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publicado el 26 de noviembre de 2013

Infancia oscura

La fulgurante decadencia del cine de terror mexicano, comparable en más de un aspecto a la del horror all’italiana y también, con más matices, a la de las producciones góticas británicas de la Hammer Film, tiene una suerte de oasis, presenta un refugio, incomparable e inaudito, en la figura de Carlos Enrique Taboada (1929–1997). Más recordado por su prolífica faceta de guionista que por su más bien escueta carrera como realizador, a él corresponden dos de las mejores películas mexicanas del género de finales de la década de 1960 –la que ahora nos ocupa más la seminal Hasta el viento tiene miedo (1968)– así como la obra maestra Veneno para las hadas (1984), fascinante perversión del universo aparentemente amable e inofensivo de los cuentos de hadas (y con él de la teórica inocencia / pureza de la infancia) de la que El libro de piedra (1969) constituye un referente ineludible.

Pau Roig | Hijo de los actores Julio Taboada y Aurora Walker y en activo como guionista en la industria mexicana desde finales de la década de 1950, Taboada destacó pronto dentro del género terrorífico con sus trabajos para Federico Curiel –la curiosa pero un tanto ridícula tetralogía vampírica formada por La maldición de Nostradamus, Nostradamus y el destructor de monstruos, Nostradamus, genio de las tinieblas y La sangre de Nostradamus, rodada como un serial en 1959 pero estrenada en forma de cuatro largometrajes entre 1960 y 1962– y Chano Urueta, como la reivindicable El espejo de la bruja (1962), debutando en la dirección en 1965 con El juicio de Arcadio. Ninguna de sus realizaciones, diecinueve en cerca de veinticinco años de dedicación a la profesión, atesora sin embargo la popularidad, o en su defecto, el estatus de culto de sus incursiones en el horror, Hasta el viente tiene miedo, El libro de piedra, Más negro que la noche (1975) y Veneno para las hadas, con la excepción, quizá, del curioso pero fallido drama psicológico Vagabundo en la lluvia (1968), que entronca a no pocos niveles con sus producciones de temática sobrenatural y quizá por ello se ha incluido a veces en su filmografía del género. Sólo cuatro títulos, con sus virtudes y sus defectos, situados a las antípodas de las principales características de los filmes de terror mexicanos coetáneos, mucho más populares –en todos los sentidos de la expresión– y caracterizados tanto por la herencia de las producciones clásicas de la compañía Universal como, de forma más específica, por su ingenua mixtura de referentes (melodrama gótico, folletín, lucha libre, horror sobrenatural, ciencia ficción pulp) en un contexto de progresiva infantilización / banalización.

Prescindiendo de monstruos clásicos ya en franca decadencia y de recursos canónicos y lugares comunes utilizados hasta el agotamiento, la obra de Taboada, especialmente El libro de piedra y Veneno para las hadas, se sumerge en el mundo aparentemente afable y mágico de los cuentos de hadas, con tramas que en buena medida transcurren en escenarios naturales a plena luz del día pese a su oscuridad intrínseca y / o progresiva, mostrando un horror (in)tangible que se esconde tras su aparente luminosidad, o haciendo gala, en su defecto, de una ambigüedad y de una estilización sin parangón en el cine de género de la época –de manera especial en Más negro que la noche, pero también, fuera del género propiamente dicho, en Vagabundo en la lluvia–, jugando siempre la baza de la sugerencia, de la insinuación, incluso de la simple sospecha o intuición, antes que la mostración directa del horror o del fenómeno, sobrenatural o no, que ejerce de detonante de la acción. Más allá de puntuales concesiones comerciales –evidentes de manera especial en el trasfondo de (cándido) erotismo de Hasta el viento tiene miedo, precursora en más de un aspecto de la posterior La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969)–, las producciones terroríficas del realizador se sitúan en el polo opuesto de sus incursiones en el género como guionista, entre las que podríamos añadir, sin ánimo completista, la curiosa pero torpe Orlak, el infierno de Frankenstein, firmada por el estimable Rafael Baledón en 1960. Las películas de Carlos Enrique Taboada, así, se caracterizan en primera instancia por una suerte de delicadeza / sutileza del todo impensable para otras producciones de la misma época, cuyo interés fue decayendo rápidamente y de forma paralela a la de una de las sagas de mayor éxito por entonces, la protagonizada por el luchador Santo, el Enmascarado de Plata. En estrecha relación con este punto, y de forma de todo punto coherente, su filmografía (o en todo caso sus mejores filmes) se adentran en el universo de la infancia para mostrar, con un tacto exquisito pero también con toda su crudeza, su reverso oscuro, sus temores / terrores más atávicos, magnificados y a veces incluso confrontados con la incredulidad, la ceguera y el materialismo de un mundo, el de los adultos, poco o nada reacio a creer en el poder de la magia y la fantasía. El libro de piedra se erige así, de forma particular, en una brillante a la par que desoladora reflexión sobre la inocencia infantil frente a las amenazas, tangibles e intangibles, de un mundo inequívocamente hostil a la imaginación o a cualquier manifestación fantasiosa contraria a las normas establecidas, unas normas que sentencian con la incomprensión y el deshonor, incluso con la muerte, a todo aquél que infrinja sus difusos límites.

