crowd denuncia precisamente los peligros de la modernidad y lo hace con un estilo experimental que aplica los logros conseguidos por otro gran cineasta, F.W. Murnau. Además, se estrenó justo antes de la Gran Depresión y coincidió con los primeros balbuceos del cine sonoro, lo que la convirtió en una película incomprendida y algo fuera de época.

El icono fundamental de Holy Motors también es un artefacto fuera de su tiempo, una limusina blanca. El director ha explicado en una entrevista que la idea surgió de una observación causal: cada vez se veían más limusinas en las bodas. Le parecieron objetos románticos, casi inútiles, como algunos juguetes de la infancia. Su presencia parecía marcar el fin de la época de las máquinas grandes y visibles, de las cosas físicas y tangibles, de las ideas con peso y las certidumbres. De aquí nació la idea de hacer una película que apresara la idea del fin de una sociedad y señalara el principio de un nuevo mundo fluido, líquido y digital, sólo que en este caso el cuerpo velado es el del propio cine, al menos el del cine analógico y sus normas extemporáneas que toman la forma de un vehículo caro y excesivo: una limusina blanca, apodada como Holy Motors en un guiño directo a Hollywood.

Holy Motors es, pues, una compañía de limusinas blancas que pasea a un extraño ser con aspecto de asceta por la ciudad. Si al principio vemos un director que resucita, ahora es el actor, interpretado por un camaleónico Denis Lavant, quien interpreta a un Actor que a su vez interpreta a nueve personajes con la pasión furibunda de un naufrago que no sabe si hay alguien al otro lado. El protagonista, que podría llamarse Oscar, aunque no estamos seguros, no tiene casa ni refugio más allá del vehículo pasado de moda que le cobija. Quizá no tenga siquiera identidad, ya que en los entreactos, cuando viaja con el coche de una escena a otra sin más compañía que la de la su chófer Celine, es un ser desnudo y taciturno, un funcionario melancólico despojado de la vida que tienen sus máscaras, ya que su oficio parece haber perdido todo su sentido, no hay público, ni cámara, ni escenógrafo, ni focos… En algún momento se hace referencia a una cámara, pero con la misma fe desangelada del agnóstico que ya no cree en Dios.

A pesar de todo, sus interpretaciones son intensas, arrebatadas, feístas, infames y vivas. Oscar admite que el cine ha muerto, pero interpretar una escena sigue siendo algo bello y cuando lo dice no sabes si habla Oscar, o Denis Lavant o Carax o alguien muy distinto, porque Holy Motors es un juego de muñecas rusas que mezcla una ficción dentro de otra y que nos asoma al abismo de las representaciones y las mentiras infinitas. Las escenas son algo muy distinto. Son realidades paralelas. Funcionan como actos de creación pura, espumarajos que saltan porque sí, sin pedir permiso ni esperar ser coherentes para evocarnos tristeza, placer, asco, dolor, locura, sinsentido y belleza al tiempo que vemos como el Actor se convierte alternativamente en una vieja mendiga, un loco que secuestra a una modelo (Eva Mendes) y se la lleva a vivir a las cloacas, un ente digital, un asesino que termina muerto, un activista, un padre de familia, un moribundo en su lecho de muerte o un amante que quiere recuperar 20 años en 20 minutos. Esta escena, precisamente, podría ser la única “real”. El actor se encuentra, camino de otro trabajo, con una amante perdida tiempo atrás (Kilye Minogue) y ambos tratan de recuperar un tiempo imposible en el escenario de unos grandes almacenes de París. La escena es la más cinematográfica. Si las anteriores poseían la desnudez de lo real, ésta se adorna de los mecanismos más artificiosos y bellos de la ficción: el musical, un escenario evocador, la terraza de La Samaritaine con vistas al París nocturno y un final trágico, para terminar con la ambigüedad de no saber si era una escena más o un episodio de la vida del personaje que creemos que se llama Oscar, aunque no estamos seguros.

Mientras, tratamos de entender la película, nos disgustamos, lloramos, nos descolocamos, nos dejamos arrastrar por este Big band cósmico que hace explotar el cine en trozos, en sentimientos despojados de sentido, en un juego de espejos que pone en duda la naturaleza misma de la realidad, de la vida y del medio que hemos usado hasta ahora para representarla, el cine. Lo que importa es el gesto. Interpretar, aunque no quede nadie para mirar, y tomárselo en serio, aunque no sepamos ya quienes somos. Otra clave; una de las escenas más bellas de la película nos muestra a la chófer de nuestro protagonista, una madura Edith Scob (la actriz fetiche de Franju y protagonista de Los ojos sin rostro), abandonado el garaje donde guardan las limusinas con una máscara sobre el rostro. Miramos y pensamos que entendemos.


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