publicado el 16 de noviembre de 2012
Pau Roig | Considerada por muchos aficionados como una de las perlas ocultas de esta edición del festival, la ópera prima de Ciarán Foy tiene un punto de partida original y contundente y no pocas buenas ideas, y cuenta incluso con un escenario perfecto para la creación de inquietud, un suburbio abandonado repleto de edificios vacíos y que parece situado en medio de la nada, reflejo terrible, apocalíptico de la actual crisis económica. Su protagonista es un joven viudo y agorafóbico (esforzado Aneurin Barnard), que se verá obligado a luchar contra los misteriosos niños encapuchados que provocaron la muerte de su esposa y que ahora pretenden apoderarse de su hija de pocos meses para convertirla en un nuevo miembro de su oscuro clan. Más bien poco se explica del origen y de las verdaderas intenciones de este especie de secta de pequeños demonios –los destacados papeles de un sacerdote maldito aquejado de cáncer y de un niño ciego dotado de extraños poderes no ayudan mucho, más bien al contrario–; pese a que el elaborado trabajo de fotografía y dirección artística van encaminados hacia la recreación de un horror innombrable y que la trama presenta ecos tanto de la literatura de Clive Barker y J. G. Ballard como del cine de David Cronenberg, el conjunto en ningún momento apuesta por el terror, como si la (inevitable) empatía que el protagonista despierta en los espectadores fuera suficiente para hacerlos partícipes de su angustia y de sus miedos. Citadel podría haber sido un brutal ejercicio de terror tanto psicológico como físico y queda en cambio como una dramática e incluso tendenciosa historia de redención, fe y superación personal.