publicado el 22 de enero de 2013
Alberto Romo | Con el discurrir de los años, el Festival de Sitges se ha convertido en un fiable sónar capaz de descubrir las nuevas tendencias y corrientes del cine de género que se gestan a lo largo y ancho del planeta. A la luz de los datos que pueden extraerse de este dispositivo –las películas seleccionadas, aquellas premiadas…-, no resulta difícil deducir la emergencia de un cine fantástico latinoamericano que tiene en este título que nos ocupa uno de sus máximos exponentes. Justo merecedor del premio al mejor director en la edición del año 2010 del citado festival –de manera significativa ex aequo con la también latinoamericana Trabalhar Cansa– la cinta colombiana El Páramo parte del más descarnado realismo para acabar erigiéndose en una alegoría –tan contundente como etérea– de los estragos físicos y morales causados por la guerra, y en una asfixiante inmersión a pulmón hacia las más recónditas y sombrías simas del alma humana que deja extenuado al espectador.
Los numerosos e imperdonables retrasos de su estreno en España (habida cuenta de que se trata de una coproducción hispano-colombiana) le han llevado a coincidir con la celebración de un frágil proceso de paz que tiene a los grupos armados beligerantes en Colombia como protagonistas. Lejos de estar cerrando las heridas de un conflicto bélico que, década tras década, desangra la sociedad colombiana, el proceso parece evidenciar las dificultades de reconciliación de un país profundamente escindido. Las esperanzas depositadas en el proceso de paz no bastan para opacar el creciente clima de desconfianza y paranoia que casos como el de los denominados ”falsos positivos” no hacen más que alimentar. Como en cualquier guerra civil, aflora todo tipo de dudas y recelos. ¿Quién es realmente el enemigo? ¿En quién podemos confiar?
Este clima de paranoia que domina el país es (re)tratado por el director y guionista Jaime Osorio Márquez por medio del estamento en el que adquiere una mayor magnitud: las fuerzas armadas. Más específicamente, a través de un escuadrón del ejército obligado a permanecer incomunicado en una base militar ubicada en lo alto de un brumoso páramo. En la base se ha producido una matanza y solo encuentran con vida a una mujer en aparente estado de shock a la que de inmediato acusan de ser una guerrillera responsable de lo sucedido. Los nueve miembros del escuadrón irán perdiendo los nervios primero, y la razón después, a medida que se enfrentan con una amenaza intangible que cuestionará sus creencias y principios. El colombiano Osorio juega sin ambages la baza del naturalismo para plasmar en toda su descarnada crudeza la problemática política y social que se desprende del relato, inyectando grandes dosis de credibilidad a un guión que esquiva hábilmente los elementos inequívocamente sobrenaturales. Para lograr esa verosimilitud, Osorio no duda en rodar en escenarios naturales (que someterán a su equipo técnico y artístico a unas condiciones de trabajo extremas y adversas, propias de un destacamento militar); poner en boca de los personajes modismos y expresiones nativas (que han obligado a añadir subtítulos en la copia del film estrenada en España); recurrir con frecuencia a planos cortos y movimientos de cámara nerviosos que recuerdan a los de un reportaje o documental; o no escatimar en imágenes gráficas (colindantes con el gore) en una escena de amputación particularmente cruenta.
El cineasta colombiano conjuga este estilo realista y directo –con el que obliga al espectador a mirar directamente a los ojos del conflicto armado colombiano y sus secuelas–, con una mirada más oblicua que le permite abordar asuntos de un alcance más universal y de un mayor calado psicológico. La película plantea preguntas sobre el (sin)sentido de la guerra o la vileza humana, aunque no siempre las responde, dejando esa labor en manos del espectador. Se deriva entonces una apuesta visual sustentada en el poder de la sugerencia (sobre la evidencia) y en la creación de una atmósfera densa, casi irrespirable, se diría que saturada de un aire viciado y corrompido que todo lo impregna. En este sentido, la esmerada fotografía de Alejandro Moreno y la banda sonora -minimalista pero efectiva- juegan un papel fundamental. De ritmo pausado, pero sostenido, El Páramo evita los habituales subrayados innecesarios y las truculencias gratuitas que (pre)dominan en el cine de terror actual y, en sus mejores momentos, responde a unos parámetros estéticos y conceptuales hoy en día tristemente en desuso, siendo tan importante lo que se omite, como lo que se muestra. Evoca el cine gótico clásico –con esa espesa niebla que envuelve la aislada base militar, trasunto contemporáneo de los vetustos castillos en páramos desolados que albergan las almas atormentadas de vivos y muertos-, o incluso las películas de terror producidas por Val Lewton, particularmente la magnífica La isla de la muerte de Mark Robson, acaso la mejor película de terror bélico de la historia. Al igual que en estas películas clásicas, el mal no tiene un origen exógeno (como sucede en las viejas “películas de monstruos” o en los actuales slashers), sino que brota del interior del hombre y emana de éste como una excrecencia invisible pero implacable, capaz de actuar con el sigilo y la voracidad de un virus letal.