publicado el 14 de marzo de 2014
Resulta sorprendente como la obra del cineasta Wes Anderson cada vez amortiza más su condición casi cartooniana de underground colorista, a la vez que gana en complejidad, profundidad y exuberancia formal. Con una carrera fundamentada en títulos tan excepcionales, singulares y a contracorriente como Academia Rushmore (Rushmore, 1998), Los Tenenmbauns: una familia de genios (The Royal Tenembaus, 2001), La vida acuática con Steve Zissou (Life Acuatic, 2004), Viaje a Darjeeeling (The Darjeeling Limited, 2002) o la singular propuesta de animación Fantastic Mr. Fox (2009), W. Anderson se ha convertido en el realizador iconoclasta más vistoso de su generación. Pero cabe puntualizar que acompañando a esta excéntrica y endogámica concepción de la ficción, de un manejo artístico cercano al hacedor de collages alucinados del celuloide francés, Michel Gondry, hallamos un discurso para nada vacío que lleva al límite emocionalmente a unos personajes apenas esbozados, desnudos de complejidad y de trazos tan simples como limpios.
Lluís Rueda | ¿Una contradicción? Analizando su última propuesta, El gran hotel Budapest, podríamos decir que ahí radica el pequeño milagro del cine de Anderson. La simpática historia del conserje gerantófilo Gustave H y del mozo de hotel Zero Mustala resultaría intrascendente y, si permiten, un tanto grotesca si no fuera porque el realizador utiliza ese mundo perfumado y en extinción para vaticinar un fin de época, la llegada de la oscuridad a Occidente. Sin este trasfondo, los entresijos de la trama con una siniestra familia adinerada de por medio, un sicario implacable (fantástico William Dafoe) y todos los personajes desternillantes que desfilan por la función no serían más que los figurantes de un folletín ácido.
Aromas postmodernos, pedorreta a lo Blake Edwards y belleza de lo fantástico Tweet
Me atrevería a decir que Anderson en su filme evoca a El Gatopardo de Visconti, cubriendo el caos venidero con capas de sofisticación kitsch. Nos tememos que es así aunque suene a sentencia temeraria, pero tampoco es menos cierto que estamos ante una tragicomedia que se templa en el slapstick, en una formulación tebeística y exagerada que hará las delicias del espectador. Aromas de humor negro que llamaríamos 'postmoderno' (ya me entienden, algo similar a tarantiniano) pero también deliciosas piezas-secuencia que tanto nos llevan al paisaje de la pedorreta como a la belleza plástica de lo fantástico. Esto es, por un lado, a la comedia de humor expansivo de Blake Edwards (nada más señalar la desternillante secuencia del monasterio, sensacional) y por otro, la fijación por la animación esencial y primitiva que nos evoca a la esencia del cine de Europa del Este, concretamente a la del genio de la animación Karel Zeman; en este último apartado me atrevo a decir que veo suficientes y sólidos paralelismos con su filme El dirigible robado (Ukradená Vzducholod, 1967) (filme excepcional, por cierto).
Por lo demás, como de costumbre, Anderson se rodea de un contundente elenco de actores en un sinfín de roles secundarios que dan una réplica siempre a tono a un excepcional, francamente genial, Ralph Fiennes que muestra unas grandes dotes de comediante con vis dramática. Su personaje, tierno y descarriado por las bajas pasiones, resulta tan íntegro y trascendente que llega a emocionar: su periplo es una carrera demencial y desternillante, y vacía de propósitos útiles. Sin embargo, su relación con Zero y su impostura ante el revés de los tiempos resulta estoica y admirable. No es baladí que en el prólogo del filme, y antes de situarnos en los acontecimientos que se narran, la película se sumerja en diferentes capas de ficción para situarnos en una “realidad” desdibujada y vista con los ojos de la nostalgia. Pasamos de la joven que lee “El gran hotel Budapest” frente a la tumba de su autor, a la voz del escritor aún vivo y en el exilio que recuerda su estancia en el hotel (con rostro de juventud de Jude Law) y de ahí a la historia de Zero, ya anciano, evocando la aventura desde una perspectiva singular, de una poética construida desde las entrañas. En El gran hotel de Budapest lo más naïf y dulce puede esconder una realidad más adusta, por ello no es de extrañar que en una secuencia capital los pastelitos que protagonizan gran parte de la cinta escondan herramientas para doblegar barrotes. En resumen, un filme dedicado a la figura del escritor y luchador por las libertades en la Segunda Guerra Mundial Stefan Zweig, acorde a su recuerdo y a una Europa escindida. Una propuesta divertida y sagazmente profunda a partes iguales. Totalmente imprescindible.