publicado el 18 de julio de 2013
Las decepciones duelen más dependiendo de quien las cometa. Un filme tan pésimo como After Earth podría ser solamente un ejercicio vacuo más de los que se estrenan todos los veranos sino fuese porque viene firmado por uno de los grandes autores del género fantástico de los últimos años, M. Night Shyamalan. El autor de El bosque firma aquí uno de sus peores trabajos y confirma su bajo estado de forma creativa, una situación de coma artística que a continuación analizaremos con el objetivo de desentrañar sus causas y razones.
Juan Carlos Matilla | Sin duda, lo primero que llama la atención, aunque tristemente, de After Earth es que el argumento, a priori, prometía una película mucho más interesante: en un futuro lejano, la humanidad ha tenido que desplazarse a otro planeta, Nova Prime, tras agotar los recursos naturales de la Tierra. En ese nuevo futuro, la única amenaza será una raza alienígena dispuesta a acabar con los hombres mediante unas criaturas capaces de oler el miedo humano, los ursa. En este contexto, un recto y severo general, Cypher (un abúlico Will Smith), y su hijo Kitai (papel encarnado de forma pésima por el verdadero hijo de Will Smith, Jaden) sufren un accidente mientras estaban embarcados en una misión y se estrellan contra la Tierra, un lugar ahora desconocido para la humanidad y muy peligroso ya que todos los seres que viven ahora en él no tienen más objetivo que eliminar a los hombres. Entonces, comenzará la lucha por la supervivencia.
Sobre el discurso del miedo
Pese a que disponía de materiales más interesantes extraídos de la trama de la película (como la debilidad del individuo frente a la evolución de una Tierra ajena a sus intereses, el regreso al origen como metáfora de una imposible purificación, la despersonalización de la civilización frente a la viveza de una naturaleza sin límites, la supervivencia como motivo de formación, la venganza del medio natural contra la mano que le llevó a su ruina, etc.), Shyamalan ha decidido de nuevo colocar el tema de la superación del miedo como motivo principal de After Earth, al igual que ha hecho en casi todas sus anteriores películas. No obstante, en esta ocasión este motivo está tristemente planteado, desarrollado de manera torpe, obvia y plomiza y con una espiritualidad muy forzada.
En sus anteriores filmes, el miedo era visto como algo que incapacita, una emoción atroz que devasta las ilusiones y oprime nuestro modo de ver el mundo. Tanto el niño de El sexto sentido como el pastor de Señales o los habitantes de El bosque son seres que desean vencer sus fobias para poder volver a relacionarse con plenitud con el entorno, para acabar con las limitaciones que no les permiten avanzar como individuos, para reconocerse a sí mismos como seres diferenciados. Por tanto, vencer al miedo en estos filmes era casi una cuestión epistemológica: parece que quieran decirnos que solo acabando con lo que nos atemoriza, sometiéndolo a la luz de la revelación ética, podemos realmente percibir lo que somos (como el psiquiatra de El sexto sentido o el vigilante de El protegido) y la verdadera relación que mantenemos con el mundo (como interpretar los signos trascendentales que nos rodean para imponernos a la realidad, una idea que supone el germen tanto de Señales como de El incidente). Esta noción sobre la valentía de vencer el miedo se puede definir mejor usando las aportaciones del filósofo José Antonio Marina en su obra Anatomía del miedo: “La valentía es la virtud del despegue, porque nos permite pasar del orbe de la naturaleza, sometido al régimen de la fuerza, al orbe de la dignidad, que está por hacer, y que deberá regirse por el régimen de la dignidad. Es también la virtud de la fidelidad al proyecto, porque nos permite perseverar en él a pesar de los pesares. Para que se cumplan esas funciones, debo transfigurar mis facultades en facultades éticas, la fiereza en valor, la razón egoísta en razón compartida, y estos saltos de fase son difíciles” [1]. Sin duda, esta visión de la valentía como un proceso de búsqueda de razón común, de luz ética universal, para así recobrar nuestra dignidad como individuos completos, está en la base de los filmes previos de Shyamalan.
Entonces ¿qué ha podido pasar en este último filme para que su habitual discurso sobre el miedo se haya desvanecido? La razón se debe a que en lugar de contemplar la valentía como una revelación íntima que permita al ser humano avanzar en armonía con el entorno, aquí se ve casi como una forzada fase de un proceso espiritual de naturaleza castrense que en lugar de hacernos seres más plenos en verdad nos deshumaniza ya que el objetivo que persigue es volvernos seres vacíos de turbación, de pasión. Según lo que nos cuenta la trama de After Earth, el miedo es la emoción que hace que unos furibundos alienígenas puedan identificar y destruir a los seres humanos: para evitarlo los miembros de las fuerzas de seguridad deben aprender a controlar y anular sus propios miedos, un proceso conocido como fantasmización (terrible palabro cuyo uso gratuito y forzado ya refleja la escasa profundidad del concepto que quiere denominar), para convertirse en soldados brillantes y exitosos, pero también meros entes ejecutores, piezas de un engranaje que busca funcionar a la perfección, sin fisuras internas. Desde luego, la premisa no puede ser más equivocada ya que convierte la valentía personal en un simple acto de adoctrinamiento, no en una epifanía de acentuado humanismo. Al intentar cumplir con sus deberes como soldado y como hijo de un experto oficial, Kitai, el joven protagonista de After Earth, parece querer claudicar ante el sistema (encarnado por su padre), someterse a él mediante el aprendizaje de la valentía. Aquí, vencer el miedo no supone conocerse a uno mismo sino que es una excusa para convertirnos en seres mecánicos, sin matices, hijos de una espiritualidad vacua de forzado estoicismo.
La caricatura de un estilo
Además, al igual que se ha banalizado la noción del miedo característica de su cine, en After Earth el estilo habitual de Shyamalan aparece caricaturizado, exento de belleza y profundidad, reducido a clichés y yerto de soluciones visuales hermosas. Tanto su anterior filme (el desastroso Airbender, el último guerrero) como este último parecen fotocopias desvaídas de sus grandes hallazgos del pasado, ecos de una filmografía ilustre de la que hoy solo quedan sus huellas, reconocibles pero incompletas. Así, en esta obra podemos encontrar otros motivos habituales de su cine pero desprovistos de la fuerza de antaño. Por ejemplo, la idea de la relación paternofilial vista como camino de perfección y de superación personal que alumbraba algunas de las más emotivas secuencias de El sexto sentido, El protegido y Señales, aparece aquí mutada en una relación casi apostólica, carente de valores afectivos reales y henchida de doctrina moralista (el joven héroe de la película busca cumplir con la voluntad paterna como quien asume un dogma, por imperativo casi legal).
Además, otro de los habituales leit motiv del cine de Shyamalan, reflexionar sobre cómo nacen las leyendas y las mitologías y cómo necesitamos la literatura para embellecer nuestras vidas (o poder sobrevivir a ellas, tal y como se hacía en El bosque y La joven del agua), está del todo desaprovechado. En un filme como este que narra el regreso de unos seres humanos al planeta que abandonaron en el pasado, podría haber sido apasionante confrontar el recuerdo que estos supervivientes tienen de la Tierra (sus mitos particulares) con la realidad verdadera, para así mostrar cómo son de relativas nuestra creencias y cómo se gestan las fábulas. Pues bien, nada de eso encontramos, salvo quizás uno de los escasos buenos momentos del filme, la secuencia en la que Kitai penetra en una cueva, observa las pinturas rupestres en sus paredes y dibuja sobre estas un mapa de su recorrido por el planeta, una hermosa manera de reunir en el tiempo dos formas de fijar la realidad para aprehenderla: una primitiva (la de los hombres prehistóricos que dibujaban los seres a los que rendían pleitesía como si fueran iconos mágicos) y otra enmarcada en la tecnología futurista (la del joven soldado dirimiendo sus expectativas de éxito), aunque ambas compartan el asombro ante lo desconocido y un cierto tono ritual.
Todo ello nos lleva a la peor característica del último cine de Shyamalan, sus obvios tratamientos moralistas sobre los grandes temas que pretende tratar (el destino, la familia, el amor, la superación, el miedo, etc.). Desde sus primeras películas, el autor de Señales nunca ha escamoteado los conflictos de índole moral en sus filmes pero entonces lo hacía con lucidez a pesar de su candidez y cierto tono naïf (al fin y al cabo es un cineasta que cree en la bondad rousseauniana del hombre, en su condición de alma en pena que debe buscar su redención en este mundo). Por ello, en los anteriores filmes de Shyamalan, los fantasmas, pastores sin fe, superhéroes cotidianos o miembros de ascéticas sectas que los protagonizaban intentaban recuperar su propia libertad imponiéndose a su entorno, desvelando su verdadera naturaleza coercitiva para así alcanzar la estabilidad íntima.