Taboada llevará aún más lejos esta premisa, que bien puede considerarse marciana en el contexto de esos años, en Veneno para las hadas, permitiéndose en esta ocasión el lujo de no dejarnos ver en ningún momento y de ninguna manera el rostro de los personajes adultos y, aún más importante, de prescindir por completo de elementos sobrenaturales. La presencia de lo fantástico, esto es, de algo imposible en nuestro mundo real, resulta determinante en todo casa para Hasta el viento tiene miedo, con un grupo de estudiantes de una rígida academia femenina progresivamente alteradas por una serie de hechos extraños relacionados con una alumna fallecida tiempo atrás en el mismo lugar, y también, pese a su radical apuesta por la ambigüedad, en Más negro que la noche, similar a la anterior (aunque bastante menos atmosférica) pero localizada en una mansión apartada cuya protagonista acaba de heredar de una tía lejana que apenas conocía. Tanto estos dos filmes como los otros dos citados hacen gala de un elegante y mesurado trabajo de puesta en escena, de una dirección prácticamente invisible que prima la composición de los encuadres, la profundidad de campo y el off visual a cualquier otra consideración, aunque por su idiosincrasia y sus particularidades, entre las que vale la pena citar la influencia de la excepcional novela de Henry James Otra vuelta de tuerca, El libro de piedra sobresale de forma indiscutible por encima del resto. Poliédrica y abierta a los más diversos géneros, la obra de Taboada permanece sumida sin embargo en un olvido a todas luces injusto pero en el quizá tuvieron un destacado papel los nefastos resultados artísticos de los remakes de Hasta el viente tiene miedo y de El libro de piedra, firmados respectivamente por Gustavo Moheno (2007) y Julio César Estrada (2009). El primero explicitaba todo aquello que Taboada dejaba implícito, renunciando a la sutil ambigüedad y delicada atmósfera de horror de la cinta original y aumentando de manera grosera los contenidos sexuales (especialmente los referidos al lesbianismo). El segundo, lastrado por un trabajo de dirección plano y falto de tensión, se revelaba incapaz de recrear la atmósfera de ominosa fatalidad del título en el que se inspira, subrayando al mismo tiempo sus puntuales momentos de horror con la inclusión de una estrepitosa banda sonora que rompe por completo la delicada ambigüedad y la sutileza necesarias para su buen funcionamiento.

La novela Otra vuelta de tuerca, antes citada, parece ejercer a un nivel primario de detonante de El libro de piedra, aunque las intenciones y los objetivos últimos del filme de Taboada no tienen prácticamente nada que ver con la obra de Henry James. En la novela, una institutriz inexperta al cargo de la educación de dos niños de comportamiento cuando menos extraño en una mansión victoriana aislada será testigo de una serie de extraños fenómenos relacionados con la antigua cuidadora de los pequeños y el jardinero de la mansión, ambos fallecidos, sin que quede claro en ningún momento si las puntuales intervenciones de ambos son reales (hablaríamos entonces de apariciones fantasmales) o fruto de la imaginación progresivamente trastornada de la protagonista. El libro de piedra parte de una situación muy similar: la llegada de la institutriz Julia Septién (Marga López) a una hacienda apartada para hacerse cargo de la educación de Silvia (Lucy Buj), una niña aparentemente normal que no ha acabado de recuperarse del todo de una meningitis, motivo por el que su padre Eugenio (Joaquín Cordero) y su esposa Mariana (Norma Lazareno) no se atreven todavía a llevarla de vuelta a la escuela. Julia, sin embargo, no ha sido informada de todos los detalles referentes a la situación de la pequeña, y no sólo por su furibunda enemistad, más o menos declarada, con su madrastra (su verdadera madre murió tiempo atrás y su progenitor hace pocos meses que ha vuelto a casarse), sino por su amistad con un niño –llamado Hugo– que parece existir sólo en su imaginación. En apenas diez minutos de metraje, Taboada ha presentado de forma brillante a los principales protagonistas (de forma nada casual, Silvia será la última en aparecer: “No quiero ser tu amiga y no te quiero en mi casa. Hugo me cuida y no necesito de nadie” le dirá a la institutriz en su primer encuentro) y ha puesto en situación al espectador, testigo a partir de entonces de la progresiva –y progresivamente malévola– influencia que Hugo ejercerá sobre una realidad mucho menos radiante de lo que parecía en un primer momento. “Lo único malo es que Hugo no existe” dirá a Julia un abrumado Eugenio, prácticamente convencido de que su hija tiene las facultades mentales alteradas, puede que de forma irreversible, cuando quizá la insostenible situación deriva de la escasa atención y afecto que le ha dispensado desde su llegada a la hacienda. Hugo, sin ir más lejos, es el nombre de una escultura de piedra situada en un rincón apartado del jardín, justo detrás de un enorme tronco caído que sirve de puente para cruzar una charca de agua estancada; la estatua, de tamaño real, muestra al niño de pie y con una inquietante expresión de tranquilidad en su rostro, sosteniendo un pesado libro de piedra con ambos manos y, según el padre de Silvia, tiene varios siglos de antigüedad: el anterior propietario de la finca la hizo traer expresamente desde Austria. A diferencia de Vagabundo en la lluvia y Más negro que la noche, y ya desde el primer “encuentro” de Silvia con Hugo, resuelto a partir de un brillante raccord de miradas que prefigura en buena medida su existencia en el mundo real, Taboada va diseminando aquí y allá pistas y indicios que primero insinúan y que pasado el ecuador de la trama acabarán por certificar la existencia imposible del niño. Primero serán unas hortensias destrozadas en el jardín, justo delante de una ventana en la que Julia creyó ver algo en el transcurso de la cena, más adelante un episodio en el techo de la antigua iglesia abandonada colindante con los terrenos de la casa, en el que Taboada utiliza una panorámica subjetiva para representar la amenaza que se cierne sobre las protagonistas: tras haber estado a punto de caer de lo más alto del edificio, Julia y Silvia se alejan de la iglesia bajo la atenta mirada de algo o alguien que no pierde detalle de sus evoluciones; la cámara realiza un breve movimiento de descenso hasta encuadrar una salamandra parada sobre el techo, inmóvil, esperando.

