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publicado el 18 de marzo de 2013

Metafísica de algodón de azúcar


La huésped (The Host) es un producto extraño, una pieza fascinante que evoca los escenarios de la ciencia ficción más cerebral, aquellos que se preguntan ¿Quiénes somos realmente? ¿Podemos dejar de existir? ¿Es la existencia un acto de voluntad?, para, acto seguido, quedarse en la más terrenal metafísica del amor y la amistad. Una unión imposible entre la ciencia ficción fría y estilizada de Andrew Niccol (el director y guionista de Gatacca, que también es autor del guion) y Stephenie Meyer, la autora del libro y gurú adolescente gracias a su saga de amor vampírico Crepúsculo. El resultado es una sorprendente criatura que lleva las cuitas adolescentes a escenarios propios de la ciencia ficción distópica… y consigue darles la vuelta.

Marta Torres | La película es una adaptación del primer libro de otra trilogía, The Host, en el que Stephenie Meyer especula con un futuro en el que la humanidad habrá sido ocupada por una especie alienígena de parásitos, a la manera de La invasión de los ladrones de cuerpos, y los pocos hombres y mujeres que quedan se ven obligados a huir y esconderse. Saoirse Ronan (la actriz protagonista) acabará por dar cobijo en un mismo cuerpo a dos personas (o almas) distintas, una humana y otra alienígena, obligadas a una unión simbiótica para mantenerse con vida. La idea es sugerente (¿existen realmente las dos o se trata de un espejismo creado por sus recuerdos?) pero su misterio se desvanece rápidamente al optar el director por la obviedad para describir la situación. No son las dudas metafísicas las que interesan a la escritora (e imaginamos que a su público), que aprovecha las dos almas de la protagonista para construir un triángulo amoroso entre la(s) chica(s), su antigua pareja y un nuevo amorío. La historia de ciencia ficción se convierte así en una elaborada fantasía juvenil, un complicado mecanismo de lealtades, hormonas, traiciones y amores aderezadas con muchos diálogos, un poco de acción y algunos efectos especiales.

¿Y que hace aquí un director como Niccol? Pues más de lo que parecería a simple vista. Andrew Niccol evoca en esta película un futuro esterilizado, de escenarios asépticos, de una limpieza que recuerda al mundo de Gatacca, su primera película, con la que comparte no pocas similitudes. Por un lado, evoca una sociedad futura perfecta, en la que lo humano, entendido como algo pasional, sucio y defectuoso, ha sido dejado a parte. De aquí el magnífico diseño de producción, de líneas puras y perfil racionalista. Por otra parte, la protagonista, como en Gatacca, es un ser imperfecto que debe esconder su naturaleza dual (bastarda) ante los demás, pero que lleva en su interior la clave para un nuevo cambio y, quizá, para la destrucción de su mundo. A pesar de que tire después por otros derroteros, el filme está impregnado de una atmósfera distinta al de un producto juvenil. Algo se mueve justo bajo la superficie.

Bajo este prisma, el triángulo amoroso propuesto por Meyer (y Nicol) se desplaza como un ser fuera de su elemento, a veces irónico, a veces procaz o risible y a veces simplemente extraño, casi “transgresor” para un género hasta ahora alejado de los intereses románticos. No obstante, el quid de la película no es tanto el triángulo amoroso como el personaje que interpreta Saoirse Ronan, una alienígena cautivada por los sentimientos humanos que no encaja entre los suyos pero que no es más que un parásito para los humanos. En el fondo la película postula la aceptación por el grupo, imposible, por otra parte, del bicho raro de la clase.


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