En cambio, en sus últimos dos filmes esta visión tal vez algo simple pero hermosa se ha envilecido, ha mutado en una suerte de espiritualidad vacua, grandilocuente y excesiva, que se expresa en una continua búsqueda de la trascendencia para claudicar ante ella, para aceptarla sin distanciamiento. Aquí solo hay espacio para los grandes discursos adoctrinadores, no para las dudas veraces del individuo. Para darse cuenta de ello, basta con atender a los diálogos altisonantes de After Earth acerca de la paternidad, la resistencia, el esfuerzo, la obediencia o el cumplimiento del deber. Todos ellos son pronunciados como salmos por actores hieráticos en planos enfáticos y morosamente alargados. Este exceso de vehemencia lastra el conjunto de la película y perjudica algunos de sus momentos más hermosos. Por ejemplo, las fugas subjetivas que explican en flashbacks el dramático pasado de los protagonistas podría haber dado un poco de calor emocional al conjunto pero su continuo abuso perjudica el relato porque lo vuelve tremendamente explícito, vulgar y banal. Y no solo eso, la peripecia del joven protagonista por la deshumanizada Tierra pierde el tono aventurero e intrigante que requería por el absurdo intento de dotar a toda la odisea de excusas dramáticas eminentes (cumplir con la voluntad del padre, no claudicar ante el miedo, vencer los demonios interiores, etc.) pese a algunas escenas bien armadas (aunque son pocas y se ciñen a los acechos de las criaturas salvajes y a algunos detalles de la interacción del joven protagonista con el entorno natural).
Un posible diagnóstico
En este punto debemos preguntarnos a qué se debe esta deriva del cine de Shyamalan hacia la grandilocuencia. ¿Es culpa del sistema de Hollywood que le fuerza a buscar soluciones explícitas? ¿Se debe a la incapacidad del director de encauzar bien sus argumentos? ¿La razón está en la cada vez más urgente necesidad de Shyamalan de lograr un éxito comercial que le recupere ante la industria? Pese a que puede haber argumentos que apoyen cualquier respuesta a estas preguntas yo creo que la culpa la tiene el mismo autor, el cual ha embrutecido su estilo al extraerlo de los filmes en los que mejor se manejaba (el thriller cercano a la serie B, el mundo del cómic y la fábula, la fantasía hitchockiana, etc.) para enmarcarlo en la ciencia ficción distópica y reflexiva, un género que no maneja de forma adecuada porque no lo conoce (pese a su devoción por Spielberg, Shyamalan no posee la tensión dramática de aquél) y además no le viene nada bien a su discurso porque lo amplifica y muestra su lado menos atractivo, más mesiánico.
Además, este embrutecimiento también se deja sentir en su puesta en escena, menos abstracta que en sus obras del pasado y más estandarizada, mecánica y vulgar. En After Earth apenas hay grandes detalles narrativos en todo el filme: además de los señalados antes, podemos destacar el espléndido arranque in media res, la espectacular secuencia del accidente, los habituales usos de ciertos detalles como la cortina mecánica que, al abrir y cerrarse, marca el tempo de la secuencia del despertar de Kitai tras el accidente, el bello uso de la cámara subjetiva y la elipsis en el rescate del joven a manos del águila gigantesca, la cámara flotante que capta los movimientos de las plantas estimuladas por la presencia del joven, el plano detalle de una fantasmal aparición de la hermana de Kitai susurrándole al oído su nombre, y poco más; una rácana cosecha en comparación a lo que nos tenía acostumbrados. No obstante, en este aspecto sí creo que la industria se ha inmiscuido en su trabajo porque resulta harto evidente que sus filmes pasados eran demasiado líricos y sugestivos para los productos de grandes presupuestos actuales. Además, si tenemos en cuenta que Shyamalan hace lustros que no tiene un éxito de taquilla es lógico pensar que su trabajo se controla y corrige continuamente, aunque me temo que ese control se hace más en la labor de montaje (sus últimas películas tienen grandes lagunas narrativas) que en la supervisión de los guiones (donde afloran innecesarios tópicos del cine de Shyamalan que podrían haber sido eliminados).
Decía Alfred Hitchcock en sus célebres entrevistas con François Truffaut que cuando los proyectos se desviaban mucho de tu estilo habitual, del ámbito en el que mejor te mueves o de tu mundo artístico más reconocible, había que “correr en busca de protección” (traducción libre del inglés run for cover). Esto es, refugiarse en tus aciertos del pasado para a partir de ellos volver a tu propia esencia como cineasta y apartarte de proyectos excesivamente alejados de tus inquietudes. Pues bien, honestamente, creo que es lo que debería hacer Shyamalan: regresar a las modestas producciones de suspense que le hicieron famoso, abandonar las directrices de los grandes estudios en favor de otros sistemas de producción más modestos y confiar la elaboración completa de sus guiones a otros escritores para así dotar de autoría y personalidad a sus obras solo con la puesta en escena. Únicamente así podremos recuperar a un autor que está, por desgracia, en sus horas más bajas. Esperemos que por poco tiempo.