La inesperada llegada del padrino de la niña, el pintor y escenógrafo de teatro Carlos (Aldo Monti), para pasar unos días con la familia, ejercerá en un primer momento de contrapunto al malestar de los padres de la niña y al nerviosismo de Julia, acrecentado por las misteriosas palabras de la criada Paulina (Ada Carrasco) bajo la mirada de desaprobación de su marido, el jardinero Bruno (Manuel Dondé): “El jardín de esta casa es peligroso por la noche, hay alguien siempre ahí, alguien que no es de este mundo”, a lo que añadirá después manera tajante “La niña no está loca, está embrujada”. Silvia anticipará de forma extraña el regalo que su padrino le ha traído (una muñeca) pero estará a punto de ser atacada por su perro, momento decisivo en el terrible giro que experimentarán los acontecimientos: en lugar de pedir auxilio a sus padres o a Julia llamará desesperadamente a Hugo, como si no existiera nadie más. En un principio, y de forma sensata, incrédulo, escéptico a las sospechas del matrimonio y de la institutriz, Carlos se verá no obstante también arrastrado hacia las dudas e incluso hacia el miedo respecto a la existencia del niño: un camafeo que Julia ha perdido en el río aparecerá de noche en el tocador de su habitación después que Silvia haya afirmado como si nada que le pediría a Hugo que lo buscara –momento que prefigura acaso la mítica escena de la pelota de béisbol de Al final de la escalera (The changeling, Peter Medak, 1979), aunque no viene subrayado de ninguna manera ni por la puesta en escena ni la banda sonora–, después el perro en cuestión aparecerá muerto en misteriosas circunstancias (“Ha muerto de miedo”, afirmará convencido uno de los criados) y, de forma paralela, Mariana empezará a tener unos extraños e insoportables dolores, primero en el brazo y después en la pierna (“Es como si me hubieran clavado un puñal”)… Sólo los espectadores han sido testigos, en un plano en teoría sin trascendencia, del robo aparentemente caprichoso y banal de uno de sus pañuelos, olvidado en una silla, por parte de la niña.

Del mismo modo que va aportando pequeñas revelaciones relativas a la verdadera naturaleza de los acontecimientos, Taboada va dando también pistas, algunas de ellas superfluas e innecesarias, acerca del origen del niño: según relata Silvia a partir de las palabras del propio Hugo, éste procede de la ciudad austriaca de Höllstenbruck, destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y el libro que sostiene entre las manos es un poderoso manual de magia negra; hijo de un brujo que murió setecientos años atrás, su padre lo convirtió en piedra para que guardara el libro esperando el momento de su resurrección, mil años después de su muerte. El último tercio del filme va decididamente encaminado, así, a constatar la existencia de Hugo, pero no a la manera de una terrible y contundente revelación inesperada ni mucho menos a partir de una sucesión de muertes espeluznantes, sino en base a pequeñas certezas, hechos inexplicables que irán derrumbando una tras otra las más desesperadas explicaciones racionales tanto de Julia y Carlos como de Eugenio y Mariana. Minutos antes que Silvia le confirme que estaba jugando al escondite con Hugo, Carlos creerá que la estatua del niño ha desaparecido del pedestal que la sostiene; poco después, la institutriz encontrará la muñeca que Carlos había regalado a Silvia colgada en una cabaña del jardín, con el pañuelo de Mariana ligado alrededor y repleta de finas agujas que parecen obedecer a algún ritual de magia vudú; en última instancia, la joven criada Herminia (Lilia Castillo) encontrará encima de su cama la salamandra vista en la escena de la iglesia instantes después de descubrir a Silvia pintando con sal extraños símbolos en el suelo de la cabaña con el objetivo de resucitar a su “lagarto”… Taboada crea de esta manera un imparable crescendo narrativo que prepara el abandono definitivo de toda ambigüedad en forma, otra vez, de un pequeño detalle apenas subrayado: tras haber escuchado voces, Julia irrumpe de improviso en la habitación de Silvia sin encontrar en su interior a nadie más que a la pequeña; inmediatamente después de su salida, una lenta pero inexorable panorámica se aleja de la cama en la que la niña acaba de ser arropada y recorre las cortinas de la ventana para mostrar los pequeños pies descalzos de alguien que se oculta tras ellas… La constatación, definitiva, de la existencia de Hugo no supone en todo caso el principal punto de inflexión de una trama que en ningún momento y de ninguna manera abandona la sutileza, la morosidad sólo aparente en la que se ha instalado desde un buen principio: sólo los espectadores son realmente conscientes de la existencia del pequeño, un hecho que los adultos, pese a todas las evidencias y aún después de la muerte de Carlos tras un accidente de coche en el transcurso de un viaje al pueblo para contratar un grupo de obreros para remover la estatua, se niegan a creer. Más allá de algunas concesiones perfectamente prescindibles (la ya citada explicación sobre los orígenes de la escultura de piedra, la visita relámpago de Eugenio y Carlos a un profesor universitario de la capital especialista en esoterismo, interpretado por Rafael Llamas), la progresiva revelación del Mal que se cierne sobre Silvia y todos aquellos que la rodean crece en intensidad y poder de inquietud, llegando a uno de sus momentos culminantes en el acoso al que Hugo someterá a Mariana, sola en la hacienda en compañía de Silvia, dejando entrever brevemente su rostro a la vez angelical y amenazante reflejado en un espejo. De forma harto inteligente, magistral, Taboada no sólo recurre a los efectos sobrenaturales o a las revelaciones inesperadas para acrecentar el misterio de la historia: en este sentido, tan inquietante o más que las propias intervenciones de Hugo resulta la frialdad, no exenta de crueldad, de Silvia durante la visita del teniente de policía que informará a la familia del fallecimiento de Carlos, momento en el que la actitud de la niña, consciente antes que nadie del trágico accidente, llega a unos extremos de perversión que no parecen de este mundo. El realizador prepara así el terreno para el terrible desenlace, el peor y al mismo tiempo el único de todos los posibles, y que bien podría considerarse una suerte de respuesta o vuelta de tuerca sobrenatural al sorprendente desenlace de El planeta de los simios (Planet of the apes, Franklin J. Schaffner, 1968), salvando las distancias entre ambos filmes y avisando a los lectores que no prosigan la lectura de este artículo si no han visto la película: tras haber destruido la escultura de Hugo con un martillo en un ataque a la vez de odio y de terror tras la muerte –otra vez aparentemente accidental– de Mariana, Eugenio encontrará a Silvia sin conocimiento en el jardín y la llevará a casa, dispuesto a partir inmediatamente de la hacienda tal y cómo le ha recomendado el médico de la familia. Silvia desaparecerá poco después y, tras buscarla por todo el jardín, Eugenio y Julia la encontrarán, convertida en piedra, encima del pedestal en el que hasta ese mismo día descansaba Hugo, sosteniendo el mismo libro de piedra que aquél con ambas manos, uno de los finales sin duda más sobrecogedores –y geniales– no sólo del terror mexicano de esos años sino de toda la historia del género.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    México, 1969. 101 minutos. Color. Dirección y guión: Carlos Enrique Taboada
    Producción: Adolfo Grovas, para Producciones AGSA Fotografía: Ignacio Torres Música:
    Raúl Lavista Montaje: Carlos Savage Intérpretes: Marga López (Julia Septién), Joaquín
    Cordero (Eugenio Ruvalcaba), Norma Lazareno (Mariana Ruvalcaba), Aldo Monti (Carlos),
    Lucy Buj (Silvia), Ada Carrasco (Paulina), Lilia Castillo (Herminia), Manuel Dondé
    (Bruno).